Le cogí la mano y lo conduje al interior de la habitación, arrastrando la blusa como si fuese un boa de plumas. Wendell salió al balcón en el preciso instante en que yo cerraba la puerta de corredera.

– Relájate mientras me lavo. Luego volveré con jabón y agua caliente para lavarte a ti. ¿Te gustaría?

– ¿Así, acostado?

– ¿Siempre manifiestas tu entusiasmo con los zapatos puestos, corazón mío? Anda, quítate esos bermudas mientras piensas en lo que te espera. Yo voy al cuarto de baño a poner en su sitio lo que hay que poner y enseguida estoy contigo. Quiero encontrarte preparado, ¿me escuchas? Te voy a soplar la vela hasta que eche más llamaradas que un volcán.

Empezó a desatarse los cordones de un pesado zapato negro, pero acabó arrancándoselo del pie y tirándolo, tras lo cual se quitó a toda velocidad un calcetín negro de ejecutivo. Parecía un abuelito gordo, bajito y simpático. O un niño de cinco años, listo para colaborar si había caramelo a la vista. Oí chillar a Renata en la habitación de al lado. Luego, la voz de trueno de Wendell que articulaba palabras indescifrables.

Me despedí de mi amigo moviendo el meñique.

– Hasta lueguito -canturreé. Entré contoneándome en el cuarto de baño, dejé sus gafas junto a la bañera y abrí el grifo. El agua fría salió en forma de chorro ruidoso que eclipsó los sonidos restantes. Me puse la blusa, me dirigí a la puerta de la habitación y salí al pasillo, cerrando a mis espaldas con cuidado. El corazón me latía a cien por hora y noté en la carne desnuda la fría caricia del aire del pasillo. Me dirigí a toda velocidad a mi habitación, saqué la llave del bolsillo, la introduje en la cerradura, la giré, abrí la puerta y cerré a mis espaldas. Eché la cadena de seguridad y me quedé inmóvil durante unos momentos, con la espalda pegada a la puerta y el pulso acelerado mientras me abrochaba la blusa. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. No sé cómo lo harán las putas. Uf.

Fui al balcón y tiré de la puerta de corredera, que se cerró con un chasquido. Corrí las cortinas, volví a la puerta y observé a través de la mirilla. El viejo borrachín estaba en mitad del pasillo. Al igual que Mister Magoo, tenía los ojos exageradamente entornados (no había vuelto a ponerse las gafas) y miraba derecho al frente. Aún llevaba puestos los bermudas y un solo calcetín. Se quedó mirando mi puerta con curiosidad. De súbito me pregunté si estaría tan borracho como parecía a simple vista. Miró en derredor con disimulo, para cerciorarse de que nadie le veía, se acercó a la mirilla de mi puerta y pegó el ojo. Me aparté de manera instintiva y contuve el aliento. Sabía que no me podía ver. Desde su punto de observación tenía que ser como mirar por un telescopio por el extremo que no es.

Oí un golpecito tímido.

– Oye. ¿Estás ahí?

Volvió a pegar el ojo a la mirilla, taponando el angosto círculo de luz que llegaba del pasillo. Habría jurado que olía su aliento a través de la madera. Volví a ver luz a través de la mirilla, me acerqué con cautela y pegué el ojo para verle yo a él. Había retrocedido y miraba a ambos lados del pasillo con desconcierto. Se alejó hacia mi izquierda y al cabo de un momento oí que cerraba su habitación de un portazo.

Me acerqué de puntillas a la puerta de corredera, me pegué a la pared de la izquierda y me asomé. De pronto… muy furtivamente… la parte superior del cráneo del viejo apareció por el extremo del tabique que separaba ambos balcones y sus ojos escrutaron el interior de la habitación a oscuras.

– Yujuuu -murmuró con voz ronca-. Soy yo. ¿Empieza la marcha o qué?

El vecinito tenía la sangre realmente alterada. No tardaría en arañar el suelo y lanzar gruñidos.

Permanecí inmóvil y esperé a que se fuera. Se retiró al cabo de un momento. Diez segundos más tarde sonaba el teléfono, una llamada interior, habría apostado cualquier cosa. Dejé que sonara mientras me dirigía al cuarto de baño, donde me cepillé los dientes a oscuras. Volví al dormitorio, me quité la ropa y la dejé en la silla. No me atrevía a salir. No podía leer porque no quería arriesgarme a encender la luz. A todo esto, estaba con los nervios tan de punta que me daba la sensación de tener todo el pelo erizado. Por último me acerqué de puntillas al minibar y cogí dos frasquitos de ginebra y una lata de zumo de naranja. Me senté en la cama y estuve chupando ginebra hasta que me caí de sueño.

Cuando salí al pasillo por la mañana, en el tirador de la puerta del borracho habían colgado el letrero de NO MOLESTAR. La puerta de Wendell estaba abierta y la habitación vacía. Entre ambas puertas se encontraba el carrito del servicio. Me asomé y vi a la doncella fregando con paciencia el suelo de baldosas. Dejó el mocho contra la pared, junto a la puerta del cuarto de baño, cogió la papelera y salió al pasillo.

– ¿Dónde están? -le pregunté en español, con la esperanza de que me entendiera.

Sin duda sabía demasiado de la vida para ponerse a conjugar participios de pasado y pluscuamperfectos. Y si no se hubiera concentrado en lo esencial, yo no habría entendido ni media palabra.

– Ido. Marchado. No aquí ya.

– ¿Permanente? ¿Completamente vamos? -chapurreé.

– Yes, yes -dijo, asintiendo con vehemencia y repitiendo lo del principio.

– ¿Le importa si echo un vistazo? -La verdad es que no esperé a que me diera permiso. La aparté con el brazo y entré en la habitación 312; miré en los cajones del tocador, en la mesilla de noche, en el escritorio, en el minibar. ¡Rediós! No me habían dejado nada. La doncella me miraba con curiosidad. Se encogió de hombros y entró en el cuarto de baño, debajo de cuya pila volvió a poner la papelera.

– Gracias -le dije y salí de la habitación.

Al pasar junto al carrito de la limpieza, me fijé en la bolsa de plástico adosada a un extremo y que contenía la basura recién acumulada. La solté del gancho y me la llevé a la habitación, cerré la puerta nada más entrar. Fui a la cama y vacié el contenido sobre la colcha. No había nada interesante: periódicos de la víspera, Q-Tips, pañuelos de papel usados, un envase de laca vacío. Revolví todo aquello con no poco asco y con la esperanza de que aún surtieran efecto mis últimas inyecciones antitetánicas. Mientras recogía la basura a puñados y la volvía a meter en la bolsa me fijé en la primera plana de un periódico, que estaba dedicada a una ola de crímenes. Desplegué la página, la alisé y me quedé mirando los renglones escritos en español.

A quien vive en Santa Teresa le resulta imposible no aprender ciertas expresiones en este idioma, tanto si lo estudia como si no. Muchas palabras del español mexicano son adaptaciones del inglés y otras se escriben de modo muy parecido a vocablos ingleses que significan más o menos lo mismo. El reportaje que aparecía en la primera página de La Gaceta tenía que ver con un homicidio cometido en Estados Unidos. Lo leí en voz alta, de manera pausada como los párvulos, método que me ayudó a descifrar parte del significado. El cadáver de una mujer muerta había sido encontrado al norte de Los Angeles, en un tramo solitario de autopista. Cuatro jóvenes se habían fugado de un correccional del condado californiano de Perdido y se habían dirigido al sur por la costa. Por lo visto, habían hecho señas a la víctima y se habían apoderado de su vehículo después de matarla a tiros. Cuando se descubrió el cadáver, los fugitivos habían cruzado la frontera mexicana por Mexicali, donde habían vuelto a matar. Los federales habían salido en su persecución y en el curso de un feroz tiroteo habían muerto dos jóvenes y otro había quedado herido de gravedad. Había una morbosidad innecesaria en la foto en blanco y negro de la escena del tiroteo, donde podían apreciarse manchas de sangre en las sábanas que cubrían a los muertos. La cara de los cuatro delincuentes aparecía en una fila de lúgubres fotos tomadas de las fichas de la policía. Tres eran hispanos. El cuarto respondía al nombre de Brian Jaffe.


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