Las alpargatas
Los hombres, de tanto andar, y por carencia de alas, no pueden llevar los pies descalzos. Cúbrense con la carroña de reses muertas, llámanlos los zapatos: hay que reconocer que preservan algo del agua y del lodo. La Cruz Roja ha enviado al campo quinientos pares de alpargatas, para que sean repartidas entre los internados; es un zapato de lona y mejor que nada. Tiénenlos en los almacenes, guardados, quién sabe en espera de qué. El viejo Eloy Pinto, de sesenta y cinco años de edad, carnicero, cojo, pidió un par de buenas botas a un guardia joven. Le hicieron barrer y lavar el cuartel, le dijeron que volviera al día siguiente: le darían las alpargatas. Ocho días se repitió la escena. El viejo, ya cansado, se las pidió al ayudante:
– ¡Ah!, ¿con que quieres alpargatas, eh? Y no quieres trabajar. Y comer, sí que comes, ¿no? Para comer no faltas a la lista, ¿no?
El viejo calló, miró sus pies envueltos en trapos, levantó, lentamente, la vista. El ayudante le escupió a la cara, y siguió:
– Supongo que tendrás la conciencia tranquila, ¿no? ¿No decís eso? Pues póntela en los pies.