Brownie Vernon: fuera de la Cooper, nadie ha abierto los ojos al sol con más hermosura en ellos. Su sola sonrisa es una aurora de felicidad. Grace Cunard, ella, guarda en sus ojos más picardía que Alice Lake, lo que es ya bastante decir. Muy inteligente también; demasiado, si se quiere. Se notará que lo que busca el autor es un matrimonio por los ojos. Y de aquí su desasosiego, porque, si bien se mira, una mano más o menos descarnada o un ángulo donde la piel debe ser tensa, pesan menos que la melancolía insondable, que está muriendo de amor, en los ojos de María. Elijo, pues, por esposa, a miss Dorothy Phillips. Es casada, pero no importa.
El momento tiene para mí seria importancia. He vivido treinta y un años pasando por encima de dos noviazgos que a nada me condujeron. Y ahora tengo vivísimo interés en destilar la felicidad -a doble condensador esta vez- y con el fuego debido.
Como plan de campaña he pensado en varios, y todos dependientes de la necesidad de figurar en ellos como hombre de fortuna. ¿Cómo, si no, miss Phillips se sentiría inclinada a aceptar mi mano, sin contar el previo divorcio con su mal esposo?
Tal simulación es fácil, pero no basta. Precisa además revestir mi nombre de una cierta responsabilidad en el orden artístico, que un jefe de sección de ministerio no es común posea. Con esto y la protección del dios que está más allá de las probabilidades lógicas, cambio de estado.
Con cuanto he podido hallar de chic en recortes y una profusión verdaderamente conmovedora de retratos y cuadros de estrellas, he ido a ver a un impresor.
– Hágame -le dije- un número único de esta ilustración. Deseo una cosa extraordinaria como papel, impresión y lujo.
– ¿Y estas observaciones? – me consultó-. ¿Tricromías?
– Desde luego.
– ¿Y aquí?
– Lo que ve.
El hombre hojeó lentamente una por una las páginas y me miró. De esta ilustración no se va a vender un solo ejemplar -me dijo.
– Ya lo sé. Por esto no haga sino uno solo.
– Es que ni éste se va a vender.
– Me quedaré con él. Lo que deseo ahora es saber qué podrá costar. -Estas cosas no se pueden contestar así… Ponga ocho mil pesos, que pueden resultar diez mil.
– Perfectamente; pongamos diez mil como máximo por diez ejemplares. ¿Le conviene?
– A mí, sí; pero a usted creo que no.
– A mí, también. Apróntemelos, pues, con la rapidez que den sus máquinas.
Las máquinas de la casa impresora en cuestión son una maravilla; pero lo que le he pedido es algo para poner a prueba sus máximas virtudes. Véase, si no: una ilustración tipo L'Illustration en su número de Navidad, pero cuatro veces más voluminosa. Jamás, como publicación quincenal, se ha visto nada semejante.
De diez mil pesos, y aun cincuenta mil, yo puedo disponer para la campaña. No más, y de aquí mi aristocrático empeño en un tiraje reducidísimo. Y el impresor tiene a su vez, razón de reírse de mi pretensión de poner en venta tal número.
En lo que se equivoca, sin embargo, porque mi plan es mucho más sencillo. Con ese número en la mano, del cual soy director, me presentaré ante empresarios, accionistas, directores de escena y artistas del cine, como quien dice: en Buenos Aires, capital de Sud América, de las estancias y del entusiasmo por las estrellas, se fabrican estas pequeñeces. Y los yanquis, a mirarse a la cara.
A los compatriotas de aquí que hallen que esta combinación rasa como una tangente a la estafa, les diré que tienen mil veces razón. Y más aún: como el constituirse en editor de tal publicación supone conjuntamente con una devoción muy viva por las bellas actrices, una fortuna también ardiente, la segunda parte de mi plan consiste en pasar por hombre que se ríe de unas decenas de miles de pesos para hacer su gusto. Segunda estafa, como se ve, más rasante que la interior.
Pero los mismos puritanos apreciarán que yo juego mucho para ganar muy poco: dos ojos, por hermosos que sean, no han constituido nunca un valor de bolsa.
Y si al final de mi empresa obtengo esos ojos, y ellos me devuelven en una larga mirada el honor que perdí por conquistarlos, creo que estaré en paz con el mundo, conmigo mismo, y con el impresor de mi revista.
Estoy a bordo. No dejo en tierra sino algunos amigos y unas cuantas ilusiones, la mitad de las cuales se comieron como bombones mis dos novias. Llevo conmigo la licencia por seis meses, y en la valija los diez ejemplares. Además, un buen número de cartas, porque cae de su peso que a mi edad no considero bastante para acercarme a miss Phillips, toda la psicología de que he hecho gala en las anteriores líneas.
¿Qué más? Cierro los ojos y veo, allá lejos, flamear en la noche una bandera estrellada. Allá voy, divina incógnita, estrella divina y vendada como el Amor.
Por fin en Nueva York, desde hace cinco días. He tenido poca suerte, pues una semana antes se ha iniciado la temporada en Los Angeles. El tiempo es magnífico.
– No se queje de la suerte -me ha dicho mientras almorzábamos mi informante, un alto personaje del cinematógrafo-. Tal como comienza el verano, tendrán allá luz como para impresionar a oscuras. Podrá ver a todas las estrellas que parecen preocuparle, y esto en los talleres, lo que será muy halagador para ellas; y a pleno sol, lo que no lo será tanto para usted.
– ¿Por qué?
– Porque las estrellas de día lucen poco. Tienen manchas y arrugas.
– Creo que su esposa, sin embargo -me he atrevido- es…
– Una estrella. También ella tiene esas cosas. Por esto puedo informarle. Y si quiere un consejo sano, se lo voy a dar. Usted, por lo que puedo deducir, tiene fortuna; ¿no es cierto?
– Algo.
– Muy bien. Y lo que es más fácil de ver, tiene un confortante entusiasmo por las actrices. Por lo tanto, o usted se irá a pasear por Europa con una de ellas y será muerto por la vanidad y la insolencia de su estrella, o se casará usted y se irán a su estancia de Buenos Aires, donde entonces será usted quien la mate a ella, a lazo limpio. Es un modo de decir pero expresa la cosa. Yo estoy casado.
– Yo no; pero he hecho algunas reflexiones sobre el matrimonio… -Bien. ¿Y las va a poner en práctica casándose con una estrella? Usted es un hombre joven. En South América todos son jóvenes en este orden. De negocios no entienden la primera parte de un film, pero en cuestiones de faldas van a prisa. He visto a algunos correr muy ligero. Su fortuna, ¿la ganó o la ha heredado?
– La heredé.
– Se conoce. Gástela a gusto.
Y con un cordial y grueso apretón de manos me dejó hasta el día siguiente.
Esto pasaba anteayer. Volví dos veces más, en las cuales amplió mis conocimientos. No he creído deber enterarlo a fondo de mis planes, aunque el hombre podría serme muy útil por el vasto dominio que tiene de la cosa, lo que no le ha impedido, a pesar de todo, casarse con una estrella.
– En el cielo del cine me ha dicho de despedida-, hay estrellas, asteroides y cometas de larga cola y ninguna sustancia dentro. ¡Ojo, amigo… panamericano! ¿También entre ustedes está de moda este film? Cuando vuelva lo llevaré a comer con mi mujer; quedará encantada de tener un nuevo admirador más. ¿Qué cartas lleva para allá?… No, no; rompa eso. Espere un segundo… Esto sí. No tiene más que presentarse y casarse. ¡Ciao!
Al partir el tren me he quedado pensando en dos cosas: que aquí también el ¡ciao! aligera notablemente las despedidas, y que por poco que tropiece con dos o tres tipos como este demonio escéptico y cordial, sentiré el frío del matrimonio.
Esta sensación particularísima la sufren los solteros comprometidos, cuando en la plena, somnolienta y feliz distracción que les proporciona su libertad, recuerdan bruscamente que al mes siguiente se casan. ¡Animo, corazón!
El escalofrío no me abandona, aunque estoy ya en Los Angeles y esta tarde veré a la Phillips.
Mi informante de Nueva York tenía cien veces razón; sin las cartas que él me dio no hubiera podido acercarme ni aun a las espaldas de un director de escena. Entre otros motivos, parece que los astrónomos de mi jaez abundan en Los Angeles, efecto del destello estelar. He visto así allanadas todas las dificultades, y dentro de dos o tres horas asistiré a la filmación de La gran pasión, de la Blue Bird, con la Phillips, Stowell, Chaney y demás, ¡por fin!
He vuelto a tener ricos informes de otro personaje, Tom H. Burns, accionista de todas las empresas, primer recomendado de mi amigo neoyorquino. Ambos pertenecen al mismo tipo rápido y cortante. Estas gentes nada parecen ignorar tanto como la perífrasis.
– Que usted ha tenido suerte -me dijo el nuevo personaje-, se ve con sólo mirarlo. La Universal había proyectado un raid por el Arizona, con el grupo Blue Bird. Buen país aquél. Una víbora de cascabel ha estado a punto de concluir con Chaney el año pasado. Hay más de las que se merece el Arizona. No se fíe, si va allá. ¿Y su ilustración…? ¡Ah!, muy bien. ¿Esto lo hicieron ustedes en la Argentina? Magnífico. Cuando yo tenga la fortuna suya voy a hacer también una zoncera como ésta. Zoncera, en boca de un buen yanqui, ya sabe lo que quiere decir. ¡Ah, ah…! Todas las estrellas. Y algunas repetidas. Demasiado repetidas, es la palabra, para un simple editor. ¿Usted es el editor?
– Sí.
– No tenía la menor duda. ¿Y la Phillips? Hay lo menos ocho retratos suyos.
– Tenemos en la Argentina una estimación muy grande por esta artista.
– ¡Ya lo creo! Esto se ve con sólo mirarle a usted la cara. ¿Le gusta? -Bastante.
– ¿Mucho?
– Locamente.
– Es un buen modo de decir. Hasta luego. Lo espero a las tres en la Universal.
Y se fue. Todo lo que pido es que este sentimiento hacia la Phillips, que, según parece, se me ve en seguida en la cara, no sea visto por ella. Y si lo ve, que lo guarde su corazón y me lo devuelvan sus ojos.
Mientras escribo esto no me conformo del todo con la idea de que ayer vi a Dorothy Phillips, a ella misma, con su cuerpo, su traje y sus ojos. Algo imprevisto me había ocupado la tarde, de modo que apenas pude llegar al taller cuando el grupo Blue Bird se retiraba al centro.
– Ha hecho mal -me dijo mi amigo-. ¿Trae su ilustración? Mejor; así podrá hojeársela a su favorita. Venga con nosotros al bar. ¿Conoce a aquel tipo?
– Sí; Lon Chaney.
– El mismo. Tenía los pliegues de la boca más marcados cuando se acostó con el crótalo. Ahí tiene a su estrella. Acérquese.