Era una reunión familiar, pero no de las que desbordan alegría. Brendan era el único que parecía contento. Michael estaba a un lado, apoyado en la cómoda, cabizbajo y meditabundo. Observaba el anillo estudiantil de Wendell, al que no dejaba de dar vueltas como si fuera un rosario. He visto cosas parecidas en tenistas profesionales que se quedan mirando las cuerdas de la raqueta para concentrarse. Su camiseta, los tejanos sucios y las botas salpicadas de barro me indicaron que no había pasado por la ducha al volver del trabajo. Todavía se le notaba en el pelo la huella circular que le había dejado el casco. Lo más seguro es que Wendell hubiera estado esperando hasta que lo había visto llegar.

Juliet estaba en la cabecera de la cama y, enfundada en los tejanos de pernera recortada y la camiseta de tirantes, parecía encogida y en tensión. Iba descalza y se abrazaba las piernas. Se mantenía al margen de la situación, para que ésta se desarrollara por sí sola. No había más luz que una lámpara de mesa que parecía haber sido importada del cuarto donde Juliet había dormido de pequeña. La pantalla era de tela con frunces, de color púrpura. En la base había una muñeca de falda almidonada de color rosa, brazos extendidos y tórax conectado a la lámpara mediante un cable. En vez de boca tenía un capullo y las pestañas formaban una espesa cortinilla encima de unos ojos que se abrían y cerraban automáticamente. La bombilla no tendría más de cuarenta vatios, pero la habitación parecía caldeada con su luz ambiental.

Los rasgos de Juliet eran un mar de contrastes, una mejilla púrpura, la otra sumida en sombras. La cara de Wendell parecía un busto de madera esculpido a martillazos. Estaba ojeroso y las aletas de la nariz le brillaban allí donde se le había intervenido quirúrgicamente. Michael, por su lado, parecía un ángel de piedra, frío y sensual. Tenía los ojos brillantes y su complexión, alta y desgarbada, reflejaba la de su padre, aunque Wendell era más robusto y carecía de la gracia del hijo. Los tres parecían congelados en una especie de cuadro vivo, igual que esas imágenes que los psiquiatras ponen ante los pacientes para que éstos las interpreten a su aire.

– Qué tal, Wendell. Siento tener que interrumpir. ¿Me recuerda?

La mirada de Wendell se posó en la cara de Michael. Movió la cabeza en mi dirección.

– ¿Quién es ésta?

Michael contemplaba el suelo.

– Una detective privada -dijo-. Hace un par de noches habló con mamá acerca de ti.

Agité la mano ligeramente para saludar al interesado.

– La detective -añadí por mi cuenta- trabaja para la compañía de seguros a la que usted estafó medio millón de dólares.

– ¿Yo?

– Sí, Wendell -dije con voz afectada-. Por extraño que parezca, los seguros de vida son para eso. Para cuando uno muere. Y hasta ahora no ha cumplido usted la parte del trato que le toca.

Me miraba con una mezcla de cautela y confusión.

– ¿Nos conocemos?

– Nuestros caminos se cruzaron en el hotel de Viento Negro.

Me miró a los ojos y vi en sus pupilas una chispita de reconocimiento.

– ¿Fue usted quien registró nuestra habitación?

Negué con la cabeza, improvisando sobre la marcha.

– Yo no. Fue un antiguo policía que se llama Harris Brown. -Cabeceó al oír el nombre-. Es teniente de policía. Al menos lo era.

– No me suena el nombre.

– Pues a él sí le suena el suyo. Le encargaron el caso cuando desapareció usted hace cinco años. Luego lo apartaron del asunto por razones desconocidas. Puede que usted las conozca.

– ¿Está segura de que ese sujeto me buscaba a mí?

– No creo que estuviera en México por casualidad -dije-. Se hospedaba en la 314. Yo, en la 316.

– Oye, papá, ¿por qué no acabamos de una vez?

Brendan se puso a llorar y Wendell le dio unas palmadas, aunque sin resultado. Cogió un perro de goma y lo agitó delante de la cara de Brendan mientras seguía hablando. Brendan cogió el muñeco por las orejas y lo atrajo hacia sí. Tenían que estarle creciendo los dientes porque se puso a mordisquearle la cara de goma con todo el furioso entusiasmo que personalmente reservo para el pollo frito. No sé por qué, pero sus travesuras se me antojaron un curioso contrapunto de la charla que sostenían Wendell y Michael.

Éste, por lo visto, había querido reanudar un tema debatido antes de mi llegada.

– Tenía que desaparecer, hijo. No tuvo nada que ver con vosotros. Se trataba de mi vida. De mí. Estaba todo tan lleno de mierda que no había otra forma de solucionarlo. Espero que algún día lo comprendas. La justicia es un cachondeo en este país.

– Vamos, vamos. Ahórrate el mitin. No estamos en un curso de ciencias políticas. O sea que corta el rollo y no me jodas tú ahora con la justicia. No te quedaste el tiempo suficiente para comprobarlo.

– Michael, por favor, ya está bien. No quiero pelearme contigo. No hay tiempo para eso. Tampoco se trata de que estés de acuerdo con la decisión que tomé.

– No se trata de mí solamente, papá. ¿Qué me dices de Brian? Es él quien ha sufrido todo el daño.

– Ya lo sé, ya lo sé y hago lo que puedo -dijo Wendell.

– Brian te necesitaba cuando tenía doce años. Ahora ya es tarde.

– No pienso lo mismo. En absoluto. Te equivocas, confía en mí.

Michael hizo una mueca y volvió los ojos al cielo.

– ¿Que confíe en ti? Papá, estás pringado hasta las cejas. ¿Por qué tendría que hacerlo? Nunca confiaría en ti.

Wendell parecía desorientado por la rudeza del tono de Michael. No le gustaba que le llevasen la contraria. No estaba acostumbrado a que pusiesen sus opiniones en tela de juicio y menos a que lo hiciera un mozalbete que tenía diecisiete años en el momento de su desaparición. Michael se había convertido en adulto durante su ausencia y había demostrado su capacidad para llenar el vacío dejado por Wendell. Puede que éste imaginara que había vuelto para reparar el daño, para arreglar los asuntos pendientes, para ponerlo todo en el orden debido. Puede que pensase que una explicación serena y razonada sería suficiente para compensar de alguna forma su abandono.

– Parece que no hay forma de entendernos -dijo.

– ¿Por qué no volviste para dar la cara?

– No podía volver. No habría solucionado nada.

– Lo que quiere decir que no te interesaba. Que no querías hacer ningún sacrificio por nosotros. Muchas, muchas gracias. Nos hacemos cargo de tu dedicación. Muy típico de ti.

– No, hijo, eso no es verdad.

– Sí lo es. Te habrías quedado si hubieras querido, si hubiéramos significado algo para ti. Pero la verdad es que no te importábamos y por lo tanto había que fastidiarse, ¿no?

– Claro que me importabais. ¿De qué crees que estoy hablando todo el rato?

– No lo sé, papá. Que yo sepa, lo único que haces es justificar tu comportamiento.

– Eso no tiene sentido. No puedo volver atrás y deshacer el pasado. No puedo cambiar lo que ocurrió entonces. Brian y yo vamos a entregarnos a la policía. Es lo mejor que podría hacer y si eso no basta, no sé qué más decir.

Michael desvió la mirada y cabeceó contrariado. Me di cuenta de que acariciaba la posibilidad de replicar y la desechaba. Wendell carraspeó para aclararse la garganta.

– Tengo que irme. Le dije a Brian que estaría allí.

Se puso en pie, izando al niño sobre el hombro. Juliet sacó las piernas de la cama y se levantó, preparada para coger a Brendan de brazos del abuelo. Saltaba a la vista que la discusión la había afectado. Tenía la nariz rojiza y la boca hinchada a causa de la tensión. Michael se metió las manos en los bolsillos.

– Con esa falsa liberación carcelaria no le has hecho ningún favor a Brian.

– Es verdad, las cosas como son, pero no había forma de saberlo. He cambiado de opinión acerca de muchas cosas. En cualquier caso, es algo que tenemos que solucionar entre tu hermano y yo.

– No has hecho más que empeorar la situación de Brian. Si no te das prisa, la policía le cogerá, lo meterá en prisión y no volverá a ver la luz del sol hasta que cumpla cien años. ¿Y dónde estarás tú entonces? Navegando en un barco de mierda y sin preocupación alguna en este mundo. Que te vaya bien.


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