¡Ay, madre, papá, que me pilla, que no puedo subir la cuesta, que me resbalo y no voy a!… Soy enlace, y tendría que terminar el servicio… ¡Catorce meses!… Me aplasta, me aplasta, me aplasta, ¡Dios!…
No…
No puede ser…
Ha pasado por ¡encima! de mí sin rozarme… Tendría que haberme dejado hecho un sello de correos. ¡No!… He vomitado de miedo, la moto está destrozada… No puede ser. Ha aplastado la moto y luego se ha elevado sobre el suelo el espacio suficiente para no hacerme una papilla… No hay duda, las huellas se elevan por el aire, justo encima de mi cuerpo y… Seguro. Seguro que madre estaba rezando por mí…
Desde arriba, parece siempre que haya paz en la tierra. Desde arriba, las nubéculas de las explosiones son como flores en el paisaje árido y las balas trazadoras son puntos luminosos de unos fuegos de artificio inofensivos. Las lanchas de desembarco parecen yates de recreo y los cruceros, barquitas de pescadores puestas al pairo. El motor del helicóptero y sus aspas cortando el viento ahogaban cualquier otro ruido, el de las explosiones allá abajo y el de los supersónicos por encima de las cabezas. Por eso, cuando uno se acostumbra al ruido del motor, ese mismo ruido le parece silencio y ese silencio ruidoso apaga los demás ruidos, hasta hacer creer que uno flota en una nube.
Hacía un instante que se habían elevado en un simulacro de recogida de heridos en el frente de combate. El “herido” charlaba ahora con el radiotelegrafista y el “muerto” se había quedado dormido, después de una jornada incesante de ataques y sudor. El camillero había venido a sentarse junto al piloto y, juntos, miraban el apacible paisaje que se extendía quinientos metros por debajo de ellos.
– Se acabó por hoy, supongo…
El piloto miró al cielo:
– Vete a saber… Por de pronto, una ducha y que se chinchen los de tierra.
– Yo lo que tengo es sed… ¿Tú no, Tob?… -se volvió hacia el radio.
– Estoy más seco que un desierto de arena en agosto.
El “muerto” se levantó un poco y miró a través de los vendajes ficticios que le ocultaban casi todo el rostro.
– ¿Tenéis bar en los L. S. D.?
– El más surtido de toda la flota. Pero no sirven a los muertos. Está prohibido.
– ¿Pues qué hacéis con ellos?
– Los tiramos al agua.
– Menos mal. Yo soy muerto simbólico.
– Te echaremos simbólicamente, no te preocupes…
– ¡Callad! -gritó, de pronto, el piloto.
Todos se volvieron a mirarle. El piloto escuchaba atentamente el zumbido del motor, como si algo le hubiera alarmado.
– ¿Algo que no va bien?
– No sé… ¡Callad!
– Tú, no asustes, Bud… Ahora que íbamos a bañarnos…
Pero la broma del radio no tuvo efecto. Los demás seguían ansiosos, a quinientos metros sobre la tierra, los mínimos movimientos de un piloto alarmado. Por fin le vieron bufar.
– ¡Estos trastos!… Se descacharran en dos años.
– ¿Pero qué le pasa?
– No lo sé. Le falla algo…
El “muerto” se levantó de un salto de su camilla.
– Mi teniente, si quiere, yo salgo a ver qué pasa.
Pero nadie rió la broma. El “herido” y el camillero miraban la altura de vértigo a sus pies. De pronto, el zumbido del motor se convirtió en una tos convulsa y sobrevino el silencio. Los ojos de todos se volvieron a las aspas, que se habían detenido.
iAfuera!… -gritó el piloto, levantándose de su asiento y ajustándose el paracaídas. Pero, súbitamente, al volverse, se dio cuenta de que sólo la tripula ción poseía paracaídas. El “muerto” y el “herido” les miraban aterrados, como viendo ya la muerte ante sus ojos. Ese segundo de vacilación hizo sentir al piloto algo extrañísimo: el helicóptero no caía, ¡y tenía que estar cayendo! Seguía su rumbo como si el motor funcionase, aunque las aspas que le mantenían en el aire permanecieran inmóviles.
– ¡Un momento! ¿Qué es esto?
No habían perdido altura y el helicóptero se dirigía, solemne y silencioso, hacia el buque L. S. D. que tenía que albergarle.
Salieron a cubierta las unidades contra incendio y los equipos de camilleros, pero no hicieron falta ni unas ni otros. De un modo que nadie -y mucho menos el mismo piloto- logró explicar, el aparato voló quince kilómetros con los motores parados y sin perder un centímetro de altura.
Se encontraron luego cinco hombres en el bar del buque y brindaron por el feliz término de su aventura.
El “muerto” estaba pálido y nadie habría podido decir si esa palidez estaba causada por la presión de las vendas que tuvo que soportar o por el miedo que pasó en los quince kilómetros de vuelo hasta que el helicóptero aterrizó en la cubierta del barco.
– ¿Cómo lo consiguió usted, mi teniente?…
El piloto se encogió de hombros, miró al radio y se dio cuenta de que podía contar con él como cómplice.
– Bueno… Es cuestión de práctica…
Sonó la corneta, llamando a los hombres al rancho. Los hombres se distribuyeron en grupos de siete. Cada uno recibió su ración de pan y de vino del país, un plato frío y un postre. Cada grupo de siete recibió una lata de carne.
Siete hombres se sentaron tranquilamente debajo de unos olivos, dispuestos a consumir la comida. Estaban silenciosos, cansados del duro bregar desde la madrugada. Estaban cansados de tres días de dormir sobre colchonetas neumáticas con escapes que les obligaban a hincharlas dos o tres veces a lo largo de la noche. Tenían una hora de descanso. Luego seguiría la operación.
Lejos se escuchaban los estampidos de los cañones. Algunas unidades seguían el gran espectáculo de las maniobras.
Las manos endurecidas y sucias empuñaban las cucharas o los cuchillos. Las bocas se movían a buen ritmo y los siete hombres, perfectamente desconocidos unos para otros diez minutos antes, seguían siéndolo, quizá más, ahora. La lata de carne de siete raciones descansaba en medio del grupo y los ojos de cada uno, casi por orden riguroso y en espacios de tiempo medidos, se fijaban en el próximo objetivo.
El primero en terminar se levantó de la piedra donde había estado sentado. Las miradas de todos se fijaron en él por un instante.
– Bueno, si queréis yo mismo… ¿eh?…
Y acercó la mano al lugar donde debería haber estado la lata que un segundo antes todos habían visto… Pero la lata había desaparecido.
– ¿Quién ha sido? -dijo el hambriento, mirando a todos con mirada de lobo.
No había sido nadie y cualquiera lo habría podido demostrar, porque cualquiera tendría que haberse puesto en pie para alcanzar la lata y todos habían permanecido sentados.
Simplemente, una lata de carne de siete raciones había desaparecido.
El sargento Carlyn había nacido para hombre de mar, aunque las circunstancias le habían limitado a pertenecer a la Infantería de Marina. Pero, cuando se encontraba de pie en la popa de un lanchón de desembarco se sentía, por lo menos, tan lobo marino como el legendario capitán Kidd. Presumía de conocer los vientos, pero tenía en cambio la imaginación opturada para los puntos cardinales. Consecuencia: que jamás acertaba cuando a un soplo de aire lo llamaba alisio o monzón. Claro que esto no le impedía gritar mentalmente: ¡ al abordaje! cada vez que el lanchón tocaba tierra con los bajos y se abrían las compuertas para vomitar hombres armados sobre las playas.
Ahora, arrostrando las olas y el mar que él llamaba encrespado, a veinticinco kilómetros del barco más próximo, el sargento Carlyn era nuevamente el comandante del buque, nombre que él daba al lanchón siempre que lo mandaba. Nueve hombres cansados se habían tumbado en el fondo y se dejaban balancear por las olas, contentos de tener siquiera media hora de descanso antes de comenzar de nuevo. Sobre sus cabezas cruzaban rápidos los cazas reactores y, dominando de vez en vez el rumor del mar, se escuchaban lejanos estampidos de los cañones antiaéreos, detrás de las colinas que había junto a la playa.
La guerra. La guerra y el mar. La felicidad absoluta para el sargento Carlyn, aunque el mar fuera sólo un golfo tranquilo y la guerra tan de mentirijillas como aquella.
– Sargento -llamó soñoliento uno de los hombres. Y Carlyn deseó, al menos, ser llamado general. ¡Si era él el comandante de aquella fuerza! Incluso se sintió paternal.
– ¿Qué hay, muchacho?
– Esto, que hace agua…
Carlyn miró el fondo del lanchón. Había una capa de agua de algunos centímetros. Fue como un descubrimiento. Los demás hombres se dieron entonces cuenta de que, efectivamente, se estaban mojando, aunque el calor sólo había hecho, hasta entonces, que sintieran agradable el frescorcillo del agua empapándoles las espaldas.
El sargento descendió de su puesto de mando e inspeccionó el piso de la nave. El agua, antes de que descubriera el agujero, le cubría casi las botas.
– ¿ Dónde hay bombas de achique? -preguntó uno de los hombres.
– ¿Bombas? Aquí no hay de eso… ¡Con los cascos!
Los nueve hombres, sin encomendarse al sargento, se quitaron los cascos de combate y comenzaron a tirar el agua por la borda. Sólo que entraba mucha más de la que podían achicar. Antes de cinco minutos, el lanchón corría serio peligro de zozobra. Carlyn miró en torno suyo. Los barcos más próximos se encontraban a más de veinte kilómetros todavía. Con la esperanza de contribuir en algo a aquello, se quitó la guerrera y trató de taponar con ella el agujero que -¿cómo podría haberse producido?- se abría en el fondo del lanchón.
«No llegaremos, no llegaremos… Y esta gente no podrá nadar hasta ninguno de los barcos. Se ahogarán»…
Ni él mismo se planteaba la terrible realidad de que tampoco él, el lobo marino, era capaz de nadar cuatro brazadas sin sentirse rendido. Pero, de pronto, se dio cuenta. No, no era solamente la vida de los muchachos, ¡era la suya propia! La distancia que tendría que vencer a nado se le apareció súbitamente como espantosa, insalvable, como un agujero hondo de miles de metros de profundidad, un abismo en el que estaba a punto de caer.
Con el agua cubriéndole las rodillas, se detuvo un segundo en el trabajo de achique. Aquello era tan inútil como echar en una trilladora el trigo grano a grano, espiga a espiga. No, no llegarían.
Los motores se detuvieron, anegados por el agua. Carlyn sintió que la sangre comenzaba a bandonar su corazón a chorros, dejándolo seco. La garganta estaba seca. Y sus piernas hundidas en el agua hasta… ¡hasta los muslos!