El tercer martes
El martes siguiente llegué con las habituales bolsas de comida.- pasta con maíz, ensalada de patata, tarta de manzana, y con una cosa más: una grabadora Sony.
– Quiero recordar de qué hablamos -dije a Morrie-. Quiero tener tu voz para poder escucharla… más tarde.
– Cuando me haya muerto.
– No digas eso.
Él se rió.
– Mitch, voy a morirme. Y más bien temprano que tarde.
Contempló el nuevo aparato.
– Qué grande es -dijo. Yo me sentí como un intruso, como solemos sentirnos los periodistas, y empecé a pensar que una grabadora entre dos personas que eran supuestamente amigos era un objeto extraño, un oído artificial. Con toda la gente que le pedía a voces que les dedicase una parte de su tiempo, quizás yo estuviera intentando llevarme demasiado de aquellos martes.
– Escucha -le dije, tomando la grabadora-. No hace falta que utilicemos esto. Si te hace sentirte incómodo…
Me hizo callar, sacudió un dedo y después se quitó las gafas y las dejó colgadas del cordón que llevaba al cuello. Me miró fijamente a los ojos.
– Déjalo -me dijo.
Yo lo dejé.
– Mitch -siguió diciendo, ahora en voz baja-, no lo entiendes. Quiero hablarte de mi vida. Quiero contártela antes de que ya no pueda contártela.
Su voz se redujo a un susurro.
– Quiero que alguien oiga mi historia. ¿Quieres oírla tú?
Asentí con la cabeza.
Nos quedamos en silencio durante un momento.
– Entonces, ¿está en marcha? -dijo él.
La verdad era que aquella grabadora se debía a algo más que a la nostalgia. Yo estaba perdiendo a Morrie; todos estábamos perdiendo a Morrie: su familia, sus amigos, sus antiguos alumnos, los profesores compañeros suyos, los amigos de las tertulias políticas que tanto le gustaban, sus antiguos compañeros de baile, todos nosotros. Y supongo que las cintas magnetofónicas, como las fotografías y los vídeos, son un intento desesperado de robar algo de la maleta de la muerte.
Pero también me estaba quedando claro, por su valor, por su humor, por su paciencia y por su franqueza, que Morrie estaba viendo la vida desde un lugar muy diferente del de cualquier otro conocido mío. Desde un lugar más sano. Desde un lugar más sensato. Y estaba a punto de morirse.
Si es verdad que cuando uno mira a la muerte cara a cara nos viene una claridad mística de pensamiento; yo sabía que Morrie quería compartirla. Y yo quería recordarla todo el tiempo que pudiera.
La primera vez que vi a Morrie en «Nightline» me pregunté de qué tenía que arrepentirse ahora que sabía que su muerte era inminente. ¿Lamentaba la pérdida de algunos amigos? ¿Le gustaría haber hecho muchas cosas de otra manera? Egoístamente, me pregunté si, encontrándome en su caso, me consumiría pensando con tristeza en todo lo que me había perdido. ¿Me arrepentiría de haberme guardado ciertos secretos?
Cuando hablé de esto a Morrie, él asintió con la cabeza.
– Todo el mundo se preocupa por eso ¿verdad? ¿Y si hoy fuera mi último día sobre la tierra?
Estudió mi rostro, percibiendo quizás cierta ambivalencia en mis propias decisiones. Yo me veía a mí mismo derrumbándome un día sobre mi escritorio mientras redactaba un artículo; mis redactores jefe se apoderaban del texto mientras los enfermeros se llevaban mi cadáver.
– Mitch… -dijo Morrie.
Yo sacudí la cabeza sin decir nada. Pero Morrie se dio cuenta de mi titubeo.
– Mitch -dijo-, esta cultura no te anima a pensar en esas cosas hasta que estás a punto de morirte. Estamos muy absortos en asuntos egocéntricos, en nuestra carrera profesional, en la familia, en tener dinero suficiente, en pagar la hipoteca, en comprarnos un coche nuevo, en arreglar el radiador cuando se rompe; estamos muy ocupados con billones de actos pequeños que sólo sirven para salir adelante. De modo que no adquirimos la costumbre de contemplar nuestras vidas desde fuera y decirnos: ¿esto es todo? ¿es esto todo lo que quiero? ¿me falta algo?
Hizo una pausa.
– Necesitas que alguien te empuje en ese sentido. No va a ocurrir de manera automática.
Entendí lo que me decía. Todos necesitamos maestros en nuestras vidas.
Y el mío estaba sentado delante de mí.
Está bien, pensé. Si yo iba a ser el alumno, sería tan buen alumno como me fuera posible.
Volviendo a casa aquel día, en el avión, preparé en un bloc de hojas amarillas una breve lista de asuntos y cuestiones con las que todos tenemos que enfrentarnos, desde la felicidad hasta la muerte, pasando por la vejez y tener hijos. Naturalmente, había un millón de libros de autoayuda sobre estos temas, y muchos programas de televisión por cable, y sesiones de consulta a 90 dólares la hora. Los Estados Unidos se habían convertido en un mercado persa de la autoayuda.
Pero, al parecer, todavía no existían respuestas claras. ¿Tenemos que cuidar de los demás, o tenemos que cuidar de nuestro «niño interior»? ¿Tenemos que volver a los valores tradicionales, o tenemos que rechazar la tradición por inútil? ¿Tenemos que buscar el éxito, o la sencillez? ¿Tenemos que «simplemente, decir que no» o que «simplemente, hacerlo»? [1]
Lo único que yo sabía era esto: Morrie, mi viejo profesor, no había entrado en el negocio de la autoayuda. Estaba en la vía del tren oyendo el silbido de la locomotora de la muerte, y tenía muy claras las cosas importantes de la vida.
Yo deseaba aquella claridad. Todas las almas confusas y atormentadas que yo conocía deseaban aquella claridad.
– Pregúntame cualquier cosa -decía siempre Morrie.
Así que yo escribí esta lista:
La Muerte
El Miedo
La Vejez
La Codicia
El Matrimonio
La Familia
La Sociedad
El Perdón
Una Vida con Sentido
Yo llevaba la lista en mi bolsa cuando regresé a West Newton por cuarta vez, un martes a finales de agosto en que no funcionaba el aire acondicionado en la terminal del aeropuerto Logan y la gente se abanicaba y se secaba con rabia el sudor de la frente, y todas las caras que yo veía daban la impresión de estar dispuestas a matar a alguien.
Al comienzo de mi último año, he cursado tantas asignaturas de sociología que sólo me faltan unos pocos créditos para licenciarme. Morrie me sugiere que redacte una tesina.
– ¿Yo? -le pregunto- ¿De qué podría tratar?
– ¿Qué te interesa?-me pregunta él.
Nos devolvemos mutuamente la pelota hasta que nos decidimos por fin por los deportes, ni más ni menos. Emprendo un proyecto de todo un año sobre el modo en que el fútbol americano se ha convertido en los Estados Unidos en un ritual, en casi una religión, en un opio del pueblo. No tengo ni idea de que con ello me estoy preparando para mi futura carrera profesional. Lo único que sé es que me permite pasar otra serie de sesiones semanales con Morrie.
Y, con su ayuda, en la primavera tengo una tesina de ciento doce páginas, bien preparada, anotada, documentada, y encuadernada elegantemente en piel negra. Se la enseño a Morrie con el orgullo de un jugador de
béisbol de la liga infantil que recorre las bases para anotarse su primera carrera.
– Felicidades -dice Morrie.
Yo sonrío mientras él la hojea, y recorro su despacho con la mirada. Las estanterías de libros, el suelo de madera, la alfombra, el sofá. Pienso para mis adentros que me he sentado en casi todos los sitios donde es posible sentarse en esta habitación.
– No sé, Mitch-dice Morrie pensativamente, ajustándose las gafas mientras lee-; con trabajos como éste, quizás tengamos que hacerte volver para que curses estudios de postgrado.
– Ya, ya -digo yo.
Yo me río por lo bajo, pero la idea me parece atractiva por un momento. Una parte de mí tiene miedo de dejar la universidad. Otra parte de mí quiere desesperadamente marcharse. La tensión de los opuestos. Contemplo a Morrie mientras lee mi tesina y me pregunto cómo será el ancho mundo allí fuera.