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A cada nuevo lugar conquistado venía más gente a vivir a nuestra ciudad. Parientes o amigos dispuestos a reponerse que contaban desastres del otro lado. «Son todos unos traidores», decía mi madre, «si hubieran apoyado a la República nunca hubiéramos llegado a esta situación.» Pero ella se hundía a cada nuevo avance rebelde. Las manifestaciones de júbilo se multiplicaban. Ha caído… Ha caído… Ha caído… La calle era un jolgorio permanente. Aumentaban los gritos, las banderas, los uniformes. Los vencidos callaban. «Mis padres están tristes», me decía Amelia, y yo en el mismo tono le contestaba: «Mi madre también.» Y ante la proximidad de alguna compañera que pertenecía al otro bando, cambiábamos de conversación. Pero pronto olvidábamos la guerra. Nuestras vidas estaban llenas de pequeños acontecimientos compartidos, de aventuras que casi siempre ocurrían en el territorio de Amelia, en su prado o en el soto del río. La costumbre de ir a su casa los jueves y domingos por la tarde se extendió con el buen tiempo a muchos otros días de la semana al terminar las clases…

Un día me encontré con Olvido en la escalera y se paró a hablar conmigo. «No se te ve el pelo, ¿qué haces?» Ella había cambiado, era ya una chica mayor. Yo no sabía qué decirle y por ser amable le pregunté: «¿Qué tal el viudo?» «Ah, no sé… pero a mí qué me importa el viudo, mujer. Yo tengo otros que me interesan más.» Hablaba como sus hermanas, con un deje despectivo para impresionar. Me metí en casa preguntándome cómo había podido ser amiga de una niña tan poco simpática, tan poco lista, tan poco graciosa…

Las nevadas del invierno eran mi gran enemigo. Yo odiaba el invierno porque significaba enclaustramiento y oscuridad. Aquellos de la guerra fueron años de mucha nieve. «Con este frío, qué harán los pobres del frente…», se comentaba. Pero nadie aclaraba qué lado del frente, reservando esa definición más precisa para la intimidad de cada uno.

En el encierro obligado leía mucho. Mi madre conservaba la colección completa de los cuentos de Calleja que el abuelo le había regalado cuando era pequeña. Era una edición de portadas barrocas y minuciosas ilustraciones. También leía otros libros que mi madre me compraba. Cuentos de Antoniorrobles, de Celia, de Andersen y de Grimm.

Hacía frío y escaseaba el dinero. Las clases nos proporcionaban lo justo para cubrir las necesidades fundamentales. Luego estaba la pensión del abuelo, que no era mucho pero que la abuela aportaba integra a la economía familiar. Comíamos bien. La abuela cocinaba platos sencillos y sabrosos. Cada vez que íbamos al pueblo veníamos cargadas de patatas, alubias, harinas. Regalos de amigos que nos ayudaban a evitar algunos gastos. Los de vestir no existían. Del baúl de la abuela salían trajes antiguos y sábanas de hilo grueso que se transformaban en vestidos. Con sacos de azúcar de Cuba también se hacían trajes. Lo primero era borrar las letras, desteñirlas con lejía que blanqueaba el color sucio de los sacos.

En mis recuerdos los tres años de la guerra se confunden. Tengo muy claro el principio, el viaje larguísimo desde la casa de la abuela a Los Valles, los cambios del tren al autobús traqueteante y mi madre tapándome los ojos para que no mirara a la carretera. Años más tarde supe que había muertos en las cunetas, fusilados la noche anterior y abandonados hasta ser localizados por sus familiares.

Recuerdo la llegada a Los Valles, el encuentro con Eloísa y su llanto, y la palidez de mi madre, que se mantenía serena, sin hablar, sin contestar apenas a las palabras de la amiga. Luego la visita a nuestra casa para organizar el traslado de los muebles. Y la tarde que pasé con Marcelina, nuestra vecina que suspiraba y lloraba y me daba dulces hechos por ella, frutas, vasos de leche, mientras murmuraba sin cesar: «Maldita mina, maldita guerra, tanto hijo sin padre, tanta ruina…» Al anochecer apareció mi madre. Dio las gracias a Marcelina y yo le pregunté dónde había estado tanto tiempo. «En el cementerio», contestó, «y arreglando papeles de tu padre.» Aquella noche dormimos en casa de Eloísa. Mi madre no quería pero Eloísa se empeñó. Me acostaron temprano y ellas se quedaron tomando café. Me llegaba el tintineo de las cucharillas en las tazas y sus voces que reconocía, pero no entendía lo que decían. Hablaban en un tono bajo y monótono que acabó por dormirme. Al día siguiente regresamos al pueblo de la abuela. El taxi, el coche de línea, el tren. Un viaje largo, y por todas partes gente que se movía de un lado a otro entre la confusión y el silencio, el aturdimiento y el miedo.

Recuerdo muy bien el principio de la guerra y también el día que terminó, pero los sucesos intermedios se distorsionan, se difuminan. No recuerdo en qué momento cesaron de volar por nuestro cielo los aviones republicanos. Dudo si fue al principio o al final de la guerra cuando en los cines, al terminar la película, se saludaba con el saludo fascista mientras sonaba el himno nacional. Sí recuerdo que procurábamos escabullirnos para no tener que estar allí, con la mano extendida tímidamente, oscilando entre el temor y la vergüenza. Olvido y yo, Amelia y yo, la abuela y yo. O quizás eso empezó justo al terminar la guerra, cuando los años de triunfo exacerbaron las imposiciones de los vencedores. La guerra fue un paréntesis largo entre un antes que yo no recordaba y un después ceniciento y tristísimo.

Sin embargo conservo nítidos los recuerdos personales, los que tienen que ver con mis afectos y alegrías, los que me traen a la memoria disgustos o miedos concretos.

Aquella tarde de marzo llovió mucho. La chimenea estaba encendida y sobre la mesa había un ramo de lilas. «Las lilas huelen a primavera», dijo Amelia. «Y las violetas», dijo su madre. Y añadió: «Luego voy a darte un ramillete de violetas para tu madre, Juana. Las he cogido esta mañana, antes de que empezara a llover.» En esto se abrió la puerta del vestíbulo y entró el padre de Amelia charlando con un hombre que, aparentemente, acababa de llegar. La madre se dirigió hacia ellos.

El hombre se volvió y un sobresalto me estremeció.

El amigo del padre de Amelia era alto, esbelto, tenía el pelo negro, un bigote también negro y vestía un traje oscuro. Le faltaba el coche rojo y la niña y el sombrero, pero era el viudo de Olvido, estaba segura. Le faltaban también las gafas negras que siempre llevaba en el descapotable, por eso pude comprobar que sus ojos eran oscuros, brillantes como la sonrisa que nos dedicó. «Es un amigo nuestro», dijo el padre de Amelia. «Ésta es Juana, la amiga de Amelia», continuó a modo de presentación. El viudo nos hizo una pequeña reverencia y por primera vez le oí hablar. Tenía un acento suave, acariciante y empleaba fórmulas que no eran habituales entre la gente que yo conocía. Recordé la observación de Olvido: «Parece de América.» «Son ustedes muy lindas las dos», nos dijo. Y añadió: «Debía haber traído a mi muchachita para que jugara con ustedes.» Luego siguió hablando con el padre de Amelia y con la madre que había saludado al visitante con cordialidad. Amelia me miraba un poco intrigada por el asombro que debía de reflejar mi cara. «Vamos a merendar», me dijo. «¿Qué te pasa?» Con la merienda en un plato subimos a la buhardilla y allí le dije todo lo que sabía de aquel hombre. El atractivo que ejercía sobre las hermanas de Olvido y sus amigas y cómo al verle siempre solo con su niña y su automóvil habían supuesto que era viudo. Amelia me contó algunas cosas de él. Era viudo, sí. Y mexicano. Se había casado con la hija de unos indianos que habían regresado a España para instalarse en el pueblo donde habían nacido. Al morir su mujer, el mexicano, desesperado, decidió hacer un largo viaje a Europa y terminó en España para que la niña conociese a sus abuelos. «Les pilló aquí la guerra y decidieron esperar, porque dice él que se encuentra muy bien aquí y que a lo mejor los abuelos necesitan su ayuda, y al mismo tiempo le aterra tanto la idea de volver a su casa que prefiere esperar a ver qué pasa. No sé cuándo volverán a México. Lo que sé es que tiene allí mucho dinero…»

Amelia no parecía dar mucha importancia al personaje ni a su historia. «Es amigo de unos parientes de mi padre. Por eso le conocemos», terminó. Luego hablamos de otras cosas pero yo seguía pensando en el hombre que estaba abajo en el salón, y en la sorpresa que se iba a llevar Olvido cuando me la encontrara y le contase que había conocido al viudo y que sabía su historia y que me había hecho amiga de él en casa de Amelia y que un día iba a llevar a su niña para que jugara con nosotras y que…

«Es casi de noche», dijo Amelia. El tiempo había pasado sin sentir. Me lancé escaleras abajo pensando en el camino de vuelta y en mi madre, que me esperaría preocupada. Al despedirme, la madre de Amelia me dio las violetas y me dijo: «Dile a tu madre que venga contigo el domingo próximo o cualquier otro. Tenemos muchas ganas de conocerla.» El viudo nos dijo adiós con la mano. En la otra sostenía una copa de vino y sonreía. En la carretera, fuera de la verja, estaba estacionado el coche rojo. Tenía la capota puesta porque los días eran frescos todavía. Al llegar a casa le di las violetas a mi madre y le transmití la invitación que me habían hecho. Reaccionó como solía, con indiferencia y frialdad. «No me apetece ir a ninguna parte», dijo. Pero luego se ablandó: «Me alegro mucho de que tengas tan buenos amigos.» Y sonrió.

La enfermedad de la abuela se presentó de golpe, a primeros de un octubre seco y claro. Al amanecer oímos un golpe fuerte en su cuarto. Saltamos de la cama y salimos corriendo para encontrarla en el suelo inconsciente y blanquísima. Mi madre empezó a darle golpes en la cara y a tratar de incorporarla. Yo me había quedado en la puerta sin atreverme a entrar. Se me ocurrió decir: «Aviso a Olvido.» Y mi madre asintió. «Llama a su madre y dile que baje.» Cuando llegó el médico de la familia de Olvido, la abuela ya estaba sentada en su cama, incorporada con ayuda de unos almohadones porque decía que no podía respirar. El médico tranquilizó a mi madre y recetó un montón de cosas. La presencia del médico animó a la abuela. «Ya sé que son los años», dijo tristemente. Pero no eran sólo los años. En sucesivas pruebas resultó que la abuela tenía una lesión de corazón y había que cuidarla seriamente.

La enfermedad de la abuela cambió nuestra forma de vida y transformó la actitud de mi madre hacia mí. Muchos días no me miraba los deberes ni me preguntaba qué tal en la escuela ni se interesaba como antes por Amelia y su familia.


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