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Ili abrazó a Shamas. El niño se iba con su clan y sentía una punzada de pesar al tiempo que alivio. El crío era imposible de disciplinar. Inteligente, sí, pero incapaz de concentrarse en nada que no le interesara. Seguramente no volvería a verle, aunque no era la primera vez que el clan de Téraj marchaba hacia el norte en busca de pastos y con carga para comerciar.
Había oído decir a algunos hombres que a lo mejor en esa ocasión cruzarían hasta la orilla del Tigris para llegar hasta Asur y de allí a Jaran.
Fueran por donde fuesen, el caso es que tardaría mucho tiempo en volver a verles, si es que regresaban todos.
– Recordaré cuanto me has enseñado -prometía Shamas.
Ili no le creyó. Sabía que mucho de cuanto le había enseñado se había perdido en el aire, porque en muchas de las clases Shamas ni siquiera le escuchaba. De manera que le dio una palmada en la espalda y le entregó unos cuantos cálamos de caña y hueso. Era un regalo para un alumno al que nunca olvidaría por los muchos ratos agridulces que le había hecho pasar.
Estaba amaneciendo y el clan de Téraj estaba preparado para iniciar el largo camino hasta la tierra de Canaán.
Más de cincuenta personas se pusieron en marcha junto a sus enseres y animales.
Shamas buscó a Abrán, que iba en cabeza junto a Yadin, su padre, y otros hombres del clan. El niño no consiguió que ninguno le prestara atención. Los hombres aún no se habían puesto de acuerdo sobre la ruta y Téraj, cansado, acabo la discusión indicando que no se separarían del Éufrates, que se acercarían a Babilonia, pasarían por Mari, y de allí a Jaran antes de continuar hasta Canaán.
El niño comprendió que debía dejar pasar algunos días antes de pedir a Abrán que iniciara el relato de la Creación. Primero tendrían que acostumbrarse a la rutina de la marcha, por más que ésta había sido repetida en otras ocasiones. Pero los primeros días siempre surgían fricciones hasta que unos y otros se acomodaban a caminar al paso de ovejas y cabras, y a vivir con el cielo como techo.
Una tarde, mientras las mujeres cogían agua del Éufrates y los hombres contaban el rebaño, Shamas vio a Abrán alejarse por un sendero cercano al río y le siguió.
Abrán caminó un buen trecho, luego se sentó en una piedra alargada y plana junto al río al que distraídamente tiraba los guijarros que encontraba a su alcance en la orilla.
Shamas se dio cuenta de que Abrán meditaba, de manera que no se hizo presente para no importunarle. Esperaría a que regresara al campamento para hablar con él.
Al cabo de un rato escuchó que Abrán le llamaba.
– Ven, siéntate aquí -le dijo al niño indicándole una piedra cercana.
– ¿Sabías dónde estaba?
– Sí, me seguiste desde el campamento, pero sabía que no me importunarías hasta que terminara de pensar.
– ¿Has hablado con Él?
– No, hoy no ha querido hablar conmigo. Le he buscado, pero no he sentido su presencia.
– A lo mejor porque estaba yo cerca -respondió el niño compungido.
– A lo mejor. Pero quizá no tenía nada que decirme.
Shamas se tranquilizó con esta respuesta; encontró natural que Dios no hablara por hablar.
– He traído cálamos, Ili me los regaló.
– ¿Al final os reconciliasteis?
– Procuré ser mejor alumno, pero sé que no cumplí mis deberes como todos esperaban. No es que no quiera saber, claro que quiero, pero…
– ¿Prefieres acompañar al clan?
– ¿Siempre?
– Sí, siempre.
– ¿Puedo aprender todo lo que sabe Ili yendo de un lugar a otro?
– Hay otros lugares donde te pueden enseñar. Ahora ya has dejado a Ili atrás, piensa en otras cosas.
– Sí, por eso te he seguido, quería pedirte que me empezaras a contar como Él hizo el mundo y por qué.
– Lo haré.
– Pero ¿cuándo?
– Podemos empezar mañana.
– ¿Y por qué no ahora?
– Porque está oscureciendo y tu madre estará preocupada sin saber dónde estás.
– Tienes razón, pero mañana, ¿en qué momento?
– Yo te lo diré. Vamos, no nos retrasemos más.
Pero no empezaron al día siguiente, ni al otro, tampoco al otro. Las largas caminatas, el cuidado del ganado, algún que otro incidente con aldeanos de los lugares en donde acampaban, impedían a Abrán encontrar la calma necesaria para explicarle a Shamas por qué Él creó el mundo. Pero el niño no renunciaba a preguntar a Abrán por ese Dios más poderoso que Enlil, Ninurta e incluso que Marduk, de manera que durante el largo camino hacia Jaran, Shamas escuchó contar a Abrán que no había más Dios que Él, que los otros eran sólo de barro.
– Entonces, ¿Marduk no luchó contra Tiamat?
– Tiamat la diosa del caos… -respondía sonriente Abrán-. ¿Tú crees que hay un dios encargado del caos, otro del agua, otro de los cereales, otro de las ovejas, otro de las cabras?
– Eso me enseñó Ili. Verás, Marduk luchó contra Tiamat, y la dividió en dos pedazos, con uno hizo el Cielo, con el otro la Tierra. Y de sus ojos brotaron el Tigris y el Éufrates, y con la sangre del marido de la diosa, el dios Kingu, modeló al hombre. Marduk se lo dijo a Ea: «Voy a amasar sangre y formar huesos. Voy a crear un salvaje, cuyo nombre será "hombre". Voy a crear al ser humano, el hombre, que se encargue del culto de los dioses para que puedan estar a gusto».
Shamas repitió las palabras escuchadas tantas veces a Ili, que instaba a sus alumnos a aprender el Enuma Elish , el poema de la creación del hombre.
Vaya, al parecer si aprendiste algo de lo que te enseñó Ili.
– Sí, pero dime la verdad, ¿Marduk existe?
– No, no existe.
– ¿Sólo existe tu Dios?
– Sólo existe Dios.
– Entonces, ¿todos los hombres están equivocados menos tú?
– Los hombres intentan explicarse lo que pasa y miran al cielo pensando que allí hay un dios para cada cosa. Si miraran dentro de su corazón, hallarían la respuesta.
– ¿Sabes?, yo procuro mirar en mi corazón como tú me dices, pero no encuentro nada.
– Sí, sí que encuentras, has encontrado el camino para llegar a Dios, puesto que preguntas por Él y quieres encontrarle.
– ¿Es verdad que destruiste el taller donde Téraj modelaba figuras de dioses?
– No lo destruí, sólo quise demostrar que eran barro, y que dentro de ese barro no había nada. Mi padre hacía los dioses. ¿Es acaso Téraj un dios?
El niño rió con ganas. No, realmente Téraj no era un dios. El anciano padre de Abrán, de barba poblada, no parecía un dios. Gritaba enfadado cuando los niños no le permitían descansar en las horas en que el sol abrasaba y ordeñaba las cabras al amanecer. Los dioses no ordeñan cabras, se decía Shamas.
Según se acercaban al norte, el tiempo cambiaba imperceptiblemente. Una tarde el cielo se coloreó de gris y luego descargó millones de gotas de agua sobre el campamento de Téraj.
Guarnecidos en las tiendas, los hombres hablaban mientras las mujeres preparaban el alimento del fin de la jornada y los niños jugaban a escaparse de la seguridad de las tiendas de piel. Un anciano anunció que estaban cerca de los pastos de Jaran, y Téraj asintió diciendo que allí descansarían un tiempo, puesto que en esa tierra tenían parientes, y él mismo provenía de allí.
Shamas se alegró. Tenía ganas de asentarse en algún lugar. Decididamente, aquel ir de un lugar a otro no le terminaba de gustar. Incluso echaba de menos la casa de las tablillas donde Ili le enseñaba. Salvo sus conversaciones con Abrán, en el clan nadie parecía especialmente interesado por hablar de nada que no fuera la salud del ganado y las incidencias de la jornada.
Esa noche bajo el manto de lluvia, mientras Téraj explicaba que se quedarían en Jaran, Shamas preguntó a su padre si podría encontrar otra casa de las tablillas donde continuar su aprendizaje.
Yadin se sorprendió al escuchar a su hijo semejante petición.
– Creía que ir a la escuela era para ti un castigo.
– Estaba equivocado, padre, prefiero aprender que andar.
– Así vivimos nosotros, Shamas. No desprecies lo que somos.
– No, padre, no lo desprecio. Me gusta dormir mirando a las estrellas y jugar desde el amanecer. He dado nombre a todas nuestras cabras y ovejas, y aprendido a ordeñar. Pero echo de menos saber.
El padre de Shamas se quedó pensativo. Sabía de la inteligencia de su hijo, y este viaje al norte le había cambiado a ojos vista: de repente añoraba el conocimiento.
Hablaría con Téraj y con Abrán para decidir la suerte del niño.
El clan se asentó fuera de las murallas de Jaran. Téraj volvería a modelar arcilla con la ayuda de sus hijos Abrán y Najor. Sus manos eran capaces de dar forma a un dios, pero también modelaba ladrillos y elaboradas vasijas. No les faltaría, pues, con qué ganarse el sustento, además de poseer los rebaños de ovejas y cabras y un buen número de burros para la carga.
Yadin le pidió a Téraj que buscara el medio de que Shamas pudiera reanudar su aprendizaje.
Una tarde, a la caída del sol, Abrán buscó a Shamas. Le encontró jugando con otros niños, pero en el rostro del pequeño había una nube de tristeza.
– Shamas -le llamó Abrán.
El niño acudió presuroso.
– He pensado que quizá, ahora que hemos llegado, podría contarte la historia del mundo. Podemos cocer la arcilla para hacer las tablillas y, ya que conservas los cálamos, podrías escribir por qué nos hizo Dios. ¿Sabes?, de todo lo que alcanza la vista a ver sólo permanecerá lo que quede escrito.
– ¿Te lo ha dicho Él?
– Lo he sentido dentro de mí. Los hijos de nuestros hijos pueden llegar a dar por ciertas las historias de los dioses porque otros hombres las han dejado escritas para siempre en la arcilla cocida. De manera que para que le conozcan a Él y sepan lo que hizo, nosotros, Shamas, lo contaremos.
– ¿Nosotros?
– Sí, yo te lo contaré y tú lo escribirás; tú mismo lo propusiste antes de que dejáramos Ur.
– Lo haremos -respondió el niño entusiasmado, consciente de su nueva responsabilidad-. ¿Cuándo empezamos?
– Mañana tendrás preparadas unas tablillas para cuando esté a punto de declinar el sol. Entonces nos encontraremos en las palmeras cercanas a nuestras tiendas y allí comenzaré a contarte la historia del mundo.
Shamas corrió hacia su tienda, preocupado. Hacía mucho tiempo que no deslizaba el cálamo sobre la arcilla, ¿se le habría olvidado? Así que pidió a sus padres que le permitieran preparar unas tablillas sobre las que practicar. No quería decepcionar a Abrán, pero sobre todo no quería decepcionarse a sí mismo.