Pocos meses antes de mi ingreso clandestino, la dictadura lanzó contra la Vicaría un desafío sangriento que se volvió contra la propia Junta Militar y puso en peligro su estabilidad. A fines de febrero de 1985, en efecto, tres militantes de la oposición fueron secuestrados con un alarde de fuerza que no permitía poner en duda quiénes eran los autores.
El sociólogo José Manuel Parada, funcionario de la Vicaría, fue aprehendido en presencia de sus pequeños hijos frente a la escuela donde éstos estudiaban, mientras el tránsito estaba suspendido por la policía tres cuadras a la redonda y todo el sector era controlado desde helicópteros militares. Los otros dos fueron secuestrados en distintos sitios de la ciudad, con pocas horas de diferencia. Uno era Manuel Guerrero, dirigente de la Asociación Gremial de Educación de Chile, y el otro era Santiago Nattino, un dibujante gráfico con un gran prestigio profesional, de quien no se sabía hasta entonces que tuviera una militancia activa. En medio del estupor nacional, los tres cadáveres degollados y con huellas de una sevicia salvaje aparecieron el 2 de marzo de 1985, en un camino solitario cerca del aeropuerto internacional de Santiago. El general César Mendoza Durán, comandante del cuerpo de carabineros y miembro de la Junta de Gobierno, declaró a la prensa que el triple crimen era el resultado de pugnas internas de los comunistas, dirigidos desde Moscú. Pero la reacción nacional desbarató el infundio y el general Mendoza Durán, señalado por la opinión pública como el promotor de la matanza, tuvo que abandonar el gobierno. Desde entonces, el nombre de la calle Puente, una de las cuatro que salen de la Plaza de Armas, fue borrado en la placa por manos desconocidas, y puesto en su lugar el nombre con que se le conoce ahora: calle José Manuel Parada.
“Lo felicito por ser uruguayo”
El malestar de aquel drama salvaje estaba todavía en el aire la mañana en que Franquie y yo llegamos como dos transeúntes más a la Plaza de Armas. Vi que el equipo de filmación estaba en el lugar que Grazia y yo habíamos acordado la noche anterior, y que ella se percató de nuestro paso. Pero por el momento no dio ninguna orden al camarógrafo. Entonces Franquie se separó de mí, y yo asumí la dirección personal de la película con el método que había establecido de antemano con los directores de los tres equipos. Lo primero que hice fue un recorrido preliminar de los senderos adoquinados, deteniéndome en distintos lugares para indicarle a Grazia los momentos y la dirección en que debían filmar cuando yo repitiera el recorrido. Ni ella ni yo debíamos buscar por el momento ningún detalle que hiciera evidente el régimen represivo latente en las calles. Aquella mañana se trataba sólo de captar la atmósfera de un día cualquiera, con un énfasis especial en el comportamiento de la gente, que seguía pareciéndome, tal como lo percibí la noche anterior, mucho menos comunicativa que en otros tiempos. Andaban más de prisa, sin interesarse apenas por lo que sucedía a su paso, y aun los que conversaban lo hacían con un aire sigiloso y sin acentuar sus palabras con las manos, como yo creía recordar que lo hacían los chilenos de antaño, y como seguían haciéndolo los del exilio. Yo caminaba por entre los grupos, llevando en el bolsillo de la camisa una grabadora en miniatura, muy sensible, con el fin de captar conversaciones que me sirvieran para organizar mejor no sólo aquella primera jornada, sino el conjunto de la película.
Después de señalar los puntos de filmación, me senté a escribir mis notas junto a una señora que tomaba el sol en uno de los escaños de la plaza, en
cuyos listones pintados de verde había nombres y corazones inscritos a navaja en la madera por varias generaciones de enamorados. Como siempre olvido la libreta de apuntes, tomaba mis notas en el revés de las cajetillas de “Gitane”, los célebres cigarrillos franceses, de los cuales había comprado una buena provisión en París. Así lo hice a lo largo de la filmación, y aunque no fue con ese propósito que conservé las cajetillas, las notas me sirvieron como un diario de navegación para reconstituir en este libro los pormenores del viaje.
Mientras escribía aquella mañana en la Plaza de Armas, noté que la señora sentada a mi lado me observaba de soslayo. Era de edad tranquila, y estaba vestida al modo anticuado de la clase media baja, con un sombrero muy usado y un abrigo con cuello de piel. Yo no entendía qué hacía allí, sola y callada, sin mirar hacia ningún punto definido, sin inmutarse por las palomas que revoloteaban sobre nuestras cabezas y nos picoteaban los bordes de los zapatos. No lo hubiera entendido nunca si no hubiera sido porque ella me dijo más tarde que se había enfriado durante la misa y quería tomar el sol unos minutos antes de meterse en el tren subterráneo. Fingiendo leer el periódico, noté que me examinaba de pies a cabeza, sin duda porque mis ropas eran menos corrientes que las de quienes solían andar a aquellas horas por la plaza. Le sonreí, y ella me preguntó de dónde era. Entonces puse en marcha la grabadora con una presión imperceptible sobre el bolsillo de la camisa.
– Uruguayo -le dije.
– Ah -dijo ella-. Lo felicito por la suerte que tienen ustedes.
Se refería al retorno del sistema electoral en el Uruguay, y hablaba de eso con una tierna añoranza de su propio pasado. Yo me hice el distraído, tratando de que ella fuera más explícita, pero no conseguí que me hiciera alguna confidencia sobre su situación. Sin embargo, me habló sin reservas de la falta de libertades individuales y los dramas del desempleo en Chile. A un cierto momento me mostró los escaños de desempleados, los payasos, los músicos, los travestis, cada vez más numerosos.
– Mire esa gente -me dijo-. Pasan días enteros esperando ayuda, porque no tienen trabajo. Hay hambre en nuestro país.
La dejé hablar. Luego inicié el segundo recorrido de la plaza cuando calculé que había pasado media hora desde el primero, y entonces Grazia dio al camarógrafo la orden de filmar sin acercarse a mí, y cuidando de no ser muy evidente para los carabineros. Pero el problema era el contrario: era yo quien no perdía de vista a los carabineros, porque seguían ejerciendo sobre mí una fascinación difícil de resistir.
Aunque los vendedores callejeros han existido siempre en Chile, no recuerdo que hubiera tantos como ahora. Es difícil concebir un sitio del centro comercial donde no se les encuentre en largas filas silenciosas. Venden de todo, y son tan numerosos y disímiles, que revelan con su sola presencia todo un drama social. Al lado de un médico cesante, de un ingeniero venido a menos o de una señora con aires de marquesa que rematan por cualquier precio sus ropas de mejores tiempos, hay niños sin padres ofreciendo cosas robadas o mujeres humildes tratando de vender panes amasados. Pero la mayoría de esos profesionales en desgracia ha renunciado a todo, menos a la dignidad. Detrás de los puestos de baratijas siguen vestidos como en sus prósperas oficinas de antaño. Un chofer de taxi que había sido un próspero comerciante de textiles me hizo un recorrido turístico de varias horas por media ciudad, y al final se negó a cobrarme el servicio.
Mientras el camarógrafo filmaba el ambiente de la plaza, yo andaba por entre la gente captando fragmentos de diálogos que habían de servirme después para un comentario ilustrativo de las imágenes, cuidando de no comprometer a nadie que luego pudiera ser identificado en la pantalla. Grazia me observaba con atención desde otro ángulo, y yo la observaba a ella. Estaba siguiendo mis instrucciones de iniciar las tomas en los edificios más altos, y luego descender poco a poco, desplazar la cámara hacia los lados, y terminar filmando a los carabineros. Queríamos captar la tensión de sus rostros, mucho más notable a medida que aumentaba la animación de la plaza por la proximidad del mediodía. Pero ellos notaron muy pronto la trayectoria de la cámara, se sintieron observados, y le exigieron a Grazia el permiso para filmar en la calle. Yo vi cómo lo mostró, vi la rapidez con que el agente se dio por satisfecho, y continué mi recorrido con un sentimiento de alivio. Más tarde supe que aquel carabinero le había pedido a Grazia que no los filmaran a ellos, pero no tuvo argumentos cuando ella le replicó que esa excepción no figuraba en el permiso, e invocó su condición de italiana para no aceptar órdenes inconsultas. El dato me interesó, porque demostraba que, en efecto, el hecho de ser un equipo europeo tenía en Chile las ventajas que habíamos previsto.
También los que se quedan son exiliados
Los carabineros se me habían convertido en una obsesión. Pasé varias veces muy cerca de ellos, buscando una ocasión para conversar. De pronto, por un impulso irresistible me acerqué a una patrulla, y les hice algunas preguntas sobre el edificio colonial de la municipalidad, averiado por el terremoto del marzo anterior, que estaba siendo reconstruido. El agente que me contestó lo hacía sin mirarme, pues no perdía de vista ni un detalle de lo que ocurría en la plaza. La actitud de su compañero era igual, pero de vez en cuando me miraba de reojo con una impaciencia creciente, porque empezaba a notar la necedad deliberada de mis preguntas. Después me miró de frente con un ceño temible, y me ordenó:
– ¡Circule!
Pero yo había roto el hechizo, y la inquietud que me causaban se había convertido en una cierta embriaguez. En vez de obedecerle, me puse a darle una lección sobre el comportamiento que la policía estaba obligada a observar ante la curiosidad de un extranjero pacífico. No me daba cuenta, sin embargo, de que mi falso acento uruguayo no soportaba una prueba tan difícil, hasta que el carabinero se hartó de mi discurso cívico y me ordenó identificarme.
Tal vez en ningún momento del viaje sufrí una descarga de terror como aquella. Pensé en todo: ganar tiempo, resistir, y aun escapar a toda prisa a sabiendas de que sería alcanzado. Pensé en Elena, que estaba quién sabe dónde a esa hora, y sólo vi como una lucecita remota que el camarógrafo lo
filmara todo y que aquella prueba irrefutable de mi captura se divulgara en el exterior. Además, Franquie andaba cerca, y conociéndolo como lo conocía estaba seguro de que no me había perdido de vista. Lo más fácil, por supuesto, era identificarme con el pasaporte, ya probado en varios aeropuertos. En cambio, le temía a una requisa, porque sólo en ese momento me acordé de un error mortal que arrastraba conmigo. En la misma cartera en que llevaba el pasaporte, tenía mi verdadera carta chilena de identidad, que había dejado allí por descuido, y una tarjeta de crédito con mi nombre real. Consciente de que no me quedaba más remedio que asumir el riesgo menos grave, mostré el pasaporte. El carabinero, tampoco muy seguro de lo que debía hacer, le echó una mirada a la foto, y me lo devolvió con un gesto menos áspero.