– ¿Dónde está Brian?

– No me lo quiso decir. Creo que tiene miedo de que lo entregue a la poli antes de que se reúna con mi padre. ¿Crees que mi padre estará bien?

– No sabría decirte. -Le conté lo sucedido la noche anterior-. He dejado un mensaje en el contestador de Renata. Espero que me llame. Cuando hablé con ella anoche, me dijo que saldría a buscarlo. Puede que se lo encontrase por el camino.

Se produjo una breve pausa.

– ¿Quién es Renata?

Tierra, trágame.

– Bueno, sí, es… una amiga de tu padre. Creo que se hospeda en su casa.

– Vive en Perdido, ¿verdad?

– Tiene una casa que da a las caletas.

Otra pausa.

– ¿La conoce mi madre?

– Creo que no. Seguramente no.

– Vaya, vaya. Menudo elemento. -Otra pausa-. Bueno, será mejor que te deje. Quiero que la línea esté libre por si llama.

– Ya tienes mi teléfono. Avísame si sabes algo de él.

– Descuida -dijo sin reticencias. Recelaba que cualquier vestigio de lealtad filial que le quedase había desaparecido al saber lo de Renata.

Llamé a Dana. Se puso el contestador automático. Oí los primeros compases de una marcha nupcial y tamborileé con los dedos hasta que oí el pitido. Quise ser lo más breve posible y me limité a decir que me llamase. Todavía me daba de puntapiés por haber mencionado el nombre de Renata durante la charla con Michael. Ya le había provocado Wendell hostilidad de sobra para que encima fuese yo y sacase a relucir el tema de su compañera legal. Llamé a la cárcel de Perdido para ver si localizaba al teniente Ryckman. Estaba fuera, pero tuve una breve conversación con el subinspector Tiller, que me contó que el departamento se iba a venir abajo por haber dejado salir a Brian sin autorización. Los de Asuntos Internos estaban interrogando a todos los funcionarios que tenían acceso al ordenador. Recibió una llamada por otra línea y tuvo que colgar. Le dije que cuando volviese a Santa Teresa llamaría otra vez, a ver si estaba Ryckman.

Casi había agotado ya la lista de llamadas locales. Pedí la cuenta del motel y me puse en marcha a las diez en punto. Esperaba encontrarme con alguna respuesta cuando llegara al bufete, pero al abrir el despacho vi en el contestador la lucecita verde que indicaba que no me había llamado nadie. Pasé la mañana cumpliendo con la rutina de siempre: llamadas laborales, correspondencia, un par de entradas en el libro mayor, un par de facturas pendientes. Me preparé una cafetera y llamé a mi compañía de seguros para informar de lo ocurrido la noche anterior. La empleada me dijo que no pasaba nada y que repusiera la ventanilla trasera en la tienda cuyos servicios había utilizado con anterioridad. No podía circular con el coche abierto porque me pondrían una multa.

Mientras hablaba me tentó la idea de dejar los agujeros de bala tal como estaban. No hay que exigir demasiado del seguro, de lo contrario te tiran la póliza a la cara o te aumentan las cuotas. Además, ¿me quitaban acaso el sueño los agujeros de bala? Yo era responsable de más de uno. Llamé a la tienda de recambios y quedé en llevar el coche a media tarde.

Poco después de comer me llamó Alison por el interfono para decirme que Renata Huff estaba en la sala de espera. Salí a recibirla. Estaba sentada en el sofá, la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados. No tenía buen aspecto. Vestía un pantalón ancho prietamente ceñido a la cintura, una camiseta negra de cuello en forma de V y un anorak naranja. Aún se le notaba el agua de la ducha en los rizos negros, pero también las ojeras y la palidez que la tensión le había puesto en las mejillas. Se recompuso sonriendo a Alison, que a su lado parecía una duquesa.

Conduje a Renata a mi despacho, le indiqué que tomara asiento en el sillón de las visitas y serví café para nosotros dos.

– Gracias -murmuró, llevándose la taza a los labios. Volvió a cerrar los ojos mientras saboreaba el espeso líquido negro-. Está muy bueno. Lo necesitaba.

– Parece usted agotada.

– Lo estoy.

Hasta entonces no había tenido ocasión de observarla de cerca. Con la cara relajada no era lo que yo llamaría una mujer hermosa. Tenía una piel envidiable, de un cetrino claro y sin mancha ni defecto alguno, pero parecía tener los rasgos fuera de lugar: las cejas eran negras y despeinadas, los ojos castaño oscuro y demasiado pequeños. Tenía la boca grande y como llevaba el pelo muy corto la mandíbula parecía cuadrada y saltona. Parecía que le gustaba adoptar una expresión de enfado, pero en los raros momentos en que sonreía, la cara entera se le volvía exótica y luminosa. Dado su color de piel, podía permitirse el lujo de ponerse colores que a muchas mujeres no les quedaría nada bien: verde lima, rosa subido, lila y púrpura.

– Wendell volvió anoche a eso de las doce. Esta mañana fui a hacer unos recados. No creo que estuviese fuera más de cuarenta minutos. Cuando volví, habían desaparecido él y todo lo suyo. Esperé una hora aproximadamente, luego cogí el coche y aquí estoy. Al principio pensaba avisar a la policía, pero me pareció más sensato hablar antes con usted para ver qué me aconsejaba.

– ¿Sobre qué?

– Se ha ido con dinero que me pertenece. Cuatrocientos dólares en metálico.

– ¿Y El fugitivo?

Negó con la cabeza.

– Sabe que si se lleva el barco lo mataré.

– ¿No tiene también una lancha motora?

– En realidad no es una motora. Es una lancha inflable, pero está todavía en el embarcadero. En cualquier caso, Wendell no tiene las llaves de El fugitivo.

– ¿Por qué no?

Las mejillas se le colorearon un poco.

– Nunca me he fiado de él.

– Llevan ustedes cinco años juntos ¿y no le tiene suficiente confianza para dejarle las llaves del barco?

– Wendell no tiene nada que hacer en el barco sin mí -dijo con irritación.

No hice caso de la subida de tono.

– ¿Qué cree usted entonces?

– Lo que yo creo es que ha ido en busca del Lord. Pero sólo Dios sabe lo que quiere hacer con él.

– Y, según usted, ¿por qué querría robar la embarcación de Eckert?

– Robaría lo que fuera. ¿Es que no lo comprende? El Lord era suyo y quiere recuperarlo. Además, El fugitivo es para ir de crucero por la costa, mientras que el Lord es un yate para navegar por alta mar y está mejor equipado para lo que se propone.

– ¿Y qué se propone?

– Alejarse de aquí todo lo que pueda.

– ¿Y por qué me lo cuenta a mí?

– Pensé que sabría dónde estaba amarrado el Lord. Usted dijo que había hablado con Carl Eckert en el barco. No quería perder un tiempo precioso tratando de localizarlo a través de la jefatura del puerto.

– Wendell me dijo que Carl Eckert salió anoche de la ciudad.

– Claro que se ha ido. Ahí está la clave. Así no echará de menos el barco hasta que vuelva. -Miró el reloj-. Wendell tuvo que salir de Perdido a eso de las diez de la mañana.

– ¿Y cómo se fue? ¿Le han arreglado ya el coche?

– Cogió el Jeep que siempre tengo aparcado en la calle. Aunque hubiera tardado cuarenta minutos en llegar, la Guardia Costera aún puede interceptarlo.

– ¿Adónde quería dirigirse?

– A México, supongo. Conoce bien las aguas de la Baja California y tiene un pasaporte mexicano falso.

– Vamos por mi coche -dije.

– Podemos ir en el mío.

Bajamos juntas las escaleras, yo delante, Renata cerrando la retaguardia.

– Debería dar parte a la policía del robo del Jeep.

– Bien pensado. Espero que lo haya dejado en el aparcamiento del puerto.

– ¿Le dijo dónde había estado anoche? Le perdí la pista a eso de las diez. Si llegó a su casa hacia las doce, hay dos horas sobre las que no sabemos nada. No cuesta tanto recorrer tres kilómetros a pie.

– No sabría decirle. Cuando llamó usted, cogí el coche y fui en su búsqueda. Rastreé todas las calles que hay entre mi casa y la playa y no vi ni rastro de él. Por lo que dijo cuando apareció, me da la sensación de que llegó alguien y lo recogió, pero no me aclaró de quién se trataba. Puede que fuera uno de sus hijos.


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