Rupert Valbusa era hispano, robusto y musculoso. Tenía el pecho cilíndrico, era ancho de espaldas y le eché unos treinta y cinco años. Tenía las cejas espesas y despeinadas, los ojos castaño oscuro y el pelo negro y espeso que le enmarcaba la cara. Nos presentamos, nos dimos la mano en la puerta y entré. Cuando se dio la vuelta vi que llevaba una coleta que le llegaba hasta media espalda. Vestía tejanos cortados a la altura de la rodilla, camiseta blanca y sandalias de cuero con suela de caucho. Tenía las piernas bien formadas y perfiladas por una película de vello negro y sedoso.

El estudio era grande y frío, con el suelo de cemento y mostradores anchos que recorrían todo el perímetro. Olía a arcilla húmeda y muchas superficies parecían cubiertas por el polvillo calcáreo de la porcelana seca. Había grandes bloques de arcilla blanda envueltos en plástico, un torno de alfarero manual, otro eléctrico, dos hornos y un sinfín de estanterías llenas de cerámica, cocida ya pero todavía sin esmaltar. En el extremo de un mostrador había una fotocopiadora, un contestador automático y un proyector de diapositivas. También vi dos cuadernos de dibujo con las esquinas muy manoseadas, jarras llenas de lápices y tiralíneas, carboncillos y pinceles. Sobre tres caballetes había sendas pinturas al óleo en distintas fases de terminación.

– ¿Hay algo a lo que no te dediques?

– No es mío todo lo que hay aquí. Tengo un par de alumnos, aunque no me gusta dar clases. Parte de lo que ves es suyo. ¿No te dedicas a ningún arte?

– Me temo que no, pero envidio a los que lo hacen.

Se acercó al mostrador más próximo, de donde cogió un sobre de papel marrón en cuyo interior había una foto.

– El teniente Whiteside dice que te dé esto. Es la dirección de la mujer del individuo. -Me dio un pedazo de papel, que me guardé en el bolsillo.

– Gracias. Me ahorrará tiempo y trabajo.

– ¿Es éste el Fulano que te interesa? -Me alargó la foto, que era en blanco y negro y en la que sólo se veía una cabeza.

– Es él. Se llama Wendell Jaffe. Te he traído algunas fotos con enfoques diferentes.

Le di las fotos que me habían servido para identificar al sujeto y vi que Rupert las observaba con atención y las ordenaba de acuerdo con el método que mejor le conviniera.

– Un tipo bien parecido. ¿Qué ha hecho?

– Estaba con un socio en el negocio de las inmobiliarias, legal en parte, hasta que el suelo se resquebrajó bajo sus pies. Al final estafaron a los inversores con lo que se conoce normalmente como el timo de la pirámide, prometiendo pingües beneficios cuando lo que hacían era pagar a los antiguos inversores con el dinero que aportaban los recién llegados. Jaffe comprendió sin duda que el fin estaba cerca. Desapareció de su embarcación durante una excursión pesquera y nunca más volvió a saberse de él. Hasta hace poco. Su socio estuvo en la cárcel una temporada, pero ya está en libertad.

– La cosa me suena. Creo que Dispatch publicó un artículo sobre Jaffe hace un par de años.

– Es probable. Es uno de esos misterios sin resolver que seduce la imaginación popular. Se presumió suicidio, pero desde entonces ha habido muchas especulaciones.

Rupert observó las fotos. Vi que sus ojos seguían el perfil de la cara de Wendell, la línea del pelo, la distancia entre los ojos. Acercó la foto y la giró para que le diese de lleno la luz que entraba por la ventana.

– ¿Qué estatura tiene?

– Alrededor de uno noventa. Probablemente pesa más de cien kilos. Tiene casi sesenta años, pero se conserva bien. Lo he visto en traje de baño. -Arqueé las cejas-. No está nada mal.

Rupert se acercó a la fotocopiadora e hizo dos reproducciones de la foto en un papel grueso y beige de textura granulada. Acercó un taburete a la ventana.

– Toma asiento -dijo, señalándome con la cabeza un grupo de taburetes de madera sin pintar.

Acerqué otro a la ventana, me senté a su lado y lo observé mientras seleccionaba cuatro lápices de la jarra. Abrió un cajón y sacó una caja de lápices de colores Prisma y otra caja de clarioncillos para pintar al pastel. Parecía abstraído y las preguntas que empezó a formularme tenían cierto aire ritual, como una forma de prepararse para el trabajo. Sirviéndose de un clip, sujetó la copia de la foto a la parte superior de un cartón.

– Comencemos por arriba. ¿Cómo tiene el pelo actualmente?

– Blanco. Antes lo tenía castaño. En las sienes le ralea más de lo que se advierte en la foto.

Cogió el lápiz blanco y cubrió con él el pelo oscuro. Wendell envejeció veinte años de pronto y la piel se le volvió morena. No pude por menos de sonreír.

– Muy bien -dije-. Creo que se ha recortado un poco la nariz. Aquí en el puente y también en las aletas. -Allí donde yo ponía el dedo sombreaba y perfilaba Rupert con delicados movimientos del clarioncillo o el lápiz, que manejaba con gran seguridad. La nariz del papel se volvió afilada y aristocrática.

Rupert se puso a hacer comentarios mientras trabajaba.

– Siempre me sorprenden las múltiples variaciones que pueden hacerse a partir de los componentes básicos del rostro humano. Es lógico, puesto que casi todos venimos al mundo con los mismos rasgos fundamentales, una nariz, una boca, dos ojos, dos orejas. Y no sólo somos diferentes los unos de los otros, sino que además nos reconocemos al primer vistazo. Para apreciar los detalles del proceso no hay como hacer retratos robot. -Rupert añadía años y peso con movimientos seguros mientras actualizaba una imagen que tenía más de un lustro de antigüedad. Se detuvo y señaló la cuenca del ojo-. ¿Y las ojeras? ¿Se ha hecho algún peeling?

– Creo que no.

– ¿Se le ha aflojado la piel? ¿Tiene bolsas? Cinco años merecen unas cuantas arrugas, digo yo.

– Puede que algunas, pero no muchas. Tiene las mejillas más hundidas, casi chupadas -dije.

Hizo retoques durante unos momentos.

– ¿Así?

Observé el dibujo.

– Se le parece muchísimo.

Cuando terminó tenía ante mí una reproducción casi idéntica al hombre que había visto en carne y hueso.

– Creo que has dado en el clavo. Se le parece mucho.

Echó sobre el papel una sustancia fijadora con un pulverizador.

– Haré una docena de copias y se las enviaré al teniente Whiteside -dijo-. ¿Cuántas quieres tú? ¿Otra docena?

– Sería estupendo.

7

Me tomé a toda velocidad un plato de sopa con Henry y a continuación engullí un tazón de café para despertar del letargo y tener otra vez los engranajes a punto. Había llegado el momento de hablar con los principales actores del reparto. A las siete me dirigí al sur por la costa, en dirección a Perdido/Olvidado. No sería de noche hasta las ocho, pero el día comenzaba a desteñirse y en el aire flotaba ya la película grisácea del crepúsculo. Las olas de niebla que venían del océano lo ocultaban todo menos los rasgos más sobresalientes del paisaje. A mi izquierda se alzaban montes escarpados y el grisáceo Pacífico azotaba la costa a mi derecha. La luna se hizo visible en la neblinosa espesura del cielo, un cuarto creciente cuyo resplandor apenas se distinguía en la bruma. Paralelas al horizonte, las plataformas petrolíferas se alzaban inmóviles y semejantes a una flota naval aureolada de reflejos. La isla de San Miguel y las otras dos que se denominan Santa Rosa y Santa Cruz se extendían como cuentas de un collar a lo largo de la falla de Cross Islands, ya que todo el zócalo continental estaba surcado al nivel del subsuelo por grietas paralelas. La falla de Santa Inés, la falla de North Channel Slope, Pitas Point, Oak Ridge y las fallas de San Cayetano y de San Jacinto surgían como afluentes de la más importante de todas, la falla de San Andrés, que cruza en sentido oblicuo la cordillera de la costa. Vista desde el aire, la falla de San Andrés es como una cresta siniestra que discurre a lo largo de kilómetros, como el rastro dejado por un topo gigante que hubiera excavado un túnel subterráneo.


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