Pasaron así diez, quince horas, todas iguales. Lamiendo el bosque o las pajas del litoral, la canoa remontaba imperceptiblemente la inmensa y luciente avenida de agua, en la cual la diminuta embarcación, rasando la costa, parecía bien pobre cosa.
El matrimonio estaba en perfecto tren, y no eran remeros a quienes catorce o dieciséis horas de remo podían abatir. Pero cuando ya a la vista de Santa Ana se disponían a atracar para pasar la noche, al pisar el barro el hombre lanzó un juramento y saltó a la canoa: más arriba del talón, sobre el tendón de Aquiles, un agujero negruzco, de bordes lívidos y ya abultados, denunciaba el aguijón de la raya.
La mujer sofocó un grito.
– ¿Qué…? ¿Una raya?
El hombre se había cogido el pie entre las manos y lo apretaba con fuerza convulsiva.
– Sí…
– ¿Te duele mucho? -agregó ella, al ver su gesto. Y él, con los dientes apretados:
– De un modo bárbaro…
En esa áspera lucha que había endurecido sus manos y sus semblantes, habían eliminado de su conversación cuanto no propendiera a sostener su energía. Ambos buscaron vertiginosamente un remedio. ¿Qué? No recordaba nada. La mujer de pronto recordó: aplicaciones de ají macho, quemado.
– ¡Pronto, Andrés! -exclamó recogiendo los remos-. Acuéstate en popa: voy a remar hasta Santa Ana.
Y mientras el hombre, con la mano siempre aferrada al tobillo, se tendía en popa, la mujer comenzó a remar.
Durante tres horas remó en silencio, concentrando su sombría angustia en un mutismo desesperado, aboliendo de su mente cuanto pudiera restarle fuerzas. En popa, el hombre devoraba a su vez su tortura, pues nada hay comparable al atroz dolor que ocasiona la picadura de una raya, sin excluir el raspaje de un hueso tuberculoso. Sólo de vez en cuando dejaba escapar un suspiro que a despecho suyo se arrastraba al final en bramido. Pero ella no lo oía o no quería oírlo, sin otra señal de vida que las miradas atrás para apreciar la distancia que faltaba aún.
Llegaron por fin a Santa Ana; ninguno de los pobladores de la costa tenía ají macho. ¿Qué hacer? Ni soñar siquiera en ir hasta el pueblo. En su ansiedad la mujer recordó de pronto que en el fondo del Teyucuaré, al pie del bananal de Blosset y sobre el agua misma, vivía desde meses atrás un naturalista alemán de origen, pero al servicio del Museo de París. Recordaba también que había curado a dos vecinos de mordeduras de víbora, y era, por tanto, más que probable que pudiera curar a su marido.
Reanudó, pues, la marcha, y tuvo lugar entonces la lucha más vigorosa que pueda entablar un pobre ser humano -¡una mujer!- contra la voluntad implacable de la Naturaleza.
Todo: el río creciendo y el espejismo nocturno que volcaba el bosque litoral sobre la canoa, cuando en realidad ésta trabajaba en plena corriente a diez brazas; la extenuación de la mujer y sus manos, que mojaban el puño del remo de sangre y agua serosa; todo: río, noche y miseria la empujaban hacia atrás.
Hasta la boca del Yabebirí pudo aún ahorrar alguna fuerza; pero en la interminable cancha desde el Yabebirí hasta los primeros cantiles del Teyucuaré, no tuvo un instante de tregua, porque el agua corría por entre las pajas como en el canal, y cada tres golpes de remo levantaban camalotes en vez de agua; los cuales cruzaban sobre la proa sus tallos nudosos y seguían a la rastra, por lo cual la mujer debía ir a arrancarlos bajo el agua. Y cuando tornaba a caer en el banco, su cuerpo, desde los pies a las manos, pasando por la cintura y los brazos era un único y prolongado sufrimiento.
Por fin, al norte, el cielo nocturno se entenebrecía ya hasta el cenit por los cerros del Teyucuaré, cuando el hombre, que desde hacía un rato había abandonado su tobillo para asirse con las dos manos a la borda, dejó escapar un grito.
La mujer se detuvo. -¿Te duele mucho?
– Sí… -respondió él, sorprendido a su vez y jadeando-. Pero no quise gritar. Se me escapó.
Y agregó más bajo, como si temiera sollozar si alzaba la voz:
– No lo voy a hacer más…
Sabía muy bien lo que era en aquellas circunstancias y ante su pobre mujer realizando lo imposible, perder el ánimo. El grito se le había escapado, sin duda, por más que allá abajo, en el pie y el tobillo, el atroz dolor se exasperaba en punzadas fulgurantes que lo enloquecían.
Pero ya habían caído bajo la sombra del primer acantilado, rasando y golpeando con el remo de babor la dura mole que ascendía a pico hasta cien metros. Desde allí hasta la restinga sur del Teyucuaré el agua está muerta y hay remanso a trechos. Inmenso desahogo del que la mujer no pudo disfrutar, porque de popa se había alzado otro grito. La mujer no volvió la vista. Pero el herido, empapado en sudor frío y temblando hasta los mismos dedos adheridos al listón de la borda, no tenía ya fuerza para contenerse, y lanzaba un nuevo grito.
Durante largo rato el marido conservó un resto de energía, de valor, de conmiseración por aquella otra miseria humana, a la que robaba de ese modo sus últimas fuerzas, y sus lamentos rompían de largo en largo. Pero al fin toda su resistencia quedó deshecha en una papilla de nervios destrozados, y desvariado de tortura, sin darse él mismo cuenta, con la boca entreabierta para no perder tiempo, sus gritos se repitieron a intervalos regulares y acompasados en un ¡ay! de supremo sufrimiento.
La mujer, entretanto, el cuello doblado, no apartaba los ojos de la costa para conservar la distancia. No pensaba, no oía, no sentía: remaba. Sólo cuando un grito más alto, un verdadero clamor de tortura rompía la noche, las manos de la mujer se desprendían a medias del remo.
Hasta que por fin soltó los remos y echó los brazos sobre la borda.
– No grites… -murmuró.
– ¡No puedo! -clamó él-. Es demasiado sufrimiento. Ella sollozaba:
– ¡Ya sé…! ¡Comprendo…! Pero no grites… ¡No puedo remar!
– Comprendo también… ¡Pero no puedo! ¡Ay…!
Y enloquecido de dolor y cada vez más alto:
– ¡No puedo! ¡No puedo! ¡No puedo!
La mujer quedó largo rato aplastada sobre los brazos, inmóvil, muerta. Al fin se incorporó y reanudó muda la marcha.
Lo que la mujer realizó entonces, esa misma mujercita que llevaba ya dieciocho horas de remo en las manos, y que en el fondo de la canoa llevaba a su marido moribundo, es una de esas cosas que no se tornan a hacer en la vida. Tuvo que afrontar en las tinieblas el rápido sur del Teyucuaré, que la lanzó diez veces a los remolinos del canal. Intentó otras
diez veces sujetarse al peñón para doblarlo con la canoa a la rastra, y fracasó. Tornó al rápido, que logró por fin incidir con el ángulo debido, y ya en él se mantuvo sobre su lomo treinta y cinco minutos remando vertiginosamente para no derivar. Remó todo ese tiempo con los ojos escocidos por el sudor que la cegaba, y sin poder soltar un solo instante los remos. Durante esos treinta y cinco minutos tuvo a la vista, a tres metros, el peñón que no podía doblar, ganando apenas centímetros cada cinco minutos, y con la desesperante sensación de batir el aire con los remos, pues el agua huía velozmente.
Con qué fuerzas, que estaban agotadas; con qué increíble tensión de sus últimos nervios vitales pudo sostener aquella lucha de pesadilla, ella menos que nadie podría decirlo. Y sobre todo si se piensa que por único estimulante, la lamentable mujercita no tuvo más que el acompasado alarido de su marido en popa.
El resto del viaje -dos rápidos más en el fondo del golfo y uno final al costear el último cerro, pero sumamente largo- no requirió un esfuerzo superior a aquél. Pero cuando la canoa embicó por fin sobre la arcilla del puerto de Blosset, y la mujer pretendió bajar para asegurar la embarcación, se encontró de repente sin brazos, sin piernas y sin cabeza -nada sentía de sí misma, sino el cerro que se volcaba sobre ella-; y cayó desmayada.
– ¡Así fue, señor! Estuve dos meses en cama, y ya vio cómo me quedó la pierna. ¡Pero el dolor, señor! Si no es por ésta, no hubiera podido contarle el cuento, señor -concluyó poniéndole la mano en el hombro a su mujer.
La mujercita dejó hacer, riendo. Ambos sonreían, por lo demás, tranquilos, limpios y establecidos por fin con un boliche lucrativo, que había sido su ideal.
Y mientras quedábamos de nuevo mirando el río oscuro y tibio que pasaba creciendo, me pregunté qué cantidad de ideal hay en la entraña misma de la acción, cuando prescinde en un todo del móvil que la ha encendido, pues allí, tal cual, desconocido de ellos mismos, estaba el heroísmo a la espalda de los míseros comerciantes.