Sin embargo, Dulac no quería quejarse. Era una vida dura, pero mejor que el destino de muchos otros que conocía, incluso en la ciudad, y, además, no iba a durar siempre. Un día -y algo le decía que ese día no estaba ya muy lejos- se quitaría esa vida de encima como si fuera un vestido viejo y se le revelaría su verdadero destino.

Tal vez descubriría incluso quiénes habían sido sus verdaderos padres, aunque no estaba muy seguro de querer conocerlos. Tenía tan pocos recuerdos de ellos como de su vida antes del día en que Arturo y sus caballeros lo habían encontrado. Pero sospechaba que su comportamiento no había sido el que se espera de unos padres. Dejar a su pequeño al arbitrio del destino, o de cualquier desconocido que pasase por allí… En realidad, tenían que haber sido realmente crueles porque, aparte de los harapos que llevaba aquel día, lo único que le habían legado eran dos finas y profundas cicatrices en las orejas, como si le hubieran cortado la punta o se la hubieran quemado con un hierro candente. ¿Qué padres harían eso con su hijo?

Dulac estaba tan ensimismado en sus pensamientos que se dio cuenta demasiado tarde de que había cometido un error. Había elegido el camino más corto para regresar a casa, en lugar de alejarse en otra dirección y emplear la tarde libre en el bosque cercano o con alguno de sus pocos amigos, y ya era inútil dar la vuelta, porque en ese mismo momento se abrió la puerta de la posada y apareció Tander.

Dulac se quedó quieto y Tander parpadeó realmente asombrado de verlo a esa hora tan temprana. Pero enseguida se recobró de la sorpresa. Antes de que Dulac pudiera idear una buena excusa para salir corriendo, adoptó la acostumbrada expresión avinagrada de su rostro y le hizo señas con la mano.

– Ya era hora de que vinieras -refunfuñó-. ¿Qué haces ahí parado papando moscas? ¿Te crees que el trabajo se hace solo? -inclinó la cabeza y sus ojos se estrecharon-. ¿Qué haces aquí? ¿No será que te han despedido por ser un gandul?

– Dagda me ha dado la tarde libre -respondió Dulac haciendo hincapié en el «me», pero Tander pareció ignorarlo.

– Seguramente no puede soportar tu vagancia -gruñó-. No me vengas un día diciendo que has perdido tu trabajo. No puedo tener aquí a alguien que no aporte su parte. Si pierdes tu puesto, te echo de aquí, tenga o no el rey su mano protectora sobre ti. Y ahora, ¡a la cocina! Tenemos huéspedes que pagan por su alojamiento y su comida. No como otros…

Dulac no respondió, por si acaso. ¿Qué podría decir? Fuera lo que fuera, Tander lo utilizaría como excusa para una nueva andanada de insultos. Iba a marcharse cuando percibió un movimiento en la casa, justo detrás del posadero. Una dama delgada y de pelo negro había aparecido detrás del hombre. Estaba demasiado sumergida en la sombra del zaguán para que Dulac la viera con precisión, pero intuyó que unos atentos ojos oscuros lo examinaban con curiosidad, y sintió que era muy hermosa.

Tander volvió la cabeza y se mostró ligeramente turbado cuando vio quién estaba allí. Miró a Dulac con precipitación y le gritó sin más contemplaciones:

– ¡Vete de una vez! ¿Qué haces ahí todavía? -empleó un tono mucho más reposado para dirigirse a la figura de atrás-: Por favor, perdonad la insolencia del muchacho. Yo me encargaré de azotarle.

– ¡No! -dijo ella. Parecía un poco asustada. Con un paso rápido salió hacia la luz.

Su presencia dejó a Dulac sin respiración.

De lo primero que se percató fue de que se había equivocado de medio a medio en cuanto a su edad. No era una dama, tan sólo una doncella que, como mucho sería de su edad, probablemente más pequeña. A pesar de ello, nunca había visto un rostro tan hermoso. Tenía el pelo negro, rizado, que le caía suelto sobre los hombros. Los ojos eran del mismo color y parecieron penetrar en él hasta su misma alma.

– No quiero que sea castigado -añadió la joven.

– Pero os ha mirado, señora -dijo Tander.

– Más bien, me ha admirado, diría yo -respondió ella-. Qué mujer no se enorgullecería de sentirse admirada por un muchacho guapo, aunque la mayoría no lo acepte. ¿Cómo te llamas?

– Du… lac -tartamudeó el joven, sin poder creer que aquella aparición feérica le dirigiera la palabra.

– ¿Dulac? Un nombre poco corriente… pero me gusta. De algún modo encaja contigo. ¿He oído bien? ¿Trabajas en el castillo de Camelot?

Dulac asintió. No conseguía emitir ni una palabra.

– Eso es un poco exagerado, noble Ginebra -Tander se dio mucha prisa en corregirla-. Sólo es mozo de cocina. Aparte de la despensa y el foso, no ha visto mucho más de Camelot -a medida que hablaba se inclinaba más y más, lo que no le impidió echar una mirada a Dulac que dejó bien a las claras que todavía pensaba en el castigo-. No creáis todo lo que dice. Es un niño y a los niños les gusta fanfarronear.

– Debe de tener la misma edad que yo, por lo menos -respondió Ginebra burlona. Tander se inclinó nuevamente-. Y con todo lo que ha visto de Camelot, sabe más del castillo del rey Arturo que yo -y dirigiéndose al propio Dulac, dijo-: ¿Has visto al rey alguna vez?

– Le sirvo diariamente su comida -respondió Dulac impulsivo. Los ojos de Tander mostraron instinto asesino, pero Ginebra pareció entusiasmada.

– ¡Tienes que contármelo! -dijo nerviosa-. Hace tanto tiempo que deseo ver al famoso rey Arturo y a sus caballeros de la Tabla Redonda, ¡y tú pasas cada día un rato a su lado!

– Disculpad, noble Ginebra -dijo Tander-, pero al chico lo necesitan en la cocina. Y él no es compañía adecuada para vos. Un inútil vagabundo, que sólo por lástima dejo vivir bajo mi propio techo.

Por un instante los ojos de Ginebra mostraron ira. No estaba acostumbrada a que la contradijeran. Y Dulac estuvo casi seguro de que con unas pocas palabras iba a poner a Tander en su lugar. Pero entonces la joven observó a Dulac de nuevo y una expresión amable regresó a sus ojos.

– Seguramente tienes razón… en lo que se refiere al trabajo -dijo-. No quiero que tenga complicaciones. Pero me alegraría de que fuera él quien nos sirviera la cena a mi esposo y a mí. ¿Podría ser, posadero?

¿Esposo?, pensó Dulac incrédulo. ¿Había dicho esposo?

– Por supuesto, señora -acató Tander-. Él estará a vuestro servicio todo el tiempo que deseéis.

– Perfecto -respondió Ginebra-. Entonces hasta después, Dulac. Ah, una última cosa -señaló a Lobo-. Trae tu perro contigo. Es encantador.

Se recogió levemente la falda, se dio la vuelta y desapareció en la casa. Tander esperó a que no pudiera oírle, luego se giró de golpe hacia Dulac y lo miró lleno de odio.

– ¿Qué esperas echándole miraditas? -susurró para no ser oído-. ¿Quieres que caiga la desgracia sobre nosotros?

– Pero si yo no…

– ¿Sabes quién es? -le interrumpió Tander.

– ¿Ginebra?

– ¡Lady Ginebra! -corrigió Tander-. ¡Es la mujer del rey Uther, desgraciado! ¡Sólo con que la miraras, podría costamos a todos la cabeza! ¿Eso es lo que quieres? ¿Ese es el agradecimiento que me profesas por haberte acogido y ofrecido techo, comida y bebida?

Dulac no había oído hablar jamás del rey Uther, pero no lo dijo.

– ¿Su mujer? -murmuró incrédulo-. Pero… debe de tener los mismos años que yo.

– Hay reyes que son más jóvenes que tú -le aseguró Tander mientras comenzaba a frotarse las manos tan desesperado como si acabara de ver al verdugo-. Ahora ya sabes quién es. Compórtate como corresponde. Como sigas mirándola a los ojos en presencia de Uther, nos cuelgan a todos. No podrá ayudarnos ni tu amigo Dagda. Y no se hable más, ¡A la cocina! Lávate antes de servir las viandas. Y dile a Wander que te preste sus mejores ropas, no vayas a avergonzarnos delante de tan altas personalidades.

Dulac se había ido a la cocina, como le había ordenado Tander, y después se había dedicado a cortar leña, bajar al sótano a buscar provisiones y sacar agua del pozo. Empleó casi una hora en disponer la mejor vajilla de plata de la alacena, y lavar y pulir todas sus piezas con agua y arena, hasta que parecieron recién bruñidas y pudo ver su reflejo en ellas; finalmente, ayudó en la preparación de los distintos manjares y en la elección del vino que Tander quería ofrecer a tan nobles comensales.

A pesar de ello, el día parecía no tener fin. Cuando Tander entró en la cocina y le indicó que fuera a lavarse y ponerse la ropa limpia, tuvo la sensación de que había transcurrido una semana entera.

Wander, el hijo mayor de Tander, no se sintió muy entusiasmado ante la idea de tener que prestarle su mejor traje, pero su padre acalló su tímida protesta de la manera habitual: le pegó una sonora bofetada que hizo brotar lágrimas de ira en Wander y el chico acabó saliendo de la casa dando un portazo. Por un momento, Dulac sintió alegría ante el mal ajeno, pero enseguida se tornó preocupación. Estaba claro que Wander iba a vengarse antes o después. Dulac no le caía bien y siempre aprovechaba cualquier oportunidad para humillarle o hacerle daño. En cuanto Ginebra y Uther partieran, las cosas irían todavía mucho peor.

Pero nada iba a enturbiar su felicidad por volver a ver a Lady Ginebra. Se aseó a conciencia, se vistió con la ropa que le había dado Wander y bajó a la cocina.

Había oscurecido. En el comedor vecino sonaba la música, se oían voces amortiguadas y, de vez en cuando, una risa cantarina, que provocaba en el corazón de Dulac saltos de placer. Era la voz de Ginebra. Aunque sólo la había escuchado una vez, la reconocería entre otras mil.

– ¡Lleva vino a nuestros huéspedes! -le ordenó Tander, mostrando de nuevo un nerviosismo que ya había estado a punto de hacerle volcar la jarra de plata cuando supervisó la bandeja-. Lady Ginebra acaba de preguntar por ti. Ni se te ocurra mirarla a los ojos. ¡Si lo haces, te fustigaré con el látigo!

Dulac asintió, tomó la bandeja con ambas manos y entró en el comedor.

La gran sala, por lo común bastante sucia, estaba por completo transformada. Las estrechas ventanas se habían cubierto con lienzos para no incomodar a unos huéspedes de tan alta condición con la visión de la pobre ciudad y, sobre todo, para protegerlos de las miradas de curiosidad de fuera. Tander había comentado que aquella noche la taberna estaba cerrada para cualquier otro cliente; a pesar de eso, allí había otras personas además de Ginebra y su esposo. A ambos lados de la mesa, dos criados con ricas vestiduras estaban al tanto para que ningún deseo de sus amos quedara sin atender, y dos soldados hacían guardia algo más alejados.


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