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Un sacerdote de cabello castaño, alto, delgado, nervioso, recorría la basílica de San Pedro sin encontrar un lugar donde arrodillarse a rezar con cierta intimidad y recogimiento. La basílica se le antojaba extraña, un monumento al poder y a la soberbia de los hombres en vez de ser la Casa de Dios. Había pasado dos veces delante de la Piedad de Miguel Ángel, y sólo en las líneas puras del mármol le había parecido entrever un atisbo de espiritualidad.
En realidad llevaba varios días en que no importaba cuánto tiempo rezara, ni cuánta fuera su desesperación: Dios no estaba y le había dejado a solas con su conciencia vagando de un lugar a otro.
Salió de nuevo a la plaza de San Pedro y ni siquiera el sol de septiembre parecía capaz de calentar su alma.
Había fracasado en su búsqueda de Tannenberg. No había llegado a tiempo para hablar con aquella mujer que primero se perdió en un taxi en el tráfico infernal de Roma y luego, cuando él llego al aeropuerto, ya había embarcado rumbo a Ammán.
Estuvo tentado de sacar un billete para el siguiente avión que saliera con destino a la capital jordana, pero una vez allí ¿sería capaz de encontrarla?
Se estaba volviendo loco, loco por la inactividad. No paraba de ir de un lugar a otro, pero sin hacer realmente nada. Su padre le había llamado aquella mañana, pero había pedido que dijeran que no estaba. No se sentía capaz de hablar con nadie y menos con él.
– Gian Maria…
El joven se volvió sobresaltado. La voz rotunda del padre Francesco le había asustado.
– Padre…
– Te vengo observando desde hace un rato; andas como alma en pena, ¿qué sucede?
El padre Francesco llevaba más de treinta años confesando en el Vaticano. Había escuchado y perdonado todas las miserias que los hombres acudían a descargar entre aquellos muros en busca del perdón. Sentía aprecio por el joven sacerdote que hacía unos meses había comenzado a ejercer como confesor en la basílica. Gian Maria derrochaba ilusión y bondad a partes iguales, y le resultaba reconfortante la fe firme del joven.
Al padre Francesco le había preocupado no haberle visto en los últimos días; y cuando indagó le explicaron que el joven no se encontraba bien; al verle ahora, se dio cuenta de que probablemente el mal que padecía estaba en algún lugar del alma.
– Padre Francesco, yo… yo no se lo puedo decir.
– ¿Por qué? Acaso pueda ayudarte.
– No puedo romper el secreto de confesión.
El anciano sacerdote se quedó en silencio. Luego, agarrándole del brazo y sorteando a los turistas, salieron de San Pedro.
– Te invito a un café.
Gian Maria quiso resistirse, pero el padre Francesco no le dio opción.
– El secreto de confesión es sagrado, de manera que por nada del mundo te pediría que lo rompieras, pero acaso pueda ayudarte a encontrar una salida al muchísimo sufrimiento que veo reflejado en tu cara.
Entraron en un café fuera del Vaticano donde a esa hora no había demasiada gente.
El padre Francesco guió hábilmente la conversación por terrenos en los que, sin que Gian Maria quebrantara su secreto, él pudiera hacerse cargo del alcance de la tragedia que sé cernía sobre el joven sacerdote. Después de hablar durante casi una hora, Gian Maria le hizo una pregunta directa.
– Padre Francesco, si usted supiera que alguien va a hacer algo terrible, ¿intentaría evitarlo?
– Desde luego. Los sacerdotes también tenemos la obligación de evitar el mal.
– Pero hacerlo me puede alejar de aquí y aun así no sé si lo conseguiré…
– Pero debes hacerlo.
– No sé por dónde empezar…
– Eres inteligente, Gian Maria, sabes que debes de adoptar una decisión y, una vez que lo hayas hecho, tener muy claro cómo vas a enfrentarte a ese mal que quieres evitar.
– ¿Cree que mi superior me permitirá irme? Ni siquiera sé cuánto tiempo podría tardar en regresar…
– Hablaré con el padre Pio. Es un viejo amigo, estudiamos juntos en el seminario. Le pediré que te dé una dispensa para que puedas marcharte.
– Gracias, padre. ¿De verdad lo hará? Hablando con usted, todo parece más fácil.
– No, seguramente lo que te atormenta no es fácil de abordar, pero al menos puedes intentarlo. Primero debes tranquilizarte, luego pensar…
Media hora más tarde el padre Francesco había vuelto a su confesionario en el Vaticano y Gian Maria paseaba buscando soluciones.
El congreso de arqueólogos había terminado, y era poca a información que había conseguido sobre esa mujer. Nadie parecía saber nada de ella, una desconocida, le dijeron, no es nadie, le insistieron otros. Estaba allí por su marido, un tal Ahmed Huseini. De repente se dio cuenta de que podría encontrarla. Había estado tan ofuscado pensando en ella que no había sido capaz de ver que siempre había sabido dónde estaba.
Se sintió inmensamente estúpido y a la vez feliz. Sí, a pesar de todo feliz. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
Se apoyó en una de las gigantescas columnas de la plaza de San Pedro. Sabía que debía tomar una decisión, que no podía flaquear ni mucho menos volverse atrás.
El marido, le habían dicho, era el jefe del departamento de Excavaciones de Irak. Por tanto, para encontrarla a ella debería ir a Bagdad. El viaje se le antojó como una penitencia. Pero tenía que hacerlo, estaba obligado a ello.
Fue andando hasta una agencia de viajes cercana al Vaticano y allí, tímidamente, solicitó un billete de avión para Bagdad.
No, no había billetes para Bagdad; ir a Irak no era fácil. Además, ¿para qué quería ir a Bagdad? No supo qué responder, e improvisó una mentira sobre la marcha: tenía amigos que trabajaban en una ONG y les iba a echar una mano. Los de la agencia le miraron con menos suspicacia y le prometieron que verían qué se podía hacer.
Dos horas más tarde salió de la agencia con un billete de avión a Ammán. Viajaría hasta la capital jordana, dormiría allí y luego enlazaría con Bagdad y, una vez allí…, que Dios le ayudara.
Se dirigió a su casa y entró con sigilo. No quería hablar con nadie ni dar explicaciones. Esperaría a que el padre Francesco hablara con su superior el padre Pio. En cuanto a su familia, su hermana se inquietaría, estaba seguro, pero no quería despedirse de ella porque le forzaría a hablar y no podía. En ello le iba todo aquello en que creía.
De manera que se encerró en su cuarto y, cuando le avisaron para cenar, se excusó diciendo que no tenía hambre y estaba cansado. No insistieron. En la quietud del cuarto redactó una carta para los suyos explicando que se tomaba unas breves vacaciones porque necesitaba descansar y pensar. Les daría un buen disgusto, pero no podía hacer otra cosa. Ya llamaría para decir que se encontraba bien.
Le despertó la luz del amanecer. No había corrido las cortinas. Cuando abrió los ojos recordó lo que tenía pensado hacer y empezó a llorar en silencio. El día anterior parecía todo tan fácil… Pero a la luz del nuevo día se vio asaltado por un sinfín de dudas. Miró al cielo a través de la ventana y por primera vez se preguntó dónde estaba Dios.
Anochecía cuando el helicóptero aterrizó en una base aérea próxima a Bagdad.
– ¿Está cansado o quiere que cenemos juntos? -preguntó Ahmed.
– Estoy cansado, pero no tengo inconveniente en que cenemos juntos. ¿Me enseñará esta noche las tablillas?
– Creo que es mejor que venga mañana a mi despacho: Allí podrá examinarlas todo el tiempo que quiera.
– De acuerdo, iré mañana a su despacho. ¿Dónde cenamos?
– Si le parece, le recogeré dentro de una hora. A pesar del bloqueo, aún queda algún restaurante donde se puede comer en Bagdad.
Clara no fue al despacho de su marido. Su intuición le decía que entre Ahmed y Picot se había establecido una corriente de simpatía y reconocimiento y que ella podía ser un factor distorsionador. De manera que decidió pasar la mañana de compras con Fátima por las callejuelas del bazar. Las dos mujeres iban protegidas por cuatro hombres armados que no las perdían de vista.
Fátima regañaba a Clara por su tozudez al negarse a tener hijos.
– Tu marido te dejará con el tiempo, o traerá otra mujer a la casa para que le dé hijos.
– El mundo ha cambiado, Fátima, los hombres quieren otras cosas, no sólo hijos, y yo estoy muy cerca de tocar un sueño con las manos. Ahora no puedo quedarme embarazada, no podría excavar.
– Llevas años diciéndome lo mismo, nunca encuentras el momento oportuno para ser madre. Hija, los hombres son hombres, no los creas diferentes porque unos han estudiado y otros no, o porque viven en otros países con otras costumbres. La sangre pide sangre, ya sea para dar vida o para la venganza y la muerte, pero la llamada de la sangre todos la sentimos aquí.
Fátima se señaló el vientre ante la mirada divertida de Clara.
– Sí, hija, ya sé que piensas que soy una vieja y que no sé nada de otros mundos, de esos sitios por donde has estado, pero no los creas diferentes. Además, tu marido es iraquí.
– Ahmed es distinto, él no se ha educado aquí.
– Pero es iraquí y tú también lo eres. No importa de dónde vengan tu abuelo y tu padre. Tú has nacido aquí, aunque tu abuela y tu madre sean egipcias.
Cerca del mediodía Clara se dirigió al Ministerio de Cultura mientras Fátima, cargada de bolsas con la compra, regresaba a la Casa Amarilla.
Ahmed y Picot estaban a punto de marcharse cuando Clara llegó al despacho de su marido.
– ¡Vaya, os ibais sin esperarme!
– No, te íbamos a llamar para que fueras directamente al restaurante -le aclaró Ahmed.
Clara no se atrevía a preguntar al profesor Picot qué había decidido. Era incapaz de adivinar la decisión del francés a partir de la conversación entre ambos hombres, de manera que esperó pacientemente a que les empezaran a servir en el restaurante:
– Éste es el mejor humus de Oriente -declaró Ahmed dirigiéndose a Picot.
– Sí, sí está bueno -asintió éste.
Los dos hombres siguieron hablando de las bondades del humus, sin referirse en ningún momento ni a las tablillas ni a la decisión de Picot.
– ¿Qué le han parecido las tablillas, profesor?
La pregunta de Clara, directa y sin preámbulos, no le pilló desprevenido; en realidad, la estaba esperando.
– Extraordinarias. Quizá no sea descabellado establecer una relación entre el Abraham de la Biblia y ese escriba llamado Shamas. Sería un descubrimiento con un importante alcance científico y religioso. Realmente merece la pena arriesgarse.