El octavo martes
Levanté el periódico para que pudiera verlo Morrie:
NO QUIERO QUE SE ESCRIBA EN MI TUMBA:
«NUNCA TUVE UNA CADENA DE EMISORAS.»
Morrie se rió y después sacudió la cabeza. Entraba el sol de la mañana por la ventana que tenía a su espalda, y caía sobre las flores rosadas del hibisco que estaba en el alféizar. La cita era de Ted Turner, magnate multimillonario de las comunicaciones, fundador de la CNN, que se estaba lamentando de no haber conseguido apoderarse de la cadena de emisoras CBS en una operación gigantesca de absorción de empresas. Yo había llevado el artículo a Morrie aquella mañana porque me preguntaba si Turner, en el caso de encontrarse alguna vez en la situación de mi viejo profesor, perdiendo la respiración, petrificándosele el cuerpo, tachando uno a uno en el calendario los días que le quedaban, se lamentaría verdaderamente de no haber tenido una cadena de emisoras.
– Todo forma parte de un mismo problema. Mitch -dijo Morrie-. Depositamos nuestros valores en cosas equivocadas. Y eso nos conduce a vivir unas vidas muy desilusionadas. Creo que debemos hablar de esto.
Morrie estaba centrado. Por entonces tenía días buenos y días malos. Estaba pasando un día bueno. La noche anterior había acudido a la casa para cantar ante él un coro a cappella local, y él me lo contó con emoción, como si hubieran pasado a visitarlo los mismísimos Ink Spots. Morrie ya tenía un poderoso amor a la música aun antes de ponerse enfermo, pero ahora ese amor era tan intenso que lo conmovía hasta saltársele las lágrimas. A veces escuchaba ópera por la noche, cerrando los ojos, dejándose llevar por las voces magníficas que ascendían y caían.
– Deberías haber oído a aquel coro anoche, Mitch. ¡Qué sonido!
A Morrie le habían agradado siempre los placeres sencillos: cantar, reír, bailar. Ahora, más que nunca, las cosas materiales significaban poco o nada para él. Cuando una persona muere, siempre se oye decir a alguien: «No te lo puedes llevar a la tumba». Parecía que Morrie lo sabía desde hacía mucho tiempo.
– En nuestro país estamos practicando el lavado de cerebro en cierto modo -dijo Morrie con un suspiro-. ¿Sabes cómo se lava el cerebro a la gente? Repitiendo algo una y otra vez. Y eso es lo que hacemos en este país. Poseer cosas es bueno. Más dinero es bueno. Más bienes es bueno. Más comercialismo es bueno. Más es bueno. Más es bueno . Lo repetimos, y nos lo repiten, una y otra vez, hasta que nadie se molesta siquiera en pensar lo contrario. La persona media está tan obnubilada por todo esto que ya no tiene una visión de lo que es verdaderamente importante.
»En mi vida me encontraba por todas partes con personas que querían engullir algo nuevo. Engullir un coche nuevo. Engullir un bien inmobiliario nuevo. Engullir el último juguete. Y después querían contártelo. «¿A que no sabes lo que tengo? ¿A que no sabes lo que tengo?»
«¿Sabes cómo he interpretado esto siempre? Estas personas tenían tanta hambre de amor que aceptaban sucedáneos. Abrazaban las cosas materiales y esperaban que éstas les devolvieran el abrazo de alguna manera. Pero eso no da resultado nunca. Las cosas materiales no pueden servir de sucedáneo del amor, ni de la delicadeza, ni de la ternura, ni del sentimiento de camaradería.
»El dinero no sirve de sucedáneo de la ternura, y el poder no sirve de sucedáneo de la ternura. Te puedo asegurar, como que estoy aquí sentado muriéndome, que cuando más lo necesitas, ni el dinero ni el poder te darán el sentimiento que buscas, por mucho que tengas de las dos cosas.»
Recorrí con la mirada el despacho de Morrie. Era idéntico aquel día que el primer día en que llegué allí. Los libros ocupaban los mismos lugares en los estantes. El mismo escritorio viejo estaba abarrotado de papeles. Las demás habitaciones no se habían mejorado ni modernizado. En realidad, Morrie no se había comprado nada nuevo, salvo material médico, desde hacía mucho tiempo, desde hacía años quizás. El mismo día que supo que tenía una enfermedad terminal perdió interés por su poder adquisitivo.
Así pues, el televisor era el mismo, de modelo antiguo, el coche que llevaba Charlotte era el mismo, de modelo antiguo, la vajilla, los cubiertos y las toallas eran todas las mismas. Sin embargo, la casa había cambiado drásticamente. Se había llenado de amor, de enseñanzas y de comunicación. Se había llenado de amistad, de familia, de sinceridad y de lágrimas. Se había llenado de compañeros, de alumnos, de maestros de meditación, de fisiotera- peutas, de enfermeras y de coros a cappella. Se había convertido, de una manera muy real, en una casa rica, aunque la cuenta corriente de Morrie se estuviera agotando rápidamente.
– En este país hay una gran confusión entre lo que queremos y lo que necesitamos -dijo Morrie-. Necesitas comida; quieres un helado de chocolate. Tienes que ser sincero contigo mismo. No necesitas el último coche deportivo, no necesitas la casa más grande.
»La verdad es que estas cosas no te dan satisfacción. ¿Sabes qué es lo que te da satisfacción de verdad?»
– ¿Qué?
– Ofrecer a los demás lo que puedes dar.
– Pareces un boy scout.
– No me refiero al dinero, Mitch. Me refiero a tu tiempo. A tu interés. A tu capacidad para contar cuentos. No es tan difícil. Cerca de aquí han abierto un centro para ancianos. Allí acuden docenas de personas mayores todos los días. Si eres un hombre o una mujer joven y tienes unos conocimientos, te invitan a que vayas allí y los enseñes. Suponte que sabes informática. Vas allí y les enseñas informática. Te reciben muy bien. Y te lo agradecen mucho. Así es como empiezas a recibir respeto, ofreciendo algo que tienes.
»Eso lo puedes hacer en muchos sitios. No hace falta que tengas un gran talento. En los hospitales y en las residencias de ancianos hay personas solas que no quieren más que algo de compañía. Juegas a las cartas con un hombre mayor que está solo y encuentras un nuevo respeto hacia ti mismo, porque te necesitan.»
«¿Recuerdas lo que dije de encontrar una vida llena de sentido? Lo escribí, pero ahora lo puedo repetir de memoria: Dedícate a amar a los demás, dedícate a la comunidad que te rodea y dedícate a crear algo que te aporte un norte y un sentido.
«Advertirás -añadió, sonriendo, que aquí no se dice nada de un sueldo.»
Yo apuntaba en un bloc de hojas amarillas algunas de las cosas que decía Morrie. Lo hacía principalmente porque no quería que me viera los ojos, que supiera lo que pensaba yo, que yo había perseguido durante una buena parte de mi vida, desde mi graduación, aquellas mismas cosas que él había denunciado: juguetes mayores, una casa más bonita. Como yo trabajaba entre deportistas ricos y famosos, me había convencido a mí mismo de que mis necesidades eran realistas, de que mi codicia era insignificante comparada con la de ellos.
Aquello era una cortina de humo. Morrie lo había puesto de manifiesto.
– Mitch, si lo que quieres es presumir ante los que están en la cumbre, olvídalo. Te despreciarán de todos modos. Y si lo que quieres es presumir ante los que están por debajo, olvídalo. No harán más que envidiarte. Un alto nivel social no te llevará a ninguna parte. Sólo un corazón abierto te permitirá flotar equitativamente entre todos.
Hizo una pausa y me miró.
– Me estoy muriendo ¿no es así?
– Sí.
– ¿Por qué crees que es tan importante para mí oír los problemas de otras personas? ¿Acaso no tengo bastante dolor y sufrimiento propios?
«Claro que los tengo. Pero lo que me hace sentirme vivo es dar a los demás. No es mi coche ni mi casa. No es mi aspecto cuando me miro al espejo. Cuando doy mi tiempo, cuando puedo hacer sonreír a alguien que se sentía triste, me siento todo lo sano que puedo sentirme.
»Haz las cosas que te salen del corazón. Cuando las hagas, no estarás insatisfecho, no tendrás envidia, no desearás las cosas de otra persona. Por el contrario, lo que recibirás a cambio te abrumará.»
Tosió e intentó coger la campanilla que estaba en la silla. Tuvo que tantearla varias veces, y por último la cogí yo y se la puse en la mano.
– Gracias -susurró. La agitó débilmente, intentando llamar a Connie…
– A ese tal Ted Turner -dijo Morrie-, ¿no se le pudo ocurrir ninguna otra cosa que escribir en su lápida?
Cada noche, cuando me duermo, me muero. Y a la mañana siguiente, cuando me despierto, renazco.
MAHATMA GANDHI