Sebastián Acevedo no hizo una súplica sino una advertencia. Como el arzobispo estaba de viaje, habló con los funcionarios del arzobispado, habló con los periodistas de mayor audiencia, habló con los líderes de los partidos políticos, habló con dirigentes de la industria y el comercio, habló con todo el que quiso oírlo, inclusive con funcionarios del gobierno, y a todos les dijo lo mismo: “Si no hacen algo por impedir que sigan torturando a mis hijos, me empaparé de gasolina y me prenderé fuego en el atrio de la Catedral ”. Algunos no le creyeron. Otros no supieron qué hacer. En el día señalado, Sebastián Acevedo se plantó en el atrio, se echó encima un cubo de gasolina, y advirtió a la muchedumbre concentrada en la calle que si pasaban de la raya amarilla se prendería fuego. No valieron los ruegos, no valieron órdenes, no valieron amenazas. Tratando de impedir la inmolación, un carabinero pasó la raya, y Sebastián Acevedo se convirtió en una hoguera humana.
Vivió todavía siete horas, lúcido y sin dolor. La conmoción pública fue tan radical, que la policía se vio forzada a permitir que su hija lo visitara en el hospital antes de morir. Pero los médicos no quisieron que lo viera en su estado de horror, y sólo le permitieron hablar por el citófono. “¿Cómo sé yo
que tú eres Candelaria?”, preguntó Sebastián Acevedo al oír la voz. Ella le dijo entonces el diminutivo cariñoso con que él la llamaba cuando era niña. Los dos hermanos fueron sacados de las cámaras de tortura, tal como el padre mártir lo había exigido con su vida, y puestos a disposición de los tribunales ordinarios. Desde entonces, los habitantes de Concepción tienen también un nombre secreto para el lugar del sacrificio: Plaza Sebastián Acevedo.
¡Qué difícil es afeitarse en Concepción!
Aparecer en ese bastión histórico a las siete de la mañana, disfrazados de burgueses pero sin afeitar, era un riesgo que no valía la pena. Además, cualquiera sabía que un ejecutivo de publicidad de estos tiempos, junto con la grabadora miniaturizada para recordar sus ideas, lleva en el maletín una afeitadora electrónica para afeitarse en los aviones, en los trenes, en el automóvil, antes de llegar a una cita de negocios. Sin embargo, tal vez no había un riesgo mayor en Concepción que buscar quien lo afeitara a uno un sábado cualquiera a las siete de la mañana. La primera tentativa la hice en la única peluquería abierta a esa hora cerca de la Plaza de Armas, que tenía un letrero en la puerta: Unisex. Una muchacha como de veinte años estaba barriendo el salón, todavía entre sueños, y un hombre casi tan joven como ella ordenaba los frascos en el tocador.
– Quiero rasurarme -dije.
– No -dijo el hombre-, aquí no hacemos ese trabajo.
– ¿Dónde lo hacen?
– Vaya más adelante -dijo-. Hay muchas peluquerías.
Caminé una cuadra, hacia donde Franquie se había quedado para alquilar un automóvil, y me encontré que estaba identificándose con dos carabineros. También a mí me lo exigieron, pero no hubo problemas. Al contrario. Mientras Franquie alquilaba el automóvil, uno de los carabineros me acompañó dos cuadras hasta otra peluquería que estaba abriendo las puertas, y se despidió con un apretón de manos.
También ahí estaba el letrero en la puerta: Unisex. Tal como en el primer salón, en éste había un hombre de unos treinta y cinco años, y una muchacha más joven. El hombre me preguntó qué quería. Le dije: “rasurarme”. Ambos me miraron sorprendidos.
– No, caballero, aquí no damos ese servicio -dijo él.
– Aquí somos unisex -dijo la muchacha.
– Bueno -les dije yo- por muy unisex que sean podrán rasurarlo a uno.
– No, caballero -dijo él-, aquí no.
Ambos me dieron la espalda. Entonces seguí caminando por las calles desoladas, a través de la niebla opresiva, y no sólo me sorprendí de la cantidad de peluquerías unisex que había en Concepción, sino de la unanimidad de sus hábitos: en ninguna quisieron rasurarme. Estaba perdido en la niebla, cuando un niño de la calle me preguntó:
– ¿Anda buscando algo, caballero?
– Sí -le dije- ando buscando una peluquería que no sea unisex, sino de hombres solos, como las de antes.
Entonces me llevó a una peluquería tradicional con el cilindro de espiral rojo y blanco en la puerta y sillones rotatorios de los de mis tiempos. Había dos ancianos con los delantales sucios atendiendo a un solo cliente. Uno le cortaba el pelo y el otro le iba sacudiendo con una escobilla las pelusas que le caían en la cara y los hombros. Adentro olía a linimento, a alcohol mentolado, a botica antigua, y sólo entonces caí en la cuenta de que era el olor que había echado de menos en las peluquerías anteriores. El olor de mi infancia.
– Quisiera rasurarme -dije.
Tanto ellos como el cliente me miraron sorprendidos. El anciano de la escobilla me preguntó lo que sin duda estaban pensando los tres:
– ¿De dónde es usted?
– Chileno -dije sin pensarlo, y me apresuré a corregir-: pero soy uruguayo.
Ellos no notaron que la corrección era peor que el error, sino que me hicieron caer en la cuenta de que en Chile no se decía rasurar desde hacía años, sino afeitar. Tal vez por eso en las peluquerías de jóvenes unisex no entendieron mi idioma en desuso de chileno viejo. En ésta, en cambio, se animaron con la llegada de alguien que hablaba como en sus buenos tiempos, y el peluquero que estaba libre me sentó en el sillón, me puso la sábana en el cuello, a la antigua, y abrió una navaja oxidada. Tenía por lo menos setenta años mal vividos, y era alto y fofo, con la cabeza muy blanca, y él mismo tenía una barba de tres días.
– ¿Va a afeitarse con agua caliente o con agua fría? -me preguntó.
Apenas podía sostener la navaja con la mano temblorosa.
– Con agua caliente, por supuesto -le dije.
– Pues nos llevó el carajo, caballero -dijo él-, porque aquí no tenemos agua caliente, pura agüita fría.
Entonces volví a la primera peluquería unisex, y cuando dije que quería afeitarme -no rasurarme- me atendieron en seguida, pero con la condición de que me cortara el pelo. Tan pronto como acepté, el joven y la muchacha corrigieron la actitud negligente e iniciaron una larga ceremonia profesional. Ella me puso una toalla en el cuello, me lavó la cabeza con agua fría -pues tampoco allí había agua caliente- y me preguntó si quería la fórmula de mascarilla número tres, número cuatro o número cinco, y si me hacía un tratamiento para detener la calvicie. Yo le seguí la corriente, hasta que se detuvo de pronto cuando estaba secándome la cara, y dijo para sí misma: “¡Qué raro! “. Yo abrí los ojos sobresaltados: “¿Qué?”. Ella se ofuscó más que yo.
– ¡Tiene las cejas depiladas! -dijo.
Disgustado por su descubrimiento, decidí hacerle la broma más brutal que se me ocurrió, y le pregunté con una mirada lánguida:
– ¿Es que tienes prejuicios contra los maricones?
Ella se ruborizó hasta la raíz del cabello, y negó con la cabeza. Luego el peluquero se hizo cargo de mí, y a pesar del cuidado y la precisión de mis indicaciones me cortó más de la cuenta, me peinó de otro modo, y terminó por dejarme convertido otra vez en Miguel Littín. Era lógico, porque el maquillista de París había contrariado a propósito la tendencia natural de mi cabello, y el peluquero de Concepción no hizo sino volver las cosas a su lugar. No me preocupé, porque era fácil peinarme otra vez al modo de mi otro yo, como en efecto lo hice. No sin un grande esfuerzo moral, por cierto, contra mi añoranza de ser otra vez yo mismo en una remota ciudad de niebla, en la cual, de todos modos, nadie iba a reconocerme. Terminado el corte, la muchacha me condujo a la trastienda, y con toda clase de reservas, como si fuera un acto prohibido, enchufó la máquina de afeitar frente a un espejo y me la dio para que me afeitara. Sin necesidad de agua caliente, por fortuna.
Un paraíso de amor en el infierno
Franquie había alquilado el automóvil. Desayunamos en una fuente de soda con una taza de café frío, pues tampoco allí había agua caliente, y enfilamos hacia las minas de carbón de Lota y Schwager por el puente grande del Bío-Bío, el río más caudaloso de Chile, cuyas aguas de metal soñoliento eran apenas visibles en la niebla. En el siglo pasado, el escritor chileno Baldomero Lillo describió las minas y la vida de los mineros con todos sus detalles, y todavía su crónica parece actual. Es como estar en Gales hace cien años, tanto por la niebla saturada de hollín como por las condiciones de trabajo, que siguen siendo anteriores a la revolución industrial.
Había tres controles policiales antes de llegar. El más difícil, como lo habíamos previsto, fue el primero. Por eso gastamos allí casi toda nuestra artillería verbal cuando nos preguntaron qué íbamos a hacer en Lota y Schwager. Yo mismo me quedé asombrado de la fluidez de mi respuesta.
Dije que habíamos venido a conocer el parque, que es uno de los más hermosos de América por sus araucarias ancianas y gigantescas, y también por la rareza de sus tantas estatuas rodeadas de pavos reales aciagos y cisnes de cuello negro. Nuestro propósito era usar el lugar para una película de publicidad que divulgara por el mundo entero el prestigio de Araucaria, un nuevo perfume bautizado con ese nombre en homenaje a aquel lugar idílico.
No hay policía chileno que resista una explicación tan larga, y menos si se hace con una exaltación desorbitada de las bellezas del país. Nos dieron la bienvenida, y debieron advertir de nuestro paso al segundo puesto de control, pues allí no nos pidieron identificarnos, pero nos requisaron los maletines y el automóvil. Lo único que les interesó fue la cámara Super-8 -aunque no es profesional-, porque hacía falta un permiso escrito para filmar en las minas. Les aclaramos que sólo queríamos llegar hasta el parque de las estatuas y los cisnes, en lo alto de la montaña, e intenté rematarlo con una displicencia de aristócrata.
– No nos interesan los pobres -les dije.
Examinando sin mucho interés cada cosa que encontraba, uno de los carabineros replicó sin mirarme:
– Por aquí todos somos pobres.
Quedaron conformes con la requisa. Media hora después, al término de una cornisa estrecha y escarpada, pasamos el tercer control sin ningún formalismo, y llegamos al parque. Un lugar delirante, que don Matías Cousiño, el famoso criador de vinos, hizo construir para la mujer que amaba. Trajo árboles fabulosos de todos los rincones de Chile para su complacencia. Trajo animales mitológicos, estatuas de diosas improbables que simbolizan los distintos estados del alma: la alegría, la tristeza, la nostalgia, el amor. En el fondo hay un palacio de cuento de hadas, desde cuyas terrazas se ve el Océano Pacífico hasta el otro lado del mundo.