– Perdóname, Dagda -dijo Dulac casi sin aliento-. Sé que he venido tarde, pero…

– Ahórrate tus disculpas y más vale que me ayudes -le cortó Dagda-. Rápido, ponte tus mejores ropas y sirve un buen vino al rey y a su visitante.

El muchacho se quedó un momento sin saber qué hacer. Llevaba sus mejores ropas… que, por otro lado, eran las únicas que tenía. Hasta hacía dos años aquel tosco atuendo había pertenecido al hijo mayor de Tander, pero cuando se le quedó pequeño, el posadero había regalado los harapos, tan generoso como de costumbre, a su pupilo Dulac.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Dagda-. ¿Te has dormido? Coge el vino, rápido. Arturo no anda de muy buen humor. Creo que su visitante no le ha traído buenas noticias.

Dulac hizo lo que se le decía y se guardó muy mucho de protestar. Aquellas palabras sonaban a fuerte reprimenda dado el habitual buen carácter de Dagda. Había algo que no funcionaba. Dagda era una de las pocas personas de Camelot que se llevaba bien con él; tal vez incluso el único amigo verdadero que tenía. Pero también de aquello tendría que preocuparse después. Ahora era preciso correr al salón del trono. Dagda tenía razón: Arturo no estaba de buen humor cuando le despertaban tan temprano.

Lobo quiso seguirlo, pero Dulac se lo impidió con una orden tajante. A Arturo no le gustaban los animales, y menos los perros. Vacilando bajo el peso de una bandeja repleta de viandas, abandonó la cocina y se puso en camino hacia el salón del trono.

Gracias a Dios el castillo de Camelot no era demasiado grande. Muchos de los viajeros que acudían por primera vez se extrañaban, e incluso se decepcionaban, cuando veían el legendario castillo del rey Arturo y de sus caballeros, porque Camelot constaba de no mucho más que las habitaciones privadas del rey y de su séquito, una colindante torre vigía de treinta metros de altura y una muralla de gruesos muros que rodeaba el retinto. Sus paredes tampoco habían sido construidas con oro, como decía la leyenda, sino con basta piedra arenisca, que más bien tenía el color del estiércol de gallina… por lo menos si se hacía caso de las palabras de Dagda.

Pero era un castillo, y aunque sus habitantes a menudo fueran sin afeitar, olieran casi siempre mal y acostumbraran a beber más de la cuenta, seguían siendo caballeros; y el mayor deseo de Dulac era convertirse un día en uno de ellos y ganarse un puesto en la Tabla de Arturo. Algún día, lo sabía, llevaría él también una armadura y recorrería el mundo para luchar contra paganos y demonios, y asegurar la paz en su tierra.

Respirando entrecortadamente, llegó al primer piso, en donde se encontraba el salón del trono. Sus pasos se hicieron más pausados a medida que se acercaba a la sala. Las voces excitadas de Arturo, Gawain y otros caballeros de la Tabla alcanzaron su oído, pero también la de un forastero, que hablaba en un dialecto difícil de entender y con un tono nada amistoso. Dulac caminó más despacio todavía y con los dedos de la mano izquierda se compuso el cabello antes de penetrar en la sala.

En aquel momento había muy pocos caballeros en el recinto. Aparte de Arturo y Gawain, cuyas voces ya había oído desde el pasillo, sólo estaban sentados tres hombres más en la gigantesca mesa, que, sin embargo, podía llegar a tener capacidad para sesenta comensales. Se trataba de dos caballeros de la Tabla y un extranjero alto, de cabello oscuro, ataviado con una lujosa armadura y una capa granate. Tenía la cara ancha, la barba dura; y unos ojos fríos que se posaron brevemente en Dulac cuando éste entró en la sala. Luego se giró hacia Arturo de nuevo.

– Como os estaba diciendo, amigo mío -dijo Arturo mientras hacía una señal a Dulac con gesto autoritario-, resulta absolutamente imposible. La ley me lo prohibe.

El rostro del hombre se ensombreció todavía más.

– ¿La ley?

– La ley de la Tabla, querido Mordred -dijo Gawain en lugar de Arturo-. Por lo que parece, vos no habéis oído hablar de ella, pero está en vigor en todo nuestro territorio.

Mordred iba a rebatirle, pero Dulac ya se había aproximado a la mesa y Arturo se le adelantó:

– Bebed un sorbo de vino -dijo-. La fama del vino de Camelot es grande y con su aroma en la garganta se conversa mucho mejor.

La expresión de Mordred se endureció un poco más y Dulac bajó rápidamente la vista y comenzó a escanciar el vino. Arturo tomó la primera copa, sus manos temblaban levemente. La noche anterior Dulac le había estado sirviendo vino a él y a otros caballeros hasta más allá de medianoche, cuando Dagda lo mandó por fin a su casa. Los ojos de Arturo estaban subrayados por unas oscuras ojeras y su tez mostraba un tono ceniciento. Tampoco Gawain y los otros tenían mejor aspecto.

– ¡La ley! ¡Permitidme que me ría! -se acaloró Mordred mientras hacía un gesto de rechazo a Dulac cuando éste iba a servir su copa-. ¡Una ley que vos mismo habéis promulgado!

– Y por eso tiene validez también para mí -le aclaró Arturo y bebió un trago-. Lo siento mucho, noble Mordred, pero ni vos ni vuestros acompañantes podréis traspasar las fronteras de Camelot.

– Oh, claro, claro que podremos, rey Arturo -respondió Mordred adoptando un tono ofensivo al llegar a la palabra «rey».

– Pero yo no puedo permitirlo -dijo Arturo con tranquilidad.

Dulac no estuvo muy seguro de si había ignorado el tono peyorativo de Mordred, o si, sencillamente, todavía no estaba lo suficientemente despierto para tomarlo en cuenta. Con excepción de Mordred había ya servido todas las copas y, por tanto, no le quedaba más que hacer allí. Pero no abandono la sala, sino que se retiró unos cuantos pasos y permaneció con la mirada baja y los oídos atentos.

– ¿Por qué nos negáis el derecho a pasar, Arturo? -quiso saber Mordred-. No estamos en guerra con vosotros. No os demandaremos ni alimentos ni tejado. ¡Rodear las fronteras de vuestro reino nos llevará tres semanas! Ese tiempo lo aprovecharán nuestros enemigos para prepararnos una emboscada. ¡Si nos cerráis el camino, estáis mandando a la muerte a cientos de nuestros soldados!

– Es vuestra guerra, no la nuestra, Mordred -respondió Gawain-. Si os dejásemos pasar, tendríais la oportunidad de llevar a la muerte a numerosos soldados del ejército de Cunningham.

– Vos…

– Nuestra ley nos impide interferir en el destino de nuestros vecinos, Mordred -le interrumpió Arturo-. A no ser que nos pidan ayuda.

– Vuestra ley, ¡No me hagáis reír! -dijo Mordred con hostilidad-. ¡Una ley que habéis establecido vos! ¡Sois el rey de este país! Podéis cambiar la ley cuando se os antoje.

– Por supuesto que no -respondió Arturo y bebió un nuevo sorbo de vino-. Mirad a vuestro alrededor: ¿veis esta mesa?

Mordred estaba irritado, a pesar de eso sus ojos vagaron por la mesa, en la que había quince sillas a cada lado. Encogió los hombros.

– ¿Y?

– ¿Imagino que habéis oído hablar de la Tabla Redonda del rey Arturo? -preguntó el rey-. Bueno, ésta es. En esta sala no hay ningún trono, a pesar de que es el salón del trono. En esta mesa todas las sillas son iguales, porque todos nosotros somos iguales. Cuando me siento aquí, no soy el rey, sino un igual entre iguales. Si incumplo una ley sólo porque soy el rey, ¿cómo podría demandar a cualquiera de mis súbditos que la acatara?

– ¡Palabrería! -dijo Mordred con desdén-. Ya me avisaron de que intentaríais embrollarme con las palabras -se levantó-. Bueno. Lo he intentado, he cumplido las reglas. Pero hay otras maneras. Cruzaremos vuestras tierras, Arturo, con o sin vuestro permiso. Mientras no intentéis retenernos, no sucederá nada. Si lo hacéis, hablarán nuestras armas.

– ¡Mordred, os lo suplico! -dijo Gawain conciliador-. Este es un lugar de paz. ¿Realmente habéis venido hasta aquí para amenazarnos? No puedo creerlo.

Dulac sí estuvo dispuesto a creerlo cuando levantó la mirada y vio el rostro de Mordred. El guerrero permanecía de pie con la mano derecha sobre la espada de su cincho. Sus ojos brillaban desafiantes.

– No amenazo. Sólo digo lo que va a ocurrir. En una semana nuestro ejército cruzará las fronteras del norte. No pensamos acercarnos ni a la ciudad ni al castillo. Pero si nos obligáis, lucharemos para liberar nuestro camino.

Sin una palabra de despedida, se dio la vuelta y salió de la estancia. Dulac tuvo la certeza de que habría dado un portazo si la puerta no hubiera sido tan pesada.

Gawain esperó a que hubiera desaparecido, luego suspiró y se giró con cara preocupada hacia Arturo.

– Podríamos tomarlo casi como una declaración de guerra.

– Ves las cosas demasiado negras -contestó Arturo. Bebió un sorbo y apuró la copa de un segundo trago, luego alargó la copa en la dirección de Dulac-. Más vino, chico. Y en lo que se refiere al tal Mordred, no es el primero que llega aquí y cree que puede impresionarnos con su ejército, con su reino o sólo con su osadía. ¿Quién es, al fin y al cabo?

Dulac llenó la copa y Perceval respondió:

– Nadie sabe a ciencia cierta quién es. Pero yo os puedo decir lo que es: desde hace un año sirve a Denold, el rey de los pictos.

– Y los pictos están en guerra con Cunningham -añadió Gawain con tono preocupado.

– Esa lucha no nos atañe -dijo Arturo-. No vamos a inmiscuirnos.

– Me temo que no es tan sencillo -suspiró Perceval-. Si es cierto lo que he oído, Mordred marcha con un ejército de quinientos hombres contra Cunningham. Y su camino le traerá a Camelot en menos de un día a caballo -se rió levemente, pero su risa no sonó demasiado divertida-. Me temo que las circunstancias sí nos obligarán a inmiscuirnos, eso es lo que hay.

– Eso sin contar con que Cunningham es nuestro amigo -dijo Gawain-. Si nos pide ayuda, debemos ofrecérsela -suspiró con rotundidad-. Habrá guerra.

– ¿Guerra? -Arturo rió, se levantó y golpeó con la rodilla el canto de la mesa con tanto ímpetu que el dolor le hizo tirar la copa y a punto estuvo de derribarle al suelo. Dulac saltó hacia delante intentando agarrar el recipiente, pero sólo consiguió rozarlo y éste se hizo añicos en el suelo-. ¿Guerra? -repitió Arturo impresionado-. No hemos llegado tan lejos -apoyó la mano izquierda sobre la mesa, cojeó unos cuantos pasos con expresión de dolor y sacudió la cabeza-. No, todavía no hemos llegado tan lejos. Chico… limpia esa porquería. Y luego vete y dile a Dagda que tengo que hablar con él.

– ¿Guerra? -Dagda sacó el cazo lleno del caldero, probó la sopa caliente y su cara adoptó una expresión de repugnancia-. ¿Guerra? -dijo de nuevo-. Ese cabeza de chorlito lleva diez años sin pelear. Y cuando lo hacía…


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