Colocó la silla frente a la mesa y, de paso, examinó el libro que Dagda había estado leyendo. No había nada raro en él. Era un libro más entre los muchos que poseía. Valioso, pero no mágico.

Y a pesar de eso… Había habido algo más. Por muy breve que hubiera sido aquel momento, había visto algo, algo que había salido del portal para ir hacia el otro mundo; más que verlo lo había sentido.

– No te quedes ahí parado, Dulac -dijo Dagda de pronto-. Sírvele a tu amiga un vaso de zumo de uvas. ¿Te gusta el zumo de uvas, Gisela?

– Sí, señor -respondió Ginebra enseguida.

– Perfecto -dijo Dagda-. Tenía miedo de no poderte agasajar como es debido. Pudiera ser que estuvieras acostumbrada a mejores caldos.

Ginebra intercambió una rápida mirada con Dulac antes de responder:

– Cómo se os ocurre, señor…

– Tu vestido -dijo Dagda-. Es tan lujoso que podría ser el de una reina.

– Ah, eso -dijo ella-. Yo también lo encuentro exagerado. Pero mi madre dice que tengo que llevarlo por lo menos los primeros días. Para dar buena impresión.

– ¿Tu madre?

– Sí, es modista, señor -dijo Ginebra-. Ella cose vestidos como éste.

– Asombroso -Dagda movió la cabeza y se rió en voz baja-. Bueno, sí; no se te puede negar que tienes el don de la palabra. Dulac, ¿viene ese zumo?

Dulac se dio la vuelta y corrió a buscar la bebida. Cuando regresó, Dagda se había sentado de nuevo frente a su escritorio. Ginebra estaba junto a él y hojeaba el libro. Dulac sintió una leve punzada de celos. A él Dagda nunca le había permitido hacer aquello.

– Así que sois nuevos en la ciudad -dijo Dagda mientras Dulac ponía dos vasos sobre la mesa y los llenaba con el líquido rojo de una jarra.

– Sí, efectivamente -afirmó Ginebra-. Antes vivíamos en el campo, pero mis padres pensaron que aquí podrían hacer mejores negocios.

– Es curioso -Dagda tomó un vaso, se lo pasó a Ginebra, y cogió el otro, de tal manera que Dulac se quedó sin ninguno-. A veces me da la impresión de que aquí el tiempo no se mueve y, de pronto, pasan muchas cosas juntas. Tú y tu familia, ya sois los segundos que habéis llegado a Camelot en poco tiempo.

– ¿Sí? -preguntó Dulac nervioso.

– Sí. Hoy mismo ha llegado a mis oídos que el rey Uther y su mujer estaban en la ciudad. ¿No has oído hablar de la bella Ginebra? Es raro, viviendo como viven en la posada de Tander.

– Puede… puede ser -tartamudeó Dulac-. He pasado todo el día en el granero y luego Tander me ha mandado cortar leña, hasta que se ha hecho de noche.

– Pues te has perdido algo grande -dijo Dagda-. Dicen que la reina Ginebra todavía es muy joven, pero que se ha convertido en la mujer más hermosa de toda Inglaterra. Personalmente creía que exageraban -volvió la cabeza lentamente, miró a Ginebra con atención y añadió-: Pero sin duda lo será en pocos años.

– No… no entiendo… -murmuró Ginebra.

– ¡Por favor, niña! -dijo Dagda sonriendo-. ¿De verdad creías que no te iba a reconocer? Te senté sobre mis piernas cuando no tenías ni un año.

– ¿A mí? -Ginebra abrió más los ojos.

– Fui a menudo al castillo de tu padre -confirmó Dagda-. ¿No te lo contó nunca?

– No -dijo Ginebra-. Y Uther tampoco.

– Uther, sí -suspiró Dagda-. El viejo Uther. Es un hombre recto, pero no ha sido muy listo viniendo hasta aquí. No en tiempos como éstos.

– ¿No se lo diréis a Arturo? -preguntó Ginebra atemorizada.

– ¿Qué te crees? -respondió el anciano. Sonaba algo ofendido-. Lo que hay entre Uther y él es cosa suya. No me mezclo -se giró en la silla-. Ha sido inteligente por tu parte no llevarla ante Arturo. La habría reconocido sin duda y eso no habría traído más que complicaciones. En este momento tiene otros intereses.

– Mordred -supuso Dulac.

Dagda asintió con la cabeza.

– El hombre que atacó el castillo de Uther y os expulsó de vuestra patria, sí -afirmó Dagda mirando a Ginebra-. Ha estado aquí. Pero no te preocupes. Arturo y sus caballeros lo mantendrán a raya.

Ginebra no pareció muy convencida. De todas formas, no continuó con ese tema, sino que señaló la pared de enfrente.

– Eso que habéis hecho… ¿Era Avalon?

– Sólo ha sido un truco -respondió Dagda-. Un juego de manos para engañar los sentidos, una ilusión para la vista.

– Pero parecía real.

– Esa es la esencia del truco -explicó Dagda-. Y tú quieres volver a adularme, me parece a mí. No ha sido bueno. Antes, yo era muy bueno haciendo ese tipo de cosas, pero me he hecho viejo y estoy entumecido.

– Me ha parecido muy convincente -aseguró Ginebra-. Pero, ¿era Avalon? ¿Tengo razón?

– Tal vez -contestó Dagda.

– ¿Tal vez?

– Tal vez -dijo Dagda de nuevo-. Nunca he estado allí. Ningún mortal ha pisado el suelo de Avalon. Nadie sabe cómo es. O si existe realmente.

– ¡Todo el mundo sabe que Avalon existe! -protestó Ginebra.

– Que todo el mundo crea saber algo no provoca que eso sea real -contestó Dagda con una sonrisa-. Este castillo, por ejemplo. Todo el mundo cree que sus murallas son de oro y, a pesar de eso, no es cierto.

– ¿Y la magia? -preguntó Ginebra-. ¿Tampoco existe realmente?

– Una pregunta inteligente -respondió Dagda-. La respuesta es sí y no.

– ¿Sí y no?

– Todo depende del punto de vista -dijo Dagda-. Lo que a uno le parece totalmente normal, otro lo ve como mágico, y viceversa.

– ¿Eso lo decís vos? -se asombró Ginebra-. ¿Un mago?

– Yo no soy un mago -dijo Dagda de nuevo-. Sé hacer unos cuantos trucos, eso es todo; ni siquiera los domino.

– Lo que acabo de ver era bueno.

Dagda encogió los hombros.

– Tal vez sea este sitio -dijo-. Creo que si hay algo parecido a la magia es porque está ligada a un determinado lugar. En el mundo hay lugares mágicos. O, por lo menos, lugares en donde reinan fuerzas que se nos escapan.

– Y Camelot es un lugar de esos.

– No Camelot -Dagda hizo un gesto con la mano libre-. Estos muros son mucho más viejos que los que forman las torres y las paredes de Camelot. El castillo se construyó sobre las ruinas de una fortaleza mucho más antigua. Y antes de esa fortaleza había aquí un templo al que acudían las personas para adorar a sus dioses y ofrecerles sacrificios, y antes otro más, y otro y otro. Y cuando dentro de muchos años Camelot caiga y se convierta en polvo y el nombre del rey Arturo sea olvidado para siempre, aquí se erigirá otro lugar sagrado. Las personas sienten que un lugar es especial.

Dulac escuchaba fascinado. En todos los años que llevaba junto a Dagda, jamás había averiguado tanto sobre la historia de Camelot como en los últimos cinco minutos. Y ni siquiera se lo había relatado Dagda.

– Ahora tenéis que marcharos -dijo Dagda de repente-. Es tarde. Uther se va a preocupar y Arturo podría aparecer. No puede verte.

– Tenéis razón -dijo Ginebra con tristeza-. Lástima. Me habría gustado hablar con vos un poco más.

– Quizá volvamos a vernos -dijo Dagda.

– Imposible -respondió Ginebra-. Uther y yo nos marchamos mañana temprano.

– No -dijo Dagda-. No os iréis -ignoró la mirada desconcertada de Ginebra, se levantó y se dirigió a Dulac.

– Llévala de regreso -dijo- y luego vete a la cama. Te necesito mañana muy temprano. Arturo ha ordenado que todos los caballeros se encuentren en la orilla del río al alba, para ejercitarse con las armas.

Hizo lo que Dagda le había demandado. Llevó a Ginebra por el camino más corto hasta la posada y se despidió de ella de la forma más rápida posible para no sufrir. La observación de Dagda le había dado esperanzas de que tal vez algún día volvería a verla, pero aun así no había ninguna posibilidad de que pudieran ser algo más que amigos. Aunque Uther -según las mismas palabras de su esposa- fuera sólo un rey de los poco importantes, él era un minúsculo mozo de cocina e, incluso, eso sólo el tiempo que Arturo mantuviera su mano protectora sobre él. Entre Ginebra y él se abría un abismo que ningún puente podría cruzar.

Dulac había regresado al granero y se había tumbado sobre la paja, pero le costó mucho conciliar el sueño aquella noche. Habían ocurrido demasiadas cosas para un solo día y, además, no podía dejar de pensar en Ginebra. A Dulac nunca le habían interesado las chicas (bueno, la realidad era que las chicas de Camelot jamás se habían interesado por él), pero Ginebra no se le iba de la cabeza. Cuando cerraba los ojos, veía su bello rostro y en el silencio de la noche le parecía oír la tonalidad de su voz y su risa cantarina. La misma paja sobre la que estaba echado olía al aroma de sus cabellos.

Mucho después de medianoche cayó en un sueño intranquilo (en el que, por supuesto, soñó con Ginebra) y del que despertó con todo el cuerpo dolorido y nada descansado. Pero enseguida se dio cuenta de que no volvería a dormirse; así que podía ir al castillo y ayudar a Dagda. Cuando Arturo y sus caballeros se ejercitaban con las armas, siempre había después numerosos rasguños y heridas de arma blanca que curar, y a veces cosas peores.

Se levantó, se sacudió la paja de la ropa y bajó la escalera del sobrado donde dormía. Todavía estaba muy oscuro y un vistazo al cielo le confirmó que faltaba por lo menos una hora para la salida del sol. Si se ponía ya en camino, iba a encontrarse a Dagda todavía dormido cuando llegara a Camelot. Pero no quería regresar al granero.

Dulac tenía que rodearlo para tomar el camino más directo al castillo, y eso le hizo pasar por la parte trasera de la posada. Casi contra su voluntad levantó la vista y sus ojos se quedaron prendidos de la ventana de la habitación donde dormían Uther y Ginebra. Se imaginó su rostro con tanta precisión que casi creyó poder tocarlo.

El corazón saltó dolorosamente en su pecho. ¿Eran esas las zozobras del amor?

Se dijo a sí mismo que debía apartar aquel estúpido pensamiento de su cabeza, pero no lo logró del todo. En todo caso, se trataba de una experiencia nueva; al mismo tiempo amarga e increíblemente dulce.

Como no tenía prisa, se entretuvo en el camino yendo y viniendo sin rumbo fijo. Lobo zigzagueaba dando saltos tras él, salía corriendo o desaparecía por unos segundos cuando husmeaba algún rastro interesante.

De pronto se quedó quieto, aguzó las orejas y gruñó amenazador. De la oscuridad surgieron tres sombras, que se le parecían, sólo que por lo menos eran cinco veces más grandes. Los tres perros de los vecinos. No habían podido alcanzar a Lobo el día anterior y ahora lo estaban acechando. Lobo gruñó más alto y mostró los dientes, lo que no le impidió retroceder hasta protegerse tras las piernas de Dulac. Los tres perros lo siguieron despacio y comenzaron a separarse para rodearlo.


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