Primera parte
1
Lo primero que percibí de mi cuerpo fue el hedor a carroña.
En la postura lisiada de los condenados, estaba semihundido en el lodo y la maleza. A través de las bolsas sanguinolentas de los párpados, veía borrosamente mi cuerpo, negro de moscas, de avispitas chupadoras, de las temibles hormigas tahyi-rë que subían en hileras por mis miembros.
El vaho salobre del viento que soplaba desde la bahía me escocía las grietas purulentas de las heridas, más que los insectos. El calor y la muerte se movían en el mismo viento.
No me sentía del todo muerto, pero hubiera deseado estarlo como los demás.
Llevé con gran esfuerzo la mano sobre el pecho. Percibí los latidos de la sangre que se esparcía por el cuerpo como arena. El corazón de un muerto no late, pensé en el vértigo ondeante de la pesadilla.
Esa arena de sangre seca corriendo por mis venas formaba parte de esa pesadilla que ya no iba a cesar.
No era cadáver aún, pero llevaba la muerte en el pecho. Un enorme y ácido tumor Me llenaba todo el cuerpo. Ocupaba mi lugar.
Ese tumor era lúgubre porque era todavía existencia.
Unas mujeres de la Chacarita me habían recogido de noche en una carretilla y me llevaron a un rancho lleno de humedad, de miseria, de luto.
¿Por qué en la Chacarita, ese lugar de inundaciones, de matones seccionaleros, de suntuosas mansiones de nuevos ricos, de pobladores sumidos en la miseria absoluta?
¿Qué fuerza de atracción, de instinto, de presentimiento, me había llevado hasta ese lugar?
Yo estaba inconsciente, de modo que en los primeros días no me daba cuenta de nada.
No podía explicarme nada. No recordaba nada.
2
Por esas mujeres supe después que había estado yaciendo en el barro del potrero desde hacía por lo menos tres días, cuando empezó a propalarse por radio y televisión la noticia de la fuga.
El azar es mi aliado, mi cómplice.
Sé que es también mi mortal enemigo. Juega conmigo de las maneras más astutas y extrañas. Vivo bajo su signo y es seguro que bajo su signo exhalaré también el último suspiro.
Los recuerdos no eran para mí ahora más que los hechos relatados confusamente por esas mujeres que me observaban entre alarmadas y compasivas.
Me rodeaban sus siluetas oscuras, intemporales. Para ellas no existía el tiempo. Sólo la inmediata memoria del presente. En esa memoria de lo inmediato había entrado un desconocido a punto de morir. Era todo lo que sabían.
Secreteaban entre ellas sus comentarios en voz baja como en el adelantado velorio de alguien a quien la muerte sólo ha concedido una tregua.
3
Me escondieron en una de las zanjas de desagüe que sirven para canalizar los raudales de las lluvias, cubierta de espesa vegetación.
Las mujeres se fueron en seguida, con la conjura de un secreto que no debían ni podían denunciar.
Sólo quedó la dueña de casa, una anciana de flacura esquelética a quien no le podía ver la cara tapada a medias por el oscuro y andrajoso manto.
Envuelto de la cabeza a los pies en vendas de trapo apretadas sobre carnadas de hierbas medicinales machacadas, aspiraba esos zumos silvestres acres y suaves. Fui reconociendo el aroma del romero, del taropé, del ysypó milhombre, que me acercaban a la lejana y ya inaccesible realidad del pueblo natal.
Desde la zanja, oculta por salvaje vegetación, el día se deslizaba entre dos horizontes de sombra y luz, que sólo significaban para mí grados de una noche continua de nunca acabar.
La hondonada entera se llenaba por momentos de un viento coagulado en la inmovilidad de un aviso silencioso pero amenazador.
El calor pesaba entonces sobre mi cuerpo como un bloque de piedra.
Llegaban hasta mí el ladrido lejano de los perros, el gemir de las raíces, el rebullir de las ratas, el aliento de los bajos fondos donde el crimen incuba sus babas de plomo.
Las hojas ocultaban las estrellas y la luna. En la tiniebla blanca del mediodía el sol era apenas una mancha rojiza deslizándose en medio del boscaje hasta que se borraba en la total oscuridad.
El hambriento ulular de alguna lechuza me indicaba que la noche era noche. La tortura de los huesos, que el día era día. La angustia de la espera, que el tiempo es inmóvil como la eternidad.
El débil batir de mi pulso comprimido por las vendas me atronaba en el oído con el sordo estruendo de una explosión.
Después advertí que no era mi pulso sino el eco en mi espíritu de la conmoción del derrumbe.
Cuando ese sordo fragor se acabara de extinguir, iba a estar muerto, sin saberlo. Como había nacido.
4
La dueña de casa me llevaba caldos que mis labios rotos por el choque de una laja en el túnel sólo podían sorber a tragos lentos y espaciados. Me aflojó la venda de la cabeza.
Reconocí el sitio donde las mujeres me habían guarecido: el triángulo escaleno que va desde la catedral al antiguo seminario, convertido en cárcel; desde el viejo Cabildo, pasando por el enorme castillo de la Escuela Militar, hasta el Departamento de Policía.
No había corrido en mi fuga más de quinientos metros, hasta caer por el derrumbadero de los basurales en el hondón del potrero, lejos de las casas altas que los mercenarios enriquecidos del régimen habían hecho levantar en su lugar de origen de barro y miseria.
Empecé a oír las campanadas de la catedral dando las horas. Esas campanadas me recordaban la queja de los presos contra el reloj catedralicio: En lugar de tocar horas, por qué no tocas siglos…
Un refrán viejo como la cárcel pegada a la iglesia metropolitana.
Un preso preguntó al paí Ramón Talavera, capellán de la cárcel, por qué eran tan lentas las horas en las campanadas de la catedral.
El cura, protector de los presos y cómplice de alguna que otra evasión, le respondió guiñándole un ojo: «Seguramente para recordarnos la lentitud con que arden los carbones del infierno.»
5
Cuando pude emitir un ruido parecido a la voz, pregunté a la anciana por qué se exponía al riesgo inútil de tenerme escondido en su casa.
Al principio no entendió lo que mi voz estropajosa le quería decir.
Le repetí la pregunta, tartamudeando mis palabras sílaba por sílaba.
– Por mi hijo… -respondió la mujer, luego de un largo silencio.
Bajo el manto oscuro que le cubría la cabeza sólo podía verle el hueco oscuro de la boca.
6
Fui recobrando lentamente el movimiento de los miembros. La memoria también empezó a surgir de la oscuridad en que mi mente había fondeado.
Imágenes, hechos difusos, figuras deformes que transcurrían en un solo día hecho de innumerables días. Un solo día fijo, inmóvil. Ése que me hallaba expiando por estar vivo, me tenía clavado en una zanja, como en una sepultura anticipada.
No era sino una inmundicia más en el basural del baldío.
La grieta resplandeciente en lo alto del túnel encandilaba mis ojos a toda hora a través de los párpados desgarrados. Era como el embudo vitrificado de la fulgurita que el rayo deja al pasar a través de los terrenos arenosos.
Con ansia mortal soñaba en lluvias torrenciales, en avalanchas de agua y barro que arrojaran mi cuerpo a la laguna muerta de la bahía.
En la hondonada cenagosa zumbaba la vida desnuda, potente, pestilencial, esponjada en las burbujas de su propia fermentación.
Con el resto de mis fuerzas trataba de absorber por todos los poros esa energía ciega y elemental.
Sobre mi cuerpo escurrido y flaco se había apostado una sombra que me impedía pensar, respirar, dormir, mover un solo músculo, recordar quién era yo.
En la total inmovilidad de mi cuerpo, mi corazón se movía en contracciones dolorosas con los movimientos de la tierra.
Me acosaba la sensación continua de que una rata, de las muchas que recorrían la zanja, mordisqueaba mis vendas como queriendo liberarme de esa mortaja. Sus colmillos agudos y nacarados se deslizaban muy cerca de mis ojos fulgurando en la oscuridad.
Empezó a roerme el labio partido, la punta de la nariz. No sufría ningún dolor. Sólo una náusea atroz.
Al atardecer siguiente, un gato barcino, enorme y flaco, con ojos de tigre, se acercó, husmeó mi cuerpo y montó guardia a mi lado, inmóvil y sombrío.
Se quedó allí toda la noche. Al amanecer se fue.
7
A través de la grieta fúlgida acudieron a mi mente otras vidas, otras historias, otros recuerdos.
María Regalada, hija y nieta de los sepultureros de Costa Dulce, cuidando las tumbas en el cementerio. Cristóbal Jara, el jefe montonero, escondiéndose en la tumba recién abierta para el juez de paz Clímaco Cabañas, muerto la noche anterior por los guerrilleros en la acción de Ñumí.
Otra vez, el azar y sus encrucijadas.
María Regalada estaba internada en el hospital para tener al hijo que Sergio Miscovski había dejado en sus entrañas.
El ataúd del juez fue descendido sobre el cuerpo vivo de Cristóbal Jara, sin que el sepulturero venido de un pueblo vecino se percatara del doble enterramiento.
De este modo, el jefe de las milicias seccionaleras de la zona apresaba, bajo el cajón de su cadáver, al cabecilla de los guerrilleros, al que venía persiguiendo desde hacía meses.
El acompañamiento se dispersó bajo una lluvia torrencial que duraría días.
Poco después, como cada año, la inundación cubriría las zonas bajas de Manorá.
8
El rumor popular quiso que Cristóbal Jara pudiera zafarse con vida de ese entierro y que fuera después un héroe más entre los camioneros del Chaco que llevaban el agua a los frentes de combate y que permitieron ganar la guerra de la sed.
Apoyado en ese rumor escribí la historia imaginaria y romántica de Cristóbal y Salu'í, que se inspiró en el trágico relato narrado por el gran escritor boliviano Augusto Céspedes, que fue también un héroe en la guerra.
En la posterior reconciliación de los dos pueblos hermanos, Céspedes vino como embajador a Asunción.
Le conocí en las tertulias de la embajada. Hombre admirable. Duro como el hierro. Nacionalista fanático en su país bolivariano, una especie de Tíbet aymara y castizo, más cerrado aún que Paraguay, en sus mesetas y cumbres andinas.