El jefe se retiró el cigarrillo de los labios y tragó saliva, antes de hablar. Todos seguían en palpitante silencio

la escena, respirando corto y palpitando largo ante la tremenda revelación del calabrés.

– Explíquese, señor Tizonelli, es muy grave lo que usted nos da a entender…

Benujón sacó el pecho y con la cara levantada informó de las máquinas infernales montadas en la cabeza de Carne Cruda y bajo la casa de Tamagás. Oportunidad única. Al quemar al Diablo en el fuego purificador, se inflamará su cerebro, bombazo que hará saltar la casa, pues la dinamita es una tía tan delicada…

– Siempre necesitaremos de su ayuda para capturarlos -cortó el jefe- porque esas máquinas de muerte las vamos a desmontar en seguida.

– ¡Ma, no entiendo lo que dice!

– ¡Así como lo oye, desmontarlas!

– ¡Cómo desmontarlas, echar a perder mi trabajo y desperdiciar la ocasión de que estén todos juntos!

– ¡No perdamos tiempo!

– ¡Pero si van a estar el presidente, el arzobispo, el nuncio y los del Comité, toda gente de primerísima…! -¡Hay que capturarlos!

– ¿Capturarlos para qué, si se puede salir de ellos ahora, ahora mismo?

– ¡No se discuten las órdenes! Con esas explosiones lo único que haremos es alarmar a los cuarteles y todo se habrá perdido. Van a masacrar a nuestros bailarines… Por esas vidas, señor Tizonelli, hay jóvenes, mujeres, muchos de los que aparentemente están bailando no tienen veinte años. Por ellos se lo pido…

– Vamos… -bajó la cabeza Tizonelli, después de un breve silencio-, pero temo que no lleguemos a tiempo,

cuando yo salí de casa del alquilador de disfraces, antes de que me capturaran estos amigos, ya estaban llegando los invitados.

– En todo caso daremos la orden de empezar el ataque, si ocurre la explosión.

Volvieron a la capital devorando. camino, no en el jeep, sino en un automóvil adornado, como para un paseo de carnaval. La orden era evitar el atentado y capturar vivos a los del Comité y a los invitados.

Tizonelli no se daba por vencido y se decía: No comprendo a estos revolucionarios que quieren al enemigo vivo, no muerto, vivo, y que prefieren la justicia a la venganza… rivolucioni diportivi, vencer en buena lid, caballerosamente, ja, ja… rivolucioni diportivi…!

Por la carretera se desplazaron a toda velocidad, las rutas de acceso a la capital estaban casi desiertas, como en los días de fiesta, pero en llegando a la ciudad hubo que reducir el empuje y no tardaron en quedar atrapados en una esquina, al paso de los bailarines, enhiestos, osados, castigantes, que se dirigían a la Plaza de Armas bailando el Torotumbo, al compás de tunes y tambores, bajo lluvias torrenciales de confeti, serpentinas, serrines de colores, entre cordones interminables de cientos, de miles de cabezas y pechos de personas alineadas en las aceras, cauces humanos que hervían en aplausos, en gritos, en espuma de gana de seguirlos al contagio del ritmo belicoso, mares que al crecer aumentaba la ágil desproporción entre los pies de los bailarines, tobillos de colibrí, y la multitud que se movía con ellos, como un toro sobre sus pezuñas.

Rivolucioni diportivi! se repetía Tizonelli, incesantemente, ma che ¡el enemigo vivo… el enemigo muerto!, balanceaba la cabeza, el enemigo vivo es peligroso, el enemigo muerto es perfecto, y petrificaba su protesta en la inmovilidad más rencorosa junto al agitarse de sus acompañantes que molían con espaldas y fondillos, en sus asientos y respaldos, su desesperación por llegar antes que se produjeran las explosiones en casa del alquilador de disfraces, a sabiendas de que eso era imposible si seguían bloqueados entre la muchedumbre y los bailarines que aparecían por todos lados, igual que burbujas de agua azul, de agua verde, de agua roja, de agua amarilla, danzando al compás de tambores gigantes fabricados con cueros de toros de lidia, toros-tambores que lanzaban relámpagos hacia delante, truenos hacia atrás y lluvia con sonido de sangre a los costados, toros-tambores de piel de plata robado a las curtiembres de la luna, donde amontonábanse en manchas y sombras, la crin y la pelambre de las reses muertas.

Dos, tres veces, el que los comandaba, sentado al lado del chófer, se llevó la mano a la muñeca, después de consultar la hora, apretándola contra el reloj, como para detener el tiempo que se le iba por entre los dedos, se le iba, se le iba, pulso en sus venas, marcha de insecto en el instantero, cuero y madera de los tambores y los tunes, troncos de árboles huecos vibrando, como huesos de razas vegetales vaciados de sus medulas y sonoros por la ausencia de lo que volvía a estar presente al compás del Torotumbo.

El automóvil seguía en el mismo lugar, con Tizonelli petrificado, revolucioni deportivil, y sus acompañantes moviéndose, cada vez más inquietos, menos controlados, lo que no dejaba de ser peligroso, pues no faltarían espiones entre el público que al observarlos, presas de aquella nerviosidad, los seguirían para inquirir la causa. Las cabezas atrás para ver por la ventanilla de la capota si había esperanza de que pasara aquel mar de gente, las cabezas adelante entresacando los ojos por el parabrisas, con un ligero quiebre de nuca al agacharse a mirar a los bailarines, las caras a las ventanillas, juntas las piernas, separadas las piernas, un pie sobre otro, un pie lejos del otro, las manos prensadas entre las rodillas y la exasperación, las uñas en los dientes, las uñas en las uñas, las uñas en el pecho, rascándose del lado del corazón que en momentos de angustia come como una vieja cicatriz.

Por fin acabaron de pasar los bailarines y el automóvil se puso en marcha tratando de abrirse camino a bocinazo limpio entre la masa humana que abandonaba la calle compacta, pegajosa, con hedor de manteca caliente, pero avanzaba tan despacio que los acompañantes de Tizonelli, desesperados por llegar, se salían de los asientos, como si adelantándose ellos, el vehículo fuera a ir más veloz, cuando pasaba lo contrario, poco a poco se había ido quedando inmóvil, detenido por avalanchas de gente que acabó por cubrirlo, asalto de comparsas que subían a los estribos para rodar, imaginariamente, porque no pasaban del mismo sitio, cortinas humanas que de lado y lado les robaban el espectáculo de juglares tiznados con hollín, tarascas, toreros, payasos, gigantes, todo el tren de carnaval déla cuidad acompañando a los bailarines toronegros, torozambos, toroprietos, toropintos, torostorostorostoros que machacaban el suelo

como si quisieran hendir la tierra, atravesarla y en su antípoda encontrarse todavía bailando el Torotumbo. ¿Llegarían o no llegarían…?, se preguntaban a cada momento el calabrés y sus acoquinados acompañantes. Las mismas palabras eran para Tizonelli inquietante querer adivinar, interrogándose, si habían concurrido o no a casa de Tamagás, los invitados del padre Berenice, si habían llegado o no el arzobispo, el presidente Libereitor, el nuncio, y para sus compañeros duda de si al paso en que iban llegarían a tiempo para evitar las explosiones y capturarlos vivos, lo único que se esperaba para dar la orden de asalto a los cuarteles, telégrafo, correos y palacio, ya todo estratégicamente rodeado por los bailarines, al compás del Torotumbo, ¿Llegarían o no llegarían… los invitados? ¿Llegarían o no llegarían a tiempo de evitar el estallido de la bomba en la cabeza de Carne Cruda y la dinamita bajo la casa del alquilador de disfraces?

¿Pero no era ya la catástrofe aquel avanzar por metros a costa de largas esperas…? Dieron la voz de abandonar el automóvil y seguir a pie por entre aquella muchedumbre de angustioso color de agua sin fondo. Accionaron los picaportes de las portezuelas, prestos a salir, las comparsas que seguían en los estribos, saltaron para darles paso, pero en ese momento logró escurrirse el automóvil hacia una callejuela lodosa por el rebalse de una pila de lavaderos públicos. Trataban de ganar la 12 Avenida, estaría más despejada, y seguir hacia el Norte a toda máquina. ¿Llegarían o no llegarían los invitados…? ¿Llegarían o no llegarían ellos a tiempo…? En la 12 Avenida no era tanto el movimiento de bailarines y comparsas, cuanto de hombres, mujeres y niños que se desplazaban por las aceras y por en medio de la calle, ansiosos de ganar alguna esquina para ver pasar el Torotumbo.

El automóvil sorteaba a los peatones. El sol de media tarde se regaba oblicuo y majestuoso.

– ¡Ya el padre Berenice -se dijo Tizonelli- estará al final de su filípica contra el comunismo, representado por Carne Cruda, violador de la Patria, en el cuerpo de Natividad Quintuche, una indiecita… ya en el patio de Tamagás, donde se amontonó gran cantidad de leña, arderá el fuego purificador… y ya de un momento a otro sacarán al Diablo para arrojarlo a la hoguera!

Cerró los ojos aterrorizado de sólo imaginar lo que ocurriría si echaban a Carne Cruda en el fuego, pero no pudo apartarse de su visión y aleteantes las narices, duros los dedos en las manos empuñadas que pesaban como martillos sobre sus rodillas, siguió imaginando con los ojos cerrados, mientras rodaba el automóvil, a los miembros del «Comité de Defensa contra el Comunismo», como hormigas que se acercaban a la hoguera con un escorpión de sangre a cuestas. Se representó a Tamagás, al padre Berenice, a Fracas, a Teotimo, al Milico Chacal, al yanqui del capuchón, a los dos invitados de sendas lilas, arzobispales y al entorchado fantoche presidencial, triste, intestinal, con las pestañas largas y las ojeras del árbol en que se ahorcó judas. Pero no pudo retener sus pupilas y en el instante en que vio o creyó que iban a entregar a las llamas al enorme Carne Cruda, muñeco de cuernos amarillos, ojos verdes y dientes blancos como los rieles de los ferrocarriles de la luna, alzó los párpados ateronados de cansancio y encontróse a sus acompañantes satisfechos de estar a pocas cuadras de la casa del alquilador de disfraces, planeando el asalto por la tapia que daba a la hortaliza, ya que eran pocos y debían operar por sorpresa.

Sin haberse escondido tras el lienzo agujereado de un Cristo, lugar que le preparó Tamagás, no sólo para que no lo vieran, por aquello de que estarían ojo al Cristo y no ojo al ojo del escondido, sino para librar de maleficio a su buen amigo y cómplice de tantas cosas -la violación, las copias de las listas de evadidos, su culto al Demonio-, Tizonelli había seguido desde el automóvil el auto de fe, lejos de pensar que lo que imaginaba estuviera pasando. Abrió los ojos momentos antes de que Carne Cruda fuera entregado a las llamas y momentos después, al pasar frente a la plazuela del templo de Santo Domingo, una violenta sacudida conmovió el automóvil de abajo arriba, la carrocería, los cristales, el aire, todo tronó, y a la distancia, frente a ellos, siempre hacia el Norte, se vio subir por el azul que el fulgor, el estampido y los sucesivos ecos de la deflagración hicieron más profundo, la lengua de la tierra que se pegaba al cielo, polvo y humo confundidos en un pelotón de fuego que fusilaba ángeles. A Tizonelli se le fue la carne en pedazos de angustia contra la ropa, como si a él también le hubiera alcanzado la explosión… ¡si por su culpa fracasara el golpe que preparaba el pueblo… si no se pudiera dar el asalto y masacraran a los bailarines… si el atentado se hubiera frustrado…! ¡Si… si… si… todo ganado o perdido…! todo… todo… El automóvil apretaba la marcha, pero a la voz de alguien que propuso volver atrás -para qué seguían si ya no iban a capturar a nadie-, reaccionó el desmoralizado Tizonelli: era necesario saber si habían llegado las eminencias invitadas y si quedaba algo de sus personas y de los disfraces en que iban envueltas. Distante, monótono, profundo, se escuchaba, destilado en el silencio que sobrevino a la explosión, el eco del Torotumbo, como si golpearan contra casas abandonadas, casas huecas, cascarones de casas, sus testuces, los toros toronegros, los toros torobravos, los toros torotumbos, los torostorostoros… del baile que seguía al centro y sur de la ciudad, llameante de crepúsculo y de algo parecido a los fuegos artificiales, bien que la detonación se oyera más seca, crocante, en dirección a las bases aéreas.


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