LOS ADIVINOS

Seis años habían tardado, pero allí estaba.

Seis años de prisas frenéticas, de continuos cálculos, de pruebas sin fin; seis años de agotamiento. Y todo aquello, ¿para qué? El ingeniero Pragüe se limpió el sudor que le bañaba el rostro, después de la noche pasada en vela ajustando las últimas series de transistores en el nuevo computador. Levantó los ojos cansados hacia su ayudante, que verificaba las pruebas finales y dejaba vagar la mirada mortecina de unas luces a otras, de las cintas magnéticas a las memorias, a los circuitos de transistores, a los termostatos.

– ¿Todo en orden? -le preguntó.

– Eso parece, al menos.

– ¿Ha telefoneado?

– ¿Quién, el profesor? -sonrió Dugall a través de su sueño invencible-. Hace apenas diez minutos. Estaba nervioso.

Pragüe se encogió de hombros. Ya estaba acostumbrado. Desde la primera visita al profesor, seis años atrás, el nerviosismo constante había sido la tónica que había distinguido al viejo catedrático. Tal vez a causa de ese nerviosismo le habrían hecho caso en los organismos gubernamentales cuando había exigido perentoriamente que le fuera facilitada una máquina computadora especial y que ésta fuera instalada en los sótanos del Instituto de Historiografía.

El Gobierno había hablado con la Casa. Y la Casa había designado a Pragüe para que fuera a entrevistarse con el profesor Granz.

¡Nervioso!… ¡Si lo sabría él!…

– ¿Sólo nervioso? -preguntó.

– Bueno, quiero decir… Mucho más que de ordinario. Parecía que le iba a faltar tiempo, no sé… Dijo, que estaría aquí a las nueve en punto, pero que si podía venir antes…

– Le dirías que no, claro.

– ¡Por supuesto!

Tenían media hora. Media hora durante la cual no serían molestados absolutamente por nadie. Porque a aquel sótano del Instituto de Historiografía únicamente tenían acceso cuatro personas: él y su ayudante, el profesor Granz y el mismísimo Ministro de Defensa.

Pragüe se había preguntado muchas veces por qué. Tuvo seis años por delante para preguntárselo y, a lo largo de esos años, encontró centenares de soluciones posibles y aun probables. Pero, con la mano en el corazón, ninguna de ellas llegaba a convencerle. Eran demasiado inútiles, demasiado infantiles, demasiado faltas de ese interés táctico que suponía el hecho de que el propio ministro de la Defensa tuviera acceso -él y no otra persona- a los sótanos del Instituto. En realidad, Pragüe tenía motivos para estar desolado porque, al cabo de seis años de trabajar constantemente en la construcción de la más poderosa computadora electrónica existente hasta el momento, no sabía de ella más de lo que supo el primer día, cuando fue a ver al profesor Granz a su destartalado despacho de la Universidad Autónoma, donde actuaba como una especie de dictador. En la Casa le habían advertido:

– Lleva cuidado con él. Tiene más agallas que un pez. Y nos ha venido muy recomendado. No hagas una de las tuyas.

Pragüe estaba considerado en la Casa como el ingeniero más capaz entre los que trabajaban allí. Y eso significaba que era también uno de los ingenieros más capaces del país, porque la Casa pagaba sueldos lo suficientemente importantes para proporcionarse las cabezas más privilegiadas. Pero todo el mundo sabe cómo la mente de un ingeniero y la de un historiador son casi tan dispares como la de dos habitantes de polos opuestos en la Tierra. Por eso el Jefe, aun confiando plenamente en la capacidad de Pragüe, se permitió el lujo de hacerle unas advertencias que, al principio, le parecieron inútiles al propio ingeniero.

– No le contradigas, ni te esfuerces en demostrarle que no sabe nada de computadoras. Probablemente tendrás razón, pero nos estamos jugando algo que creo que va a ser bastante importante. Y no olvides que, a pesar de todo, la competencia aún no ha desaparecido.

Con esas recomendaciones, Pragüe había llegado un poco cohibido al despacho del profesor Granz. Por supuesto, los pasillos inhóspitos y la falta de luz contribuyeron a bajar su ánimo a la altura de los talones, mientras se acercaba al lugar donde los ujieres la indicaron que se encontraban los dominios del Viejo. Prague se preguntaba por qué las facultades de historia seguirían aferradas a los viejos edificios que las habían albergado cien años antes. Era como si la historia necesitase de polvo y miasmas para subsistir o para tener todavía una vigencia en medio de una sociedad que había evolucionado hasta el punto de volver el calcetín de las costumbres del revés. Las palabras ampulosas de antaño se habían olvidado y las antiguas guerras eran apenas un capítulo intrascendente en las historietas animadas que presentaba la televisión para esparcimiento de los chicos los domingos por la tarde.

Delante de Pragüe se levantaba una puerta enorme, de cedro. Un ujier que debía de tener pasada la edad de la jubilación se le acercó de puntillas.

– ¿El profesor Granz? -preguntó Pragüe, e inmediatamente se dio cuenta de que había hablado demasiado alto, que en aquel antro había que hablar en un susurro. El ujier abrió los ojos como asustado y murmuró en voz baja:

– ¿Le espera?…

– Creo que sí -bajó la voz hasta hacerla casi inaudible y le entregó su tarjeta.

El ujier desapareció tras una cortina, moviendo lentamente la cabeza y pasó un largo instante antes de que se abriera el portón de cedro y apareciese de nuevo su rostro asustado por el respeto y una mano cuyo índice le hacía señas para que pasase al interior.

Pragüe entró en el sancta sanctorum . Al principio no vio más que libros y polvo por todas partes. En aquel lugar no había entrado un aspirador desde épocas remotas. ¡Qué diferencia con la Casa, donde los ventanales comían el espacio a las paredes y donde no se filtraba ni un átomo de suciedad!

Cuando los ojos de Pragüe se acostumbraron a la falta de luz, distinguió una mesa al fondo y, sentado detrás de ella, al profesor Granz, encaramado casi en su sillón y haciéndole señas nerviosas con los brazos, mientras casi le gritaba:

– ¡Vamos, pase, no se quede ahí asustado!…

Pragüe hizo un esfuerzo y se acercó con la mano tendida al profesor. Pero Granz no pareció verla. Acercaba sus ojillos miopes a la tarjeta y, con la otra mano, le hacía señas perentorias para que tomase asiento en la silla desvencijada que estaba al otro lado de la mesa. Pragüe, convencido de que se hallaba ante un perfecto grosero, tomó asiento y esperó. Granz levantó la cabeza de pelos desordenados y fijó por fin su mirada en él, como si quisiera traspasarle:

– Ingeniero Pragüe, ¿no?…

– Sí, profesor. Me envían…

– ¡Ya sé, ya sé!… -Interrumpió Granz. Pragüe decidió callar hasta que le preguntaran. Tuvo que soportar aún un momento la mirada escrutadora de Granz, que terminó sonriendo con una sonrisa que a Pragüe le pareció aún más grosera que la inspección ocular que la había precedido. Decidió contener sus deseos de salir corriendo de allí, pero no pudo evitar removerse inquieto en la silla. Granz pareció adivinar sus pensamientos:

– Respira usted mal aquí, ¿eh?…

– No…

– Y, además, miente… -le interrumpió de nuevo. Pragüe dio un salto en su asiento, poniéndose de pies.

– Profesor, he venido aquí porque me han rogado en la Casa que lo hiciera. Pero soportar sus…

– ¡Bah, bah, bah!… Vamos, siéntese y no siga diciendo tonterías. Si vamos a trabajar juntos, mejor será que aprenda a soportarme.

Pragüe se dejó caer de nuevo en la silla, asombrado.

– ¿Trabajar juntos?

– No se lo imaginaba usted, ¿verdad?…

– Pues, la verdad, yo…

– No creía usted que fuera posible que un profesor de historia y un ingeniero electrónico pudieran colaborar. ¡Bien! Pues vaya haciéndose a la idea. Y no me hable en términos técnicos de los que emplean ustedes, porque me obligará a emplear términos de los míos y no llegaríamos a entendernos nunca.

El ingeniero se reclinó todo lo que su silla le permitía, dispuesto a todo y ya riéndose para sus adentros.

– Usted dirá entonces, profesor.

– Muy bien. Vamos a ver, ustedes construyen cerebros electrónicos, ¿no es eso?

– Sí, señor. Sólo que los llamamos computadoras.

– Cerebros. ¿Y cómo funcionan?

Pragüe estuvo a punto de saltar nuevamente en su silla. ¡Un profesor de historia pretendía saber cómo funcionaba una computadora! Aquello era…

– Le parece a usted absurda la pregunta, ¿verdad?… No, no pretendo que me cuente usted ningún secreto. Sólo quiero saber, a ojo de buen cubero, su fundamento. -Se detuvo y, al ver dudar todavía a Pragüe, sus manos se movieron nerviosas sobre la mesa llena hasta rebosar de papeles polvorientos-. ¡Se lo aclararé! No crea que soy tan ignorante… en la materia que usted domina. Esos cerebros almacenan datos, ¿no es así?

– En cierto sentido, sí…

– ¿Las almacenan, sí o no? -casi gritó Granz.

– Bien… Sí, los almacenan.

– ¿Cuántos?

– Depende de su potencia, de su memoria.

– Los más potentes.

– Unos treinta mil.

El profesor apartó su mirada del ingeniero y la fijó ante sí, en la mesa, pensativo durante un instante. Luego, más para él mismo que dirigiéndose a su interlocutor, murmuró:

– Me lo figuraba… -E inmediatamente volvió los ojos hacia Pragüe de nuevo, para añadir, con una seguridad temeraria: -Habrá que construir otro mucho más potente…

Pragüe estaba decidido a no dejarse asustar por nada. Y así reaccionó ante las nerviosas palabras del viejo profesor con una pregunta tajante:

– ¿Cuántos más?

– Unos cinco millones.

Aquello era demasiado, incluso para una conciencia como la de Pragüe, que se había preparado a escucharlo todo sin pestañear.

– ¡Eso es imposible!

– Ah, de modo que ustedes también tienen límites -sonrió el viejo Granz.

– Profesor… -Pragüe respiró tres veces antes de continuar hablando-. Si una calculadora con capacidad para cinco millones de datos fuera necesaria, nosotros la habríamos construido. Pero eso…

– ¿Cómo dijo?… ¿Que la habrían construido si fuera necesaria?… ¡Pues por eso precisamente está usted aquí!… Porque ahora es necesaria. ¡Y mucho!

– ¿Para qué? -preguntó Pragüe, sin comprender.

– Para meter en ella toda la Historia. Día a día. Desde aproximadamente el año diez mil antes de Jesucristo. Exactamente… exactamente… -se puso a revolver entre los papeles, levantando volutas de polvo que se fijaban al rayo de sol que entraba por la ventana que había tras él. Finalmente sacó una hoja llena de números y leyó: -Exactamente cuatro millones, trescientos setenta y cuatro mil, doscientos setenta y seis días, que son los que en el Instituto de Historiografía hemos llegado a clasificar.


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