Yo me negaba a irme mientras existiera una posibilidad de entrevistar al General Electric. El contacto había vuelto a perderse en el restaurante, pero mientras desayunábamos en la casa de Clemencia Isaura, hice una nueva llamada, y la misma voz femenina de siempre me pidió llamarla otra vez dos horas más tarde para una respuesta definitiva: sí o no. Entonces decidí que si un minuto antes de que saliera el avión conseguía el contacto, me quedaría en Santiago sin pensar en el riesgo. Si no, me iría para Montevideo. Me había planteado la entrevista como un asunto de honor, y me dolía en el alma no rematar con ella mis seis semanas de gracias y desgracias en Chile.

La segunda llamada tuvo el mismo resultado: había que repetirla otra vez dentro de dos horas. Tenía, pues, dos posibilidades más antes de la salida del avión.

Clemencia Isaura se empeñó en darnos un revólver de salteador de caminos que su esposo mantuvo siempre debajo de la almohada para espantar a los ladrones, pero logramos convencerla de que era una imprudencia. Nos despidió bañada en lágrimas, y no creo que fuera tanto por el afecto real que nos tenía, como por el dolor de quedarse sin la emoción de nuevas aventuras. En rigor, allí se quedó mi otro yo. Saqué las cosas personales indispensables, las puse en un pequeño maletín de mano, y le dejé a Clemencia Isaura la maleta de ruedas con los trajes ingleses, las camisas de hilo con los monogramas ajenos, las corbatas italianas pintadas a mano, la suntuosa parafernalia de salón del hombre que más había detestado en la vida. Lo único que conservé de él fue lo que llevaba puesto, y lo olvidé a propósito tres días después en un hotel de Rio de Janeiro.

Las dos horas siguientes las gastamos comprando regalos chilenos para mis hijos y para los amigos del exilio. Desde una cafetería cercana de la Plaza de Armas llamé por tercera vez y obtuve la misma respuesta: volver a llamar dentro de dos horas. Pero entonces no me contestó la mujer, sino un hombre que dio el santo y seña correcto, y me advirtió que si la próxima vez no habían establecido el contacto era imposible hacerlo antes de dos semanas. Así que nos fuimos al aeropuerto para llamar desde allí por última vez.

El tránsito estaba interrumpido por obras en varios lugares, la señalización era confusa, y las desviaciones numerosas y enredadas. Franquie y yo conocíamos muy bien el camino del viejo aeropuerto de Los Cerrillos, pero no el de Pudahuel, y sin saber cómo nos encontramos perdidos en una densa barriada industrial. Dimos muchas vueltas, buscando una salida a cualquier parte, y no nos dimos cuenta de que andábamos en sentido contrario hasta que se nos atravesó en el camino una patrulla motorizada de carabineros.

Me bajé del coche y decidí salirles al paso. Franquie, por su parte, los abrumó con el manantial incontrolable de su labia florida, sin darles un respiro para concebir una sospecha. Les hizo un recuento apresurado y fabuloso de un contrato que habíamos venido a firmar con el Ministerio de Comunicaciones para establecer en Chile una red de control del tránsito nacional por satélite, y les planteó el riesgo dramático de que todo el proyecto fracasaría si no alcanzábamos dentro de media hora el avión de Montevideo. Al final estábamos todos tan enredados tratando de precisar una ruta posible para retomar la autopista del aeropuerto, que los dos carabineros subieron de un salto a su automóvil y nos ordenaron seguirlos.

Fue así como llegamos al aeropuerto con la ruta barrida por las sirenas alarmantes y los relámpagos rojos del automóvil policial disparado a más de cien kilómetros por hora. Franquie corrió hacia el mostrador de Hertz para entregar el coche alquilado. Yo corrí al teléfono, llamé al mismo número por cuarta vez en ese día, y estaba ocupado. Insistí dos veces más, y a la tercera lo encontré libre, pero perdí un tiempo precioso porque la mujer que me contestó no identificó el santo y seña y colgó indignada. Volví a llamar enseguida, y entonces me contestó la misma voz de hombre de las veces ánteriores, pausada y tierna, pero sin ninguna esperanza. Y tal como me lo advirtió, no la habría antes de dos semanas. Cuando colgué, furioso y descorazonado, faltaba media hora para la salida del avión.

Estaba acordado con Franquie que yo pasaría los controles de inmigraciónmientras él terminaba de arreglar las cuentas de Hertz, de modo que pudiera escapar y dar la voz de alarma a la Corte Suprema de Justicia si me arrestaban a la salida. Pero a última hora resolví esperarlo en la sala casi desierta frente a la entrada de inmigración. Demoraba más de lo normal, y a medida que el tiempo pasaba me volvía más notorio con mi maletín de ejecutivo y dos de viaje, además de las bolsas de regalos. A través de los altavoces, una voz de mujer que me pareció más nerviosa que yo, hizo la última llamada a los pasajeros del vuelo para Montevideo. Presa del pánico, le di a un cargador el maletín de Franquie y un billete grande, y le dije:

– Lleve este maletín al mostrador de Hertz, y dígale al señor que está pagando que yo me fui en el avión, o que venga enseguida.

– Asómese usted mismo -me dijo él-, será más fácil.

Entonces me dirigí a una de las auxiliares de la compañía aérea que controlaba la entrada de los pasajeros.

– Por favor -le dije-, espéreme dos minutos mientras busco a mi amigo que está pagando el carro.

– Quedan sólo quince minutos -dijo ella.

Corrí hasta el mostrador sin preocuparme de mis modales. Pues la angustia me había hecho perder la parsimoniosa compostura de mi otro yo, y había vuelto a ser el cineasta impulsivo que fui siempre. Muchas horas de estudio, de previsiones milimétricas, de ensayos minuciosos, se habían ido al diablo en dos minutos. Encontré a Franquie muy calmado, discutiendo con el dependiente de Hertz un problema de cambio de moneda.

Dos colados en busca de autor

– ¡Qué carajo! -le dije- Págale lo que sea, y te espero en el avión. Nos quedan cinco minutos.

Hice un esfuerzo supremo por calmarme, y me enfrenté al control de inmigración. El agente revisó el pasaporte y me miró fijo a los ojos. Yo lo miré igual, luego miró la foto y me volvió a mirar, y yo le sostuve la mirada.

– ¿A Montevideo? -me preguntó

– A la comidita de mamá -dije.

Miró el reloj electrónico en el muro, y dijo: “Montevideo ya salió”. Le insistí que no, y él lo confirmó con la empleada de Lan-Chile que nos estaba esperando para cerrar el vuelo. Faltaban dos minutos.

El controlador selló el pasaporte, y me lo devolvió sonriendo.

– Buen viaje.

No acababa de pasar el control, cuando me llamaron por el altavoz, con mi nombre falso a todo volumen. Pensé que era el fin, y alcancé a imaginarlo como algo que hasta entonces sólo les podía suceder a otros, pero que ahora me había sucedido a mí sin remedio. Lo pensé inclusive con una rara sensación de alivio. Sin embargo, el que me llamaba era Franquie, porque me había llevado su tarjeta de embarque entre mis papeles. Tuve que correr otra vez a la salida, pedirle permiso al oficial que me había sellado el pasaporte, y volver a pasar los controles arrastrando a Franquie.

Fuimos los últimos en subir al avión, y lo hicimos con tanta prisa que no fui consciente de estar repitiendo uno por uno los mismos pasos que había dado doce años antes, cuando tuve que abordar el avión para México.

Ocupamos los últimos lugares, que eran los únicos disponibles. Entonces padecí la emoción más contradictoria de todo el viaje. Sentí una gran tristeza, sentí rabia, sentí otra vez el dolor intolerable del destierro, pero sentí también el alivio inmenso de que todos los que participaron en mi aventura estuvieran sanos y salvos. Un anuncio inesperado por los altavoces del avión me puso de nuevo en la realidad:

– Por favor, todos los pasajeros deben tener sus boletos en la mano. Hay una revisión.

Dos funcionarios de civil, que lo mismo podían ser de la empresa que del gobierno, estaban ya dentro del avión. He volado mucho, y sé que no es raro que pidan la contraseña de la tarjeta de embarque a última hora para alguna comprobación a bordo. Pero era la primera vez que pedían el boleto. Esto permitía pensar cualquier cosa. Angustiado, busqué un refugio en los maravillosos ojos verdes de la azafata que repartía los caramelos.

– Esto es absolutamente insólito, señorita -le dije.

– Ay, señor, qué quiere que le diga -me dijo ella-. Es algo que no está en nuestras manos.

Bromeando como lo hacía siempre en los momentos de apuro, Franquie le preguntó si pernoctaba en Montevideo, y ella le dijo en el mismo tono que se lo preguntara a su marido, el copiloto. Yo, por mi parte, no podía soportar ni un minuto más la ignominia de vivir escondido dentro de otro. Sentí el impulso de levantarme, y recibir a gritos a los revisores: “Váyanse todos al carajo, yo soy Miguel Littín, director de cine, hijo de Cristina y Hernán, y ni ustedes ni nadie tiene derecho a impedirme que viva en mi país con mi propio nombre y mi propia cara”. Pero a la hora de la verdad me limité a mostrar el boleto con la mayor solemnidad de que fui capaz, agazapado dentro de la coraza protectora de mi otro yo. El controlador lo miró apenas, y me lo devolvió sin mirarme.

Cinco minutos después, volando sobre la nieve rosada de los Andes al atardecer, tomé conciencia de que las seis semanas que dejaba detrás no eran las más heroicas de mi vida, como lo pretendía al llegar, sino algo más importante: las más dignas. Miré el reloj: eran las cinco y diez. A esa hora, Pinochet, había salido del despacho con su corte de áulicos, había recorrido a pasos lentos la larga galería desierta, y había descendido al primer piso por la suntuosa escalera alfombrada, arrastrando los treinta y dos mil doscientos metros de rabo de burro que le habíamos colgado. Pensé en Elena con una inmensa gratitud. La azafata de los ojos de esmeraldas nos sirvió un cóctel de bienvenida y nos informó sin que lo preguntáramos:

– Pensaban que se había colado un pasajero en el avión.

Franquie y yo levantamos la copa en su honor. -Se colaron dos -dije-. ¡Salud!

Fin


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