– ¿No has tenido noticias suyas?

– No. -Volvió a tirar y recoger los calcetines.

– Dijiste que lo habías visto anteayer. ¿Te dijo algo susceptible de sugerir que pensaba marcharse? -pregunté.

– No. -Soltó la bola en el aire y estiró el brazo de súbito para golpearla con la parte superior del antebrazo. La recogió con la mano y repitió la operación. Tenía que estar muy atento para que no se le cayera al suelo. Rebote. Captura. Rebote. Captura.

– ¿Qué te dijo? -pregunté.

Se le escapó la bola y me fulminó con la mirada, molesto por la distracción.

– No lo sé, hostia. Me estuvo sermoneando y repitiendo que en este país la justicia es un cachondeo. Luego va y me dice que nos entreguemos. Digo: «Que te crees tú eso. Haz tú lo que te dé la gana, pero conmigo no cuentes. Ni hablar».

– ¿Y él qué dijo?

– No dijo nada. -Volvió a tirar la bola de los calcetines contra la pared y la recogió en el aire.

– ¿Crees que se ha ido sin ti?

– ¿Por qué iba a hacerlo si pensaba entregarse?

– A lo mejor le ha dado miedo.

– ¿E iba a dejarme metido en la mierda hasta el cogote? -Tenía la incredulidad pintada en la cara.

– Brian, no me gusta lo que voy a decirte, pero tu padre no se ha hecho célebre precisamente por su capacidad para aguantar al pie del cañón. Cuando se pone nervioso, coge la puerta.

– No me dejaría en la estacada -dijo de mal humor. Tiró los calcetines hacia arriba, adelantó el tórax y cogió la bola entre la espalda y el sillón. Ya veía el título del nuevo best-seller: Los calcetines de la risa: 101 maneras de jugar con la ropa blanca.

– Creo que deberías entregarte.

– Lo haré cuando vuelva.

– ¿Y por qué no te creo? Brian, no quiero ponerme solemne, pero me juego aquí el respeto del mundo. Te busca la policía. Si no te entrego, me acusarán de complicidad. Me quitarían la licencia, compréndelo.

Se puso en pie a la velocidad del rayo y medio me levantó de la cama sujetándome por la camisa, con el puño en alto, listo para hacerme saltar los dientes. Su cara quedó a pocos centímetros de la mía. Como la pareja de la película. Cualquier atractivo que hubiera encontrado anteriormente en aquel joven se había esfumado ya. Era otro quien me miraba, un ser enfundado en otro ser. ¿Quién habría dicho que aquel «otro» perverso estaba oculto en la californiana y ojiazulada perfección de Brian? Ni siquiera era suya la voz, aquel susurro grave y gutural:

– Óyeme bien, puta asquerosa. Te voy a enseñar lo que es complicidad. ¿Quieres entregarme? Anda, inténtalo. Antes de que des un solo paso estarás muerta. ¿Entendido?

Me quedé inmóvil, sin atreverme siquiera a respirar. Me volví invisible, me proyecté en el hiperespacio. Brian tenía la cara contraída de furia y supe que me daría un mazazo mortal si le presionaba. Su pecho subía y bajaba, bombeando adrenalina y distribuyéndola por todo el sistema nervioso. Era él quien había matado a la automovilista tras fugarse del correccional. Habría apostado hasta la última caja de compresas. Dad un arma a un joven así, ponedle una víctima delante, murmuradle cualquier pretexto que le abra las compuertas de la furia y en menos de un segundo habrá un cadáver a sus pies.

– Está bien, está bien -dije-. No me pegues, no me pegues.

Creía que el arrebato emocional le habría puesto todos los sentidos en alerta roja. Sin embargo, parecía aletargado, con las sensaciones embotadas. Retrocedió un poco. Sus ojos se concentraron en mi cara y arrugó el entrecejo.

– ¿Qué? -Parecía aturdido, como si se hubiera quedado sordo.

Mi mensaje acabó por abrirse paso hasta su cerebro tras recorrer algún inverosímil laberinto de neuronas sobrecargadas.

– Sólo quiero que estés a salvo cuando vuelva tu padre.

– A salvo. -Hasta la idea se le antojaba extraña. Se estremeció a causa de la tensión que le agarrotaba. Me soltó, se apartó de mí y se dejó caer en el sillón jadeando-. Dios mío, ¿qué me pasa? ¡Qué me pasa!

– ¿Quieres que te acompañe? -En el lugar de la camisa por donde me había cogido, se me había formado un fruncido perpetuo. Negó con la cabeza-. ¿Llamo a tu madre?

Agachó la cabeza y se pasó la mano por el pelo.

– Quiero a mi padre, no a mi madre -dijo. Ahora sí era la voz del Brian Jaffe que yo conocía. Se limpió la cara con el dorso de la mano. Creí que iba a romper a llorar, pero tenía los ojos secos…, vacíos… de un azul tan frío como un frasco de gel. Aguardé con la esperanza de que dijera algo más. Recuperó el ritmo respiratorio normal poco a poco y también su personalidad anterior.

– El tribunal valoraría positivamente una entrega voluntaria -me arriesgué a decir.

– ¿Por qué tendría que entregarme? Me han dejado salir de la cárcel de manera legal. -Hablaba en tono malhumorado. El otro Brian había desaparecido, retrocedido hasta los oscuros recovecos de su mundo subacuático, igual que una anguila. El Brian que tenía ante mí no era más que un chiquillo empeñado en que todo fuera como él quería. En el patio de la escuela era el típico niño que exclamaría: «¡Has hecho trampa!», cada vez que perdiera en un juego, aunque en el fondo siempre era él el tramposo.

– Vamos, Brian. Sabes muy bien que no fue así. Ignoro quién metió la mano en el ordenador, pero en teoría no deberías estar en libertad. Tienes sobre tu cabeza varias acusaciones de homicidio.

– ¡Yo no he matado a nadie! -dijo con indignación. Con aquello quería decir, seguramente, que no había tenido intención de matar a la mujer cuando la tenía encañonada. ¿Y por qué iba a sentirse culpable después, si no había sido culpa suya? La muy imbécil. Habría tenido que tener la boca cerrada cuando se le ordenó que entregara las llaves del coche. Pero tuvo que replicar y discutir con él. ¡Mujeres!, siempre discutiendo.

– Mejor para ti -dije-. El sheriff está en camino, viene a detenerte.

No podía creer que se le hubiera traicionado y me lanzó una mirada ofendida.

– ¿Has avisado a la policía? Pero ¿por qué?

– Porque estaba claro que no ibas a entregarte.

– ¿Por qué tengo que entregarme?

– ¿Eres capaz de entender lo que te digo? Por lo que parece, crees que estás por encima de las leyes que gobiernan a los demás. Pero ¿sabes una cosa?

– Métetela en el culo. No quiero nada que venga de ti.

Se levantó del sillón y al pasar cogió la billetera, que estaba encima del televisor. Llegó a la puerta y la abrió. Un ayudante del sheriff, de raza blanca, estaba en el pasillo, con la mano levantada para llamar. Brian giró sobre sus talones y se dirigió a toda velocidad hacia la puerta de corredera. Otro ayudante del sheriff, de color, apareció en la tenaza. Contrariado, Brian tiró la billetera al suelo con tanta fuerza que rebotó como un balón de fútbol. El primer ayudante lo cogió y Brian se desasió con violencia.

– ¡No me toques!

– Vamos, chico, vamos -dijo el ayudante-. No quiero hacerte daño.

Brian jadeaba otra vez y retrocedió mientras cortaba con la mirada el aire que había entre una cara y otra. Se había encorvado ligeramente y había adelantado las manos como para repeler el ataque de los animales hostiles. Los dos ayudantes del sheriff eran hombres de cuerpo macizo y espíritu curtido por la experiencia, el primero casi cincuentón, el otro de unos treinta y cinco años. Yo no habría bailado agarrada a ninguno de los dos.

El segundo ayudante tenía la mano en la culata del revólver, aunque no había desenfundado. Últimamente, los enfrentamientos con las fuerzas del orden acaban con el asfalto sembrado de cadáveres, es así de sencillo. Los dos agentes cambiaron una mirada y el corazón empezó a latirme con fuerza ante la perspectiva de que sucediese lo peor. Los tres defensores de la ley estábamos inmóviles, a ver qué pasaba.

– No pasa nada -dijo el primer ayudante en voz baja-, todo está bajo control. Conservemos la calma y no habrá nada que lamentar.


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