El profesor, segunda parte

E l Morrie que yo conocía, el Morrie que conocían tantos otros, no habría sido el hombre que era si no hubiera pasado unos años trabajando en un hospital psiquiátrico en las afueras de Washington D. C., un hospital que tenía el nombre engañosamente apacible de Chestnut Lodge, Casa de los Castaños. Era uno de los primeros empleos de Morrie después de obtener su master y su doctorado en la Universidad de Chicago. Después de descartar Medicina, Derecho y Empresariales, Morrie había llegado a la conclusión de que el mundo de la investigación sería un lugar donde él podría aportar algo sin explotar a los demás.

Morrie fue becado para observar a los pacientes psiquiátricos y registrar sus tratamientos. Esta idea nos parece corriente ahora mismo, pero era revolucionaria en los primeros años cincuenta. Morrie veía a pacientes que se pasaban todo el día gritando. A pacientes que se pasaban toda la noche llorando. A pacientes que se hacían las necesidades encima. A pacientes que se negaban a comer, a los que había que reducir a la fuerza, darles medicamentos, alimentarlos por vía intravenosa.

Una paciente, una mujer de mediana edad, salía todos los días de su habitación y se tumbaba boca abajo en el suelo de baldosas, se quedaba allí horas enteras, mientras los médicos y las enfermeras pasaban a su lado esquivándola. Morrie lo veía con horror. Tomaba notas, pues para eso estaba allí. Ella hacía lo mismo todos los días: salía por la mañana, se tumbaba en el suelo, se quedaba allí hasta el anochecer, sin hablar con nadie, sin que nadie le hiciera caso. Aquello entristecía a Morrie. Empezó a sentarse en el suelo con ella, hasta a echarse junto a ella, intentando sacarla de su tristeza. Por fin consiguió que se incorporara, e incluso que volviese a su habitación. Descubrió que lo que más quería ella era lo mismo que quieren muchas personas: que alguien advirtiera su presencia.

Morrie trabajó cinco años en Chestnut Lodge. Aunque no estaba bien visto, se hizo amigo de algunos pacientes, entre ellos de una mujer que bromeaba con él hablando de la suerte que tenía ella de estar allí, «porque mi marido es rico, de modo que se lo puede permitir. ¿Se imagina que yo tuviera que estar en uno de esos psiquiátricos baratos?»

Otra mujer, que escupía a todas las demás personas, cobró simpatía a Morrie y lo llamaba amigo suyo. Hablaban todos los días, y el personal se animó, al menos, al ver que alguien había conectado con ella. Pero un día se fugó, y pidieron a Morrie que les ayudara a hacerla volver. La encontraron en una tienda próxima, escondida en la trastienda, y cuando entró Morrie ella lo fulminó con una mirada iracunda.

– ¿Así que tú eres también uno de ellos? -le dijo con desprecio.

– ¿Uno de quiénes?

– De mis carceleros.

Morrie observó que la mayoría de los pacientes que estaban ingresados allí habían sido rechazados y despreciados en sus vidas, se les había hecho sentir que no existían. También echaban de menos la compasión, que era algo que se le acababa en seguida al personal. Y muchos de aquellos pacientes eran gente acomodada, de familias ricas, pero su riqueza no les servía para conseguir la felicidad ni la satisfacción. Él no olvidó nunca aquella lección.

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Yo solía decir a Morrie en broma que estaba varado en los años sesenta. Él me respondía que los años sesenta no habían sido tan malos comparados con los tiempos que vivíamos ahora.

Llegó a la Universidad de Brandeis después de su trabajo en el terreno de la salud mental, poco antes de que comenzaran los años sesenta. Al cabo de pocos años, el campus se convirtió en un foco de revolución cultural. Drogas, sexo, cuestión racial, protestas por la guerra de Vietnam. Abbie Hoffman estudió en Brandeis. También estudiaron allí Jerry Rubin y Angela Davis. Morrie tenía en sus clases a muchos de los estudiantes «radicales».

Esto se debía en parte a que, en vez de limitarse a impartir las clases, el claustro de sociología se comprometió. Se oponía ferozmente a la guerra, por ejemplo. Cuando los catedráticos se enteraron de que los alumnos, que no mantenían una cierta nota media, podían perder sus prórrogas por estudios y ser llamados a filas, decidieron no dar ninguna nota. Cuando el rectorado dijo: «Si no dan notas a estos estudiantes, todos suspenderán», Morrie encontró una solución: «Vamos a darles sobresaliente a todos». Y eso hicieron.

Así como los años sesenta abrieron el campus, también se abrió el personal del departamento de Morrie, desde los vaqueros y las sandalias que se ponían para trabajar hasta su visión del aula como un lugar vivo, que respira. Preferían los debates a las conferencias, la experiencia a la teoría. Enviaban alumnos al Sur Profundo para que realizaran proyectos sobre los derechos civiles y al centro de la ciudad para que hicieran trabajos de campo. Iban a Washington a participar en manifestaciones, y Morrie solía viajar en los autobuses con sus alumnos. En uno de los viajes contempló divertido cómo unas mujeres con faldas sueltas y con cuentas del amor ponían flores en los fusiles de los soldados y se sentaban en un prado, cogidas de la mano, intentando hacer que el Pentágono levitase.

– No lo movieron -recordaba más tarde-, pero fue un buen intento.

Una vez, un grupo de estudiantes negros se encerró en el edificio Ford, en el campus de Brandeis, y le colgaron una pancarta que decía: UNIVERSIDAD MALCOLM X. En el edificio Ford había laboratorios de química, y algunos miembros del rectorado temían que aquellos radicales estuvieran fabricando bombas en el sótano. Morrie conocía la realidad. Sabía cuál era el meollo del problema: que unos seres humanos querían sentir que tenían importancia.

El encierro duró varias semanas. Y podría haber durado más tiempo si no hubiera sucedido un día que Morrie pasaba cerca del edificio y uno de los manifestantes lo reconoció como uno de sus profesores favoritos y lo llamó a gritos pidiéndole que entrase por una ventana.

Una hora más tarde, Morrie se deslizaba por la ventana con una lista de lo que querían los manifestantes. Llevó la lista al rector de la universidad, y la situación se resolvió.

Morrie encontraba siempre buenas soluciones.

En Brandeis impartía asignaturas de psicología social, de enfermedad y salud mental, de procesos de grupo. En sus clases se daba poca importancia a lo que ahora llamaríamos «conocimientos para la carrera profesional» y mucha al «desarrollo personal».

Y, debido a esto, los estudiantes de Empresariales y de Derecho de hoy podrían creer que Morrie fue un estúpido ingenuo con sus aportaciones. ¿Cuánto dinero ganaron más tarde sus alumnos? ¿Cuántos grandes juicios ganaron?

Por otra parte, ¿cuántos estudiantes de Empresariales o de Derecho visitan a sus antiguos profesores después de dejar la universidad? Los alumnos de Morrie lo hacían constantemente. Y en sus últimos meses acudieron a él a centenares: de Boston, Nueva York, California, Londres y Suiza; de sedes sociales de empresas y de programas escolares en zonas urbanas pobres. Le llamaban. Le escribían. Hacían viajes de centenares de kilómetros en coche para dedicarle una visita, una palabra, una sonrisa.

«Nunca he tenido otro maestro como tú», decían todos.

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Mientras sigo repitiendo mis visitas a Morrie empiezo a leer libros que tratan de la muerte, del modo en que las diversas culturas conciben el paso final. Hay una tribu de la región ártica de Norteamérica, por ejemplo, cuyos miembros creen que todas las cosas que hay en la tierra tienen un alma cuya forma es la del cuerpo que la contiene, en miniatura, de modo que el ciervo tiene dentro un ciervo pequeñito y el hombre tiene dentro un hombre pequeñito. Cuando muere el ser grande, esa forma pequeñita sigue viviendo. Puede deslizarse al interior de algo que nace en las proximidades, o puede ir a un lugar de descanso temporal en el cielo, en el vientre de un gran espíritu femenino, donde espera hasta que la Luna puede volver a enviarla a la tierra de nuevo.

Dicen que, a veces, la Luna está tan ocupada con las nuevas almas del mundo que desaparece del cielo. Por eso tenemos noches sin Luna. Pero al final la Luna regresa siempre, como regresamos todos.

Eso es lo que creen.

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