– Necesito tiempo. Tengo asuntos de los que ocuparme.

– ¡También los tenía hace cinco años!

– Esto es distinto.

– ¿Dónde está Brian?

– A salvo.

– No le he preguntado cómo está, sino dónde. -El coche empezó a perder velocidad. Bajé los ojos con asombro mientras pisaba inútilmente el acelerador-. Pero ¿qué pasa aquí?

– ¿Se ha quedado sin gasolina?

– He llenado el depósito no hace mucho.

Me acerqué a la acera de la derecha y el vehículo quedó inmóvil. Wendell echó un vistazo a la consola de mandos.

– El contador del combustible indica lleno.

– ¿Es que no me cree? ¡Acabo de decirle que he llenado el depósito hace poco! Pues claro que indica lleno. -Estábamos inmóviles y rodeados de un silencio sepulcral. El rumor de fondo del oleaje y el viento se abrieron paso lentamente hasta mi conciencia. Hasta con la luna oculta por las nubes de tormenta distinguía los rizos blancos y espumosos de las olas. Cogí el bolso del asiento trasero y busqué la linterna de bolsillo-. Voy a ver qué pasa -dije, como si se me hubiera ocurrido algo. Bajé del coche. Wendell me imitó y se dirigió a la parte trasera del vehículo. Interpreté su compañía como un golpe de suerte. Puede que supiera más que yo de coches, materia de la que yo sólo sabía que no sabía nada. En situaciones así, siempre opto por hacer algo. Abrí el capó y me quedé mirando el motor. Parecía estar como siempre, es decir, con el tamaño y la forma de una máquina de coser. Había esperado ver tripas fuera, cables rotos, los extremos deshilachados de la correa del ventilador, alguna prueba tangible de que tal o cual pícaro mecanismo se había salido de madre-. ¿A usted qué le parece?

Cogió la linterna y se inclinó con los ojos entornados. Los hombres siempre saben de estas cosas: armas, coches, cortadoras de césped, trituradoras de basura, enchufes eléctricos, estadísticas deportivas. A mí me da miedo incluso quitar la tapa de la cisterna del retrete porque la cosa esa redonda que hay flotando siempre me parece que va a explotar. Me incliné para echar un vistazo yo también.

– Parece una máquina de coser, ¿verdad? -comentó.

A nuestras espaldas se oyó el estampido de un tubo de escape y una piedra se estrelló contra el parachoques trasero del VW. Wendell ató cabos una décima de segundo antes que yo. Nos echamos cuerpo a tierra. Wendell me sujetó y reptamos hacia el lateral del vehículo. Se oyó otro disparo y el proyectil pasó silbando por el techo. Nos encogimos abrazados. Wendell me había rodeado con el brazo para protegerme. Apagó la linterna y la oscuridad fue absoluta. Me moría de ganas de asomar la cabeza por la ventanilla para ver qué se cocía al otro lado de la calzada. Sabía que no habría gran cosa que ver: oscuridad, algún banco de tierra y las luces centelleantes de los coches que circulaban por la autopista. El agresor había tenido que seguirnos desde la casa de Michael tras inutilizar primero el coche de Wendell y luego el mío.

– Ha tenido que ser algún compinche de usted -dije-. Yo no soy tan impopular en este barrio.

Sonó otro disparo. La ventanilla trasera de mi coche se resquebrajó, aunque sólo se desprendió un pequeño trozo.

– Dios Santo -dijo Wendell.

– Amén -dije yo. Pero ninguno habló con intención blasfema.

Se me quedó mirando. El letargo anterior le había desaparecido. La situación parecía haberle despertado y agudizado los sentidos.

– Me vienen siguiendo desde hace días.

– ¿Tiene alguna hipótesis?

Negó con la cabeza.

– He hecho unas llamadas. Necesitaba ayuda.

– ¿Quién sabía que iba usted a casa de Michael?

– Renata y nadie más.

Reflexioné al respecto. Me había llevado el arma de la mujer y la tenía en el bolso, según recordé de súbito. Dentro del coche.

– Tengo un revólver en el coche, vea si puede alcanzarlo -dije-. Dentro del bolso, en el asiento de atrás.

– ¿No se encenderá la luz interior si abro la puerta?

– ¿La luz interior de mi coche? Tendría que ocurrir un milagro.

Abrió la portezuela del copiloto. Como era de esperar, ocurrió el milagro y se encendió la luz. El siguiente proyectil se disparó inmediatamente y a punto estuvo de darle a Wendell en el cuello. Volvimos a encogernos y guardamos silencio mientras los dos teníamos el pensamiento puesto en la arteria carótida de Wendell.

– Carl tenía que saber que iba a estar usted en casa de Michael si le dijo que se reuniría con él a continuación -dije.

– Eso fue antes de que Carl modificara sus planes. De todos modos, no sabe dónde vive Michael.

– Le dijo que había modificado sus planes, pero usted no lo sabe con exactitud. Se tarda menos en llamar a información que en tirar de la cadena del retrete. Lo único que tenía que hacer era preguntárselo a Dana. No ha dejado de estar en contacto con ella.

– Joder, y tanto, está enamorado de mi mujer. Desde siempre ha estado enamorado de ella. Estoy seguro de que le gustaría borrarme del mapa.

– ¿Y Harris Brown? Es normal que tenga un arma.

– Ya se lo dije antes. No sé quién es.

– Basta ya de mentiras, Wendell. Necesito respuestas aquí y ahora.

– ¡Le he dicho la verdad!

– Dejemos la discusión. Voy a ver si abro la dichosa puerta.

Wendell se pegó al suelo mientras yo daba un tirón a la portezuela. El siguiente proyectil se hundió en la arena, muy cerca de nosotros, con un impacto sordo. Doblé hacia delante el asiento del copiloto, cogí el bolso, lo saqué del coche y cerré la portezuela. El corazón me iba a doscientos por hora. La tensión se me había extendido por todo el cuerpo como si se hubieran abierto las compuertas de un pantano. Tenía que echar una meada con urgencia, aunque los riñones se me habían encogido y los tenía más arrugados que un higo seco. Los restantes órganos se me habían puesto en círculo, como hacían las caravanas cuando atacaban los pieles rojas. Saqué el revólver de cachas de nácar.

– Ilumíneme las manos.

Wendell encendió la linterna, protegiendo la bombilla con la mano como si fuese una cerilla. Lo que empuñaba mi diestra era un revólver automático de seis tiros que habría hecho saltar de alegría a John Wayne. Lo abrí a la altura del percutor y comprobé el cargador cilíndrico, que estaba lleno. Lo cerré de un manotazo. Por lo menos pesaba kilo y medio.

– ¿De dónde lo ha sacado?

– Se lo quité a Renata. Espéreme aquí. Vuelvo enseguida.

Me dijo no sé qué, pero yo avanzaba ya agachada como un pato y me adentré en las tinieblas, en línea oblicua y en dirección a la playa, para alejarme del agresor. Giré a la izquierda y di un rodeo de unos cien metros alrededor de la delantera del coche, con la esperanza de que no me divisara quien estuviese haciendo prácticas de tiro. Los ojos se me habían acostumbrado ya a la oscuridad y distinguía con claridad los objetos. Me volví para calcular la distancia que había recorrido. Mi VW, de color azul claro, parecía un iglú surgido de la nada, la caseta de un perro que ha crecido más de la cuenta. Llegué a una curva de la calzada, me agaché, la crucé a toda velocidad y torcí hacia el punto donde me parecía que estaba apostado el agresor.

Tardé unos diez minutos en llegar al punto en cuestión y de pronto caí en la cuenta de que no había oído ni un solo disparo desde que había empezado a avanzar. Incluso en la neblinosa semioscuridad que me rodeaba, la zona parecía desierta. La avenida era de dos direcciones y me encontraba ya enfrente mismo del VW, prácticamente pegada al suelo. Alcé la cabeza como un perrito de las praderas.

– ¿Wendell? -exclamé.

No hubo respuesta. Tampoco disparos. Ni movimientos en los alrededores ni sensación alguna de peligro. La noche era un apacible manto de negrura que me envolvía ya protectoramente. Me puse en pie.

– ¿Wendell?

Giré trescientos sesenta grados alrededor de mi eje corporal, barrí las inmediaciones con la mirada y volví a agacharme. Miré a derecha e izquierda y crucé la calzada como una exhalación, con la espalda paralela al suelo. Cuando llegué al coche, me asomé desde detrás del parachoques delantero.


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