El decimotercer martes

Hablamos del día perfecto

M orrie quería que lo incineraran. Lo había hablado con Charlotte, y ellos habían decidido que era lo mejor. El rabino de Brandeis, Al Axelrad -viejo amigo al que habían encargado que dirigiera los funerales- había visitado a Morrie, y éste le explicó su deseo de ser incinerado.

– Y, Al…

– ¿Sí?

– Procura que no me tuesten demasiado.

El rabino se quedó aturdido. Pero Morrie ya era capaz de hacer bromas acerca de su cuerpo. Cuanto más se acercaba al final, más lo veía como una simple cáscara, como un recipiente del alma. En todo caso, se iba consumiendo hasta quedarse en piel y huesos inútiles, por lo cual le resultaba más fácil dejarlo.

– Tenemos mucho miedo a la visión de la muerte -me dijo Morrie cuando me senté. Prendí el micrófono en el cuello de su camisa, pero no dejaba de descolocarse. Morrie tosía. Ya tosía constantemente.

– El otro día leí un libro. Decía que en cuanto una persona se muere en el hospital, le cubren la cabeza con la sábana y llevan rodando el cadáver hasta una rampa y lo dejan caer. No ven el momento de perderlo de vista. La gente se comporta como si la muerte fuera contagiosa.

Manipulé torpemente el micrófono. Morrie me miró las manos.

»No es contagiosa, ¿sabes? La muerte es tan natural como la vida. Forma parte del trato que hemos establecido.»

Volvió a toser y yo me retiré y esperé, preparado siempre para algo grave. Morrie estaba pasando malas noches últimamente. Noches temibles. Sólo podía dormir unas pocas horas de un tirón, hasta que lo despertaba un acceso violento de tos. Las enfermeras entraban en el dormitorio, le daban golpes en la espalda, intentaban sacarle el veneno. Aunque consiguieran hacerle respirar normalmente de nuevo -normalmente» quiere decir con la ayuda del aparato de oxígeno-, la lucha lo dejaba fatigado para todo el día siguiente.

Ahora tenía el tubo de oxígeno en la nariz. A mí no me gustaba nada verlo. Para mí era un símbolo de impotencia. Tenía deseos de quitárselo.

– Anoche… -dijo Morrie con voz suave.

– ¿Sí? ¿Qué pasó anoche?

– … tuve un acceso de tos terrible. Duró horas enteras. Y la verdad es que yo no estaba seguro de salir de aquello. No tenía aliento. El ahogo no se me pasaba. En un momento dado empecé a marearme… y entonces sentí una cierta paz, sentí que estaba preparado para irme.

Abrió más los ojos.

»Mitch, fue una sensación increíble. La sensación de aceptar lo que pasaba, de estar en paz. Estaba pensando en un sueño que había tenido la semana pasada, en el que cruzaba un puente que conducía a un lugar desconocido. Estaba dispuesto a pasar a lo que venga a continuación.»

– Pero no pasaste.

Morrie hizo una pausa. Sacudió la cabeza levemente.

– No, no pasé. Pero sentí que podía. ¿Lo entiendes?

»Eso es lo que buscamos todos. Una cierta paz con la idea de morir. Si al final sabemos que podemos tener, en último extremo, esa paz al morir, entonces podemos hacer por fin lo que es verdaderamente difícil.»

– Que es…

– Hacer las paces con la vida.

Quiso ver el hibisco que estaba en el alféizar detrás de él. Lo tomé en la mano y se lo acerqué a los ojos. Sonrió.

– Morirse es natural -volvió a decir-. El hecho de que hagamos tanto alboroto al respecto se debe por completo a que no nos vemos a nosotros mismos como parte de la naturaleza. Pensamos que, por ser humanos, estamos por encima de la naturaleza.

Sonrió a la planta.

»No lo somos. Todo lo que nace, muere.»

Me miró.

»¿Lo aceptas?

– Sí.

– Está bien -susurró-. Ahora, he aquí lo positivo. He aquí el modo en que somos diferentes de estas plantas y de estos animales maravillosos.

»Mientras podamos amarnos los unos a los otros y recordar el sentimiento de amor que hemos tenido, podemos morirnos sin marcharnos del todo nunca. Todo el amor que has creado sigue allí. Todos los recuerdos siguen allí. Sigues viviendo en los corazones que has conmovido y que has nutrido mientras estabas aquí.»

Tenía la voz ronca, lo que solía significar que tenía que dejar de hablar un rato. Volví a poner la planta en el alféizar y fui a apagar la grabadora. Ésta es la última frase que dijo Morrie antes de que yo la apagara:

– Al morir se pone fin a una vida, no a una relación personal.

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Había aparecido un nuevo avance en el tratamiento de la ELA: un medicamento experimental que empezaba a aprobarse. No curaba la enfermedad sino que la retrasaba, aplazaba el deterioro durante cosa de varios meses. Morrie había oído hablar de ello, pero la enfermedad estaba demasiado avanzada. Además, aquel medicamento no estaría disponible hasta dentro de varios meses.

– No es para mí -decía Morrie, descartándolo.

En todo el tiempo que duró su enfermedad, Morrie no abrigó nunca la esperanza de poderse curar. Era realista hasta la exageración. Una vez, le pregunté si, suponiendo que alguien pudiera agitar una varita mágica y curarle, se convertiría él con el tiempo en el hombre que había sido antes.

Él sacudió la cabeza.

– No puedo volver atrás. Ahora soy un ser diferente. Tengo actitudes diferentes. Aprecio de una manera diferente mi cuerpo, lo que no hacía plenamente antes. Soy diferente en cuanto al modo de abordar las grandes preguntas, las preguntas definitivas, las que no se puede quitar uno de encima.

»Ésa es la cuestión, ya ves. Cuando pones los dedos en las preguntas importantes, ya no te puedes apartar de ellas.»

– Y ¿cuáles son las preguntas importantes?

– Tal como yo lo veo, están relacionadas con el amor, la responsabilidad, la espiritualidad, la conciencia. Y si yo estuviera sano hoy, éstas serían todavía las cuestiones que me importarían. Deberían haberlo sido siempre.

Intenté imaginarme a Morrie sano. Intenté imaginarme que se quitaba las mantas de encima, que se bajaba de ese sillón, que los dos íbamos a dar un paseo por el barrio, como solíamos pasearnos por el campus. Me di cuenta de pronto de que hacía dieciséis años que no lo veía en pie. ¿Dieciséis años?

– ¿Y si tuvieras un día de salud perfecta? -le pregunté- ¿Qué harías?

– ¿Veinticuatro horas?

– Veinticuatro horas.

– Veamos… Me levantaría por la mañana, haría mis ejercicios, me tomaría un desayuno riquísimo con bollos y té, iría a nadar, después haría venir a mis amigos para tomar con ellos un buen almuerzo. Los haría venir de uno en uno o de dos en dos para que pudiésemos hablar de sus familias, de sus asuntos, hablar de cuánto significamos los unos para los otros.

»Después me gustaría ir a dar un paseo, en un jardín con árboles, contemplar sus colores, contemplar los pájaros, absorber la naturaleza que no he visto desde hace tanto tiempo.

»Por la tarde iríamos todos juntos a un restaurante a comer una buena pasta, quizás algo de pato, me encanta el pato, y después pasaríamos el resto de la noche bailando. Yo bailaría con todas las parejas maravillosas que hubiera allí, hasta quedar agotado. Y después volvería a casa y me echaría un sueño profundo y maravilloso.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo.

Era tan sencillo. Tan corriente. En realidad, me sentí algo decepcionado. Me imaginaba que iría en avión a Italia o que almorzaría con el presidente, o que retozaría en la playa, o que probaría todas las cosas exóticas que se le ocurrieran. Después de todos aquellos meses allí acostado, incapaz de mover una pierna o un pie, ¿cómo podía encontrar la perfección en un día tan corriente?

Entonces me di cuenta de que aquélla era la clave.

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Antes de que yo me marchase aquel día, Morrie me preguntó si podía sacar él un tema.

– Tu hermano -me dijo.

Sentí un escalofrío. No sé cómo sabía Morrie que yo tenía aquello en la cabeza. Había estado intentando llamar a mi hermano a España desde hacía varias semanas, y me había enterado (por un amigo suyo) de que iba y volvía en avión a un hospital de Amsterdam.

– Mitch, sé que duele no poder estar con una persona querida. Pero debes estar en paz con los deseos de él. Quizás no quiera que interrumpas tu vida. Quizás no sea capaz de soportar esa carga. Yo digo a toda la gente que conozco que sigan haciendo la vida que conocen, que no la echen a perder porque yo me esté muriendo.

– Pero es mi hermano -dije yo.

– Ya lo sé -dijo Morrie-. Por eso duele.

Vi mentalmente a Peter cuando tenía ocho años, con el pelo rubio y rizado recogido en una bola sudorosa sobre su cabeza. Nos vi a los dos luchando en el solar que había junto a nuestra casa, manchándonos de hierba las rodillas de los vaqueros. Lo vi cantando canciones delante del espejo, sujetando un cepillo a modo de micrófono, y nos vi a los dos deslizándonos en el desván donde nos escondíamos juntos de niños, poniendo a prueba la disposición de nuestros padres a buscarnos para cenar.

Y después lo vi como el adulto que se había alejado de nosotros, delgado y frágil, con la cara enjuta a causa de los tratamientos de quimioterapia.

– Morrie -le dije-, ¿por qué no quiere verme?

Mi viejo profesor suspiró.

– No existe ninguna fórmula para llevar las relaciones personales. Hay que negociarlas de modos amorosos, con sitio para ambas partes; para lo que quieren y para lo que necesitan; para lo que pueden hacer y para cómo es su vida.

»En los negocios, las personas negocian para ganar. Negocian para obtener lo que quieren. Quizás estés demasiado acostumbrado a eso. El amor es diferente. El amor es cuando te preocupas tanto por la situación de otra persona como por la tuya propia.

«Has tenido esos momentos especiales con tu hermano y ya no tienes lo que tenías con él. Quieres recuperarlos. Quieres que no terminen nunca. Pero eso forma parte del hecho de ser humanos. Terminar, renovar, terminar, renovar.»

Lo miré. Vi toda la muerte del mundo. Me sentí impotente.

– Encontrarás un camino de vuelta a tu hermano -dijo Morrie.

– ¿Cómo lo sabes?

Morrie sonrió.

– Me encontraste a mí, ¿no?

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El otro día oí un cuentecillo bonito -dice Morrie. Cierra los ojos durante un momento y yo espero.


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