Fue entonces, el primer viernes en que le tocó cumplir con su nueva obligación, cuando Mr Bayo reavivó en su memoria, con la misma despreocupación que le había hecho preguntarse a Lilburn, extrañado, al incorporarse al instituto, si aquel hombre de talante serio y conducta irreprochable tendría capacidad para la extravagancia, la advertencia inicial que ya en su momento le había producido cierta sensación de desasosiego:

– Esta noche -le dijo durante la hora del recreo-ya sabe: no se preocupe del fantasma. Creo que ya se lo expliqué por encima en su día, pero vuelvo a recordárselo por si lo ha olvidado, ya que hoy le corresponde a usted quedarse de guardia y podría sobresaltarse con los ruidos que hace el señor de Santiesteban. A las nueve menos cuarto oirá abrirse una puerta de golpe y escuchará siete pisadas de ida y, tras un breve silencio, otras ocho de vuelta. Luego, la puerta que se abrió se cerrará, sin tanto estrépito, por cierto. No se asuste ni haga ningún caso. Esto es algo que sucede desde no se sabe cuándo, por supuesto desde antes de que el instituto tuviera su sede principal en este edificio. No tiene nada que ver con nosotros por tanto y, como podrá imaginar, estamos más que acostumbrados; no digamos el pobre Fabián, que era por lo general el único que lo escuchaba. Solamente le ruego que, puesto que usted se queda con las llaves hasta el lunes y por tanto habrá de ser el primero en llegar ese día para abrir, no se olvide de retirar del corcho que hay justo enfrente de mi despacho el escrito de dimisión. Hágalo nada más entrar, por favor. Aunque todo el mundo está al corriente de la existencia del señor de Santiesteban (a nadie se le oculta, créame, y a nadie, tampoco, molesta ni altera su presencia, por otra parte muy discreta), procuramos que sin embargo no interfiera de manera ostentosa en las vidas de los alumnos, que, como niños, son más sensibles que nosotros a esta clase de inexplicables acontecimientos. Acuérdese, pues, si no le importa, de quitar el papel. Y, por supuesto, simplemente tírelo a la papelera más cercana. ¡Imagínese si los guardáramos! A estas alturas tendríamos una habitación llena. ¡Cada vez que lo pienso! ¡Qué disparate! Noche tras noche, a la misma hora, el mismo texto; idéntico, sin una palabra, sin una sílaba cambiada. A eso se le llama perseverancia, ¿no cree usted?

El joven Lilburn no hizo comentario alguno y se limitó a asentir con la cabeza.

Pero al anochecer, mientras corregía unos ejercicios en la biblioteca a la espera de que llegara la hora de cerrar el edificio y marcharse a casa, oyó, en efecto, que una puerta se abría con gran violencia haciendo vibrar unos cristales, y a continuación unos pasos firmes y decididos -por no decir soliviantados-, un breve silencio que duró segundos, de nuevo otra tanda de pasos, ahora más sosegados, y finalmente la misma puerta (era de presumir), que se cerraba con suavidad. Miró el reloj que colgaba de una de las paredes de la habitación en que se encontraba y vio que eran las ochó y cuarenta y seis minutos. Más irritado que sorprendido o atemorizado, se levantó de su silla y salió de la biblioteca. En el corredor se detuvo y guardó silencio, a la expectativa de que se produjesen nuevos ruidos, pero no oyó nada. Recorrió entonces el edificio en busca de algún alumno rezagado o bromista a quien procuraría hacer ver, más que otra cosa, lo improductivo de su travesura, pero no encontró a nadie. Dieron las nueve y entonces decidió marcharse sin darle más vueltas al asunto; pero cuando ya se disponía a salir recordó una de las observaciones -la que tal vez más le había llamado la atención- que le había hecho Mr Bayo: subió al primer piso y se acercó al corcho que había en el pasillo, frente al despacho de su superior. Solamente vio, clavado con cuatro chinchetas, un prospecto de sobras conocido que anunciaba un ciclo de conferencias acerca de George Darley y otros poetas menores románticos que un profesor visitante de Brasenose College iba a pronunciar a partir de abril. Y no había nada en absoluto que se pareciera a una carta de dimisión. Más tranquilo, y también más satisfecho, se encaminó hacia la calle de Orellana y ya no volvió a acordarse del episodio hasta que el lunes, a media mañana, Miss Ferris le salió al encuentro tras una de sus clases y le comunicó que Mr Bayo deseaba verle en su despacho.

– Mr Lilburn -le dijo el anciano profesor de historia cuando estuvo ante él-, ¿recuerda usted que le rogué encarecidamente que no olvidara retirar esta mañana, antes de hacer ninguna otra cosa, las cartas de dimisión del señor de Santieste-ban del corcho de ahí fuera?

– Sí, señor, lo recuerdo perfectamente. Pero el mismo viernes por la noche, después de oír las pisadas que usted me anunció, subí para cumplir su encargo y no vi nada en el corcho. ¿Es que acaso debería haber vuelto a mirar esta mañana?

Mr Bayo se dio una leve palmada en la frente como quien cae en la cuenta de algo y contestó:

– Oh, claro, en realidad es culpa mía por no habérselo advertido. Sí, Mr Lilburn, sólo tenía que haber mirado esta mañana. En fin, no tiene ninguna importancia en realidad, tampoco es la primera vez que esto sucede. Pero sépalo para la próxima vez: la carta aparece de madrugada, aunque es de suponer que el fantasma del señor de Santieste-ban la clava en el corcho a las nueve menos cuarto. Sí, ya sé que resulta inexplicable, pero ¿acaso no lo es la misma presencia de este caballero? Bueno, eso era todo, Mr Lilburn; y no se preocupe: a los niños se les habrá pasado la excitación esta misma tarde.

– ¿Los niños?

– Sí, han sido los de tercero los que me han hecho darme cuenta de que las cartas seguían ahí fuera. Los oí alborotar en el pasillo, salí a ver qué ocurría y me los encontré manoseando las tres cuartillas muy agitados.

Lilburn, entonces, hizo un ademán de exasperación y dijo:

– No entiendo nada, Mr Bayo. En verdad le estaría muy agradecido si me diera usted ahora mismo una explicación detallada y coherente de los hechos. ¿Qué es esto de las tres cartas, por ejemplo? ¿Cuál es la historia de ese fantasma, si es que realmente existe? Me ha hablado usted sin cesar de escritos de dimisión, pero aún no sé de qué diablos dimite el tal señor de Santiesteban cada noche. En fin, estoy desconcertado y no sé qué pensar.

Mr Bayo esbozó una sonrisa melancólica y respondió:

– Ni yo tampoco, Mr Lilburn, y crea que me gustaría, al cabo de tantos años de estar aquí, conocer los pormenores de la sin duda amarga historia del señor de Santiesteban. Pero no sabemos nada en absoluto acerca de él. Su nombre no nos dice nada ni por supuesto figura en anuarios, diccionarios o enciclopedias de ningún tipo: no fue un hombre famoso o al menos no hizo nada en vida que fuera digno de mención. Quizá tuviera alguna relación con el anterior propietario del edificio, el hombre que lo mandó construir alrededor de 1930, no recuerdo ahora en qué fecha exacta: era un caballero de inmensa fortuna y grandes inquietudes artísticas y políticas; fue una especie de protector de los intelectuales izquierdistas durante los años de la Segunda República española y murió arruinado. Pero no lo sabemos a ciencia cierta ni, de hecho, poseemos ninguna información concreta que nos permita suponer tal relación. También podría ser que su estrecha vinculación al edificio proviniera de su… ¿conocimiento, amistad, trato profesional? con el arquitecto, un personaje asimismo interesante: sus obras eran bastante avanzadas para la época y se suicidó, arrojándose al mar durante una travesía en barco, cuando aún era relativamente joven. Pero tampoco hay manera de averiguarlo. Todo esto no son más que suposiciones, Mr Lilburn, e hipótesis que ni siquiera me atrevo a formular en su totalidad por falta de datos.

– Es todo muy raro y muy curioso -comentó Lilburn.

– Ya lo creo -dijo Mr Bayo-. Y si he de serle sincero, le diré que hace ya mucho tiempo, cuando yo era algo mayor que usted ahora y acababa de entrar en el instituto, las misteriosas pisadas del señor de Santiesteban despertaron mi curiosidad y lograron quitarme el sueño durante algunos meses; no exageraré si digo que estuvieron a punto de convertirse en una obsesión. El caso es que desatendí mi trabajo y me dediqué a hacer indagaciones. Visité a los respectivos parientes del antiguo propietario y del arquitecto y les interrogué acerca de la posible amistad de estos dos hombres con un cierto Leandro P. de Santiesteban, pero jamás habían oído tal nombre; consulté la guía telefónica en busca de algún Pérez de Santiesteban, por ejemplo (pues aún ignoro qué significa esa P: tal vez la primera parte de un apellido compuesto, quizá sólo Pedro, Patricio, Plácido, no lo sé), pero no hallé ninguno; en mi desmedido afán por conocer la historia del fantasma fui al registro civil con la esperanza de encontrar alguna partida de nacimiento que por lo menos me diera una pista, aunque fuese falsa: un apellido parecido hacia el que dirigir mis investigaciones; pero no obtuve ningún resultado positivo y sí, en cambio, problemas con los funcionarios, que me tomaban por loco, y con la policía, pues mi conducta, en aquellos tiempos tan alarmistas, les resultaba muy sospechosa; finalmente fui a ver a todos los Santiesteban de la ciudad, que son bastantes. Pero nunca había habido nadie llamado Leandro en sus respectivas familias y algunos no me quisieron recibir siquiera. En fin, todo fue en vano y me vi obligado a desistir invadido por la desagradable sensación de haber perdido el tiempo y hecho el ridículo. Como el resto de las personas que trabajan en el instituto, ahora me limito a aceptar la innegable existencia del fantasma y a no prestarle la menor atención, habida cuenta de que hacerlo es inútil y sólo proporciona sinsabores e insatisfacción. No puedo, por tanto, contestar a las preguntas que me ha hecho, Mr Lil-burn, y créame que lo siento. Pero le aconsejo que haga como los demás: no se preocupe por el señor de Santiesteban. No molesta, no es desde luego peligroso y lo único que hace es dejar cada noche una carta de dimisión que a nosotros no nos cuesta ningún trabajo retirar al día siguiente.

– De eso precisamente -dijo Lilburn- iba a hablarle de nuevo. ¿Y la carta de dimisión? Allí explicará algo, ¿no? ¿De qué dimite? ¿Y por qué hoy, como usted ha mencionado antes, había tres?

Mr Bayo, entonces, se inclinó hacia la papelera que tenía al lado y extrajo unas hojas arrugadas que extendió al joven Lilburn al tiempo que decía:

– Hoy había tres por la sencilla razón de que es lunes y, como es normal, no ha habido nadie en el edificio durante el fin de semana para retirar ni la del viernes, ni la del sábado, ni la de ayer domingo. Usted tendría que haberlas quitado del corcho esta mañana temprano, pero ha sido culpa mía y no suya, como ya le he dicho, que no lo hiciera. Tenga.


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