– Vi las cenizas -dije para no desilusionarla.

Sonó su teléfono y atendió la llamada mientras yo reanudaba la marcha por el pasillo y aprovechaba para llenar un vaso de papel con agua fría del depósito. Eché la pastilla de vitamina C y le añadí un antihistamínico por si las moscas. Era química pero ayudaba a vivir. Llegué al despacho, entré y abrí una ventana para ventilar el recinto después de la semana de ausencia. Encima de la mesa había un montón de cartas: unas cuantas eran facturas, el resto era propaganda. Comprobé si había mensajes en el contestador automático (había seis) y pasé la media hora siguiente poniendo orden. Abrí un expediente a nombre de Wendell Jaffe y metí en él los recortes de prensa que hablaban de la fuga y detención de su hijo.

A las nueve llamé a la Jefatura de Policía de Santa Teresa y pregunté por el sargento Robb, en ese momento me di cuenta de que el corazón me latía con fuerza desde hacía rato. No veía a Jonah desde hacía un año aproximadamente. No creo que haya que calificar de «lío» la relación que tenemos. Cuando lo conocí, estaba separado de su mujer, Camilla. Ésta había abandonado el domicilio conyugal con sus dos hijas, dejando a Jonah con un frigorífico lleno de comidas preparadas-en-casa que Camilla había distribuido en trescientas bandejitas envueltas en papel de plata. Todas las comidas consistían en un plato principal guarnecido con dos clases diferentes de verduras. Las instrucciones, pegadas con cinta adhesiva en la parte superior de las bandejas, decían siempre lo mismo: «Calentar en el horno a trescientos cincuenta grados treinta minutos. Quitar envoltorio y comer». Como si Jonah fuese a comerse la bandeja con envoltorio y todo. A Jonah, por lo visto, no le pareció raro, cosa que habría tenido que tomarse por una pista indicadora. En teoría, era un hombre libre. En realidad, la mujer lo tenía sujeto con dogal, bozal y cadena. Había reaparecido de tarde en tarde con el cuento de que necesitaban un terapeuta. Para cada reconciliación buscaba un consejero matrimonial diferente; así se aseguraba de que no se avanzaba ni un solo paso en ningún sentido. Si por un casual desembocaban en una situación propensa a estabilizar la relación, Camilla la echaba por la borda en el acto. Al final llegué a la conclusión de que ya tenía problemas suficientes y me retiré de la escena. Según parece, ninguno de los dos se dio cuenta. Se conocían desde el séptimo curso de la escuela primaria, desde los trece años. No me extrañaría leer algún día en el periódico local que con motivo de sus bodas de plata pidieran, por favor, que les entregasen los regalos envueltos en papel del susodicho metal.

A todo esto, Jonah seguía trabajando en la sección de personas desaparecidas. Se puso al habla sin avisar, con sus pragmáticos modales de policía.

– Teniente Robb -dijo.

– Ya eres teniente, mi madre. Te han ascendido. Enhorabuena. Te habla una voz del pasado. Soy Kinsey Millhone -dije.

Disfruté el instante de silencio estupefacto que se produjo mientras mi interlocutor situaba mi identidad en el casillero mental correspondiente.

– Ah, hola. ¿Qué tal?

– Perfectamente. ¿Y tú?

– Tirando. ¿Estás resfriada? No reconocía tu voz. Suena como si lo tuvieras todo congestionado.

Proseguimos las formalidades y cambiamos información básica, operación que duró poco. Le conté que había dejado La Fidelidad de California. Me contó que Camilla había vuelto con él. Me di cuenta de que era más o menos como perderse quince episodios de la telenovela de la tarde. Cuando tratas de recuperar el hilo semanas después, te das cuenta de que no te has perdido gran cosa.

Jonah me puso al corriente en estilo sintético.

– Pues sí, encontró trabajo el mes pasado. Está de administrativa en los juzgados. Parece más feliz. Tiene algo de dinero propio y todo el mundo simpatiza con ella. Camilla lo encuentra interesante, ya sabes a qué me refiero. La ayuda a comprender mi trabajo y eso es útil para los dos.

– Oh, magnífico. Todo bien, pues -dije. Creo que se dio cuenta de que no le preguntaba por los detalles. Noté que la conversación quedaba en suspenso, como un avión a punto de caer en picado. Resulta desconcertante cuando advertimos que tenemos muy poco que decir a una persona que antaño ha ocupado un lugar destacado en nuestra cama-. Seguro que te preguntas por qué te he llamado -dije.

Se echó a reír.

– Pues sí. Quiero decir que me alegro de oírte, pero ya supongo que me habrás llamado por algo concreto.

– ¿Te acuerdas de Wendell Jaffe, el individuo que desapareció del velero en que…?

– Ah, sí, sí, sí. Claro que sí.

– Lo han visto en México. Y cabe la posibilidad de que esté camino de California.

– Bromeas.

– No bromeo. -Le hice un resumen de mi aventura mexicana, pasando por alto el detalle de que había entrado ilegalmente en la habitación de Jaffe. Cuando hablo con policías, no siempre doy información gratis. Puedo ser una ciudadana respetuosa de la ley cuando me conviene, pero no había sido el caso. Además, estaba cabreada conmigo misma por haber dejado que se me escapara la caza. Si hubiera hecho las cosas como es debido, Wendell jamás se habría dado cuenta de que andaban tras él-. ¿Con quién tengo que hablar? Pensé que debía notificárselo a alguien, a ser posible al inspector que se encargó del caso en su momento.

– Fue el teniente Brown, pero ya no está. Se retiró el año pasado. Lo mejor será que hables con el teniente Whiteside, de la Brigada de Estafas. Si quieres, te paso la comunicación. Ese Jaffe era un mal bicho. Un vecino mío perdió diez de los grandes por su culpa; y eso era insignificante en comparación con el grueso de sus actividades.

– Me lo imaginaba. ¿Pudieron hacer algo?

– Metieron al socio en la cárcel. Cuando se descubrió el pastel, todos los inversores presentaron la denuncia correspondiente. Como no había manera de encontrar a Jaffe, al final hicieron pública la citación y lo que se le reclamaba. No compareció y se le juzgó en rebeldía, pero los demandantes no obtuvieron ni un centavo. Jaffe había limpiado todas sus cuentas corrientes antes de desaparecer.

– Eso tenía entendido. Menudo bellaco.

– No sabes hasta qué punto. Había hipotecado hasta sus propios riñones, de modo que su casa no tenía valor alguno. Conozco personas a quienes les gustaría enterarse de que aún está vivo y coleando. En cuanto asomara la cabeza, darían parte en diez segundos, lo llevarían al juzgado a correazos y le quitarían hasta los calcetines. Después se le detendría. ¿Qué te hace pensar que es lo bastante imbécil como para volver?

– Tiene un hijo que anda metido en líos, según dice la prensa. ¿Sabes lo de los cuatro reclusos que se fugaron de Connaught? Uno era Brian Jaffe.

– Mierda, es verdad. No los había vinculado. Conocí a Dana cuando iba al instituto.

– ¿Es su mujer? -pregunté.

– Sí. Su apellido de soltera era Annenberg. Se casó inmediatamente después de acabar el bachillerato.

– ¿Puedes conseguirme la dirección?

– No creo que sea difícil encontrarla. Seguramente figurará en la guía telefónica. Lo último que supe de ella era que vivía en P/O.

P/O era la forma santateresiana de aludir a las dos poblaciones contiguas, Perdido y Olvidado, que estaban a cincuenta kilómetros al sur, por la Autopista 101. Las dos parecían iguales; la única diferencia era que una tenía arbustos en su lado de la autopista y la otra no. Solíamos pronunciar la abreviatura como si fuese una sola sílaba, introduciendo mentalmente la barra entre las dos letras. Yo tomaba notas sin parar en un cuaderno.

El tono de voz de Jonah experimentó un cambio.

– Te he echado de menos.

No le hice caso y opté por inventar una excusa que me liberase antes de que la charla se volviera personal.

– Rayos, qué tarde es. Tengo cita con un cliente dentro de diez minutos y me gustaría hablar antes con el teniente Whiteside. ¿Puedes ponerme desde ahí con su extensión?


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