Observé a Susana: me habría gustado que no estuviera allí, y yo tampoco. Seguía cabizbaja y pintándose las uñas, y ponía en ello toda su atención. Acaso no era la primera vez que oía a su madre lamentarse de su soledad y de un desamor que, al parecer, ya tenía asumido. Pero entonces, después de un silencio mucho más largo que los anteriores, se oyó el ruido de una silla desplazada con premura, las patas chirriando sobre las baldosas del comedor y luego un leve gemido y otra vez el silencio… Imaginé a la señora Anita tapándose la cara con las manos para reprimir unos sollozos, tal vez ahogándolos en el pecho de aquel hombre, dejándose abrazar por él. Susana levantó la cabeza y me miró fijamente, como si quisiera leer en mis ojos lo que estaba pasando en el comedor. Enseguida volvió a enfrascarse en el esmalte de las uñas agachando de nuevo la cabeza, y su negra melena se partió en dos sobre su pálida nuca.
He pensado a veces que nunca me sentí tan cerca de ella como en este momento, viendo repentinamente gravitar sobre su cabeza rendida el mismo sentimiento de orfandad y desarraigo que yo cultivaba secreta y maliciosamente a la vera de mi madre, y que en ella había de ser sin duda más hondo y persistente debido a la enfermedad y al hecho de que la sensual rubia gustaba de coquetear con la vida, burlar a la soledad y desafiar a los hombres. En ese chirrido de la silla desplazada bruscamente, en el pequeño gruñido imperceptible y en el prolongado silencio que le siguió, Susana habría adivinado lo mismo que yo: una efusión repentina e irreprimible de su madre, y eso la avergonzaba. Y de pronto cogió un trozo de algodón y se puso a frotar frenéticamente el esmalte de las uñas hasta borrarlo, tapó el frasco y lo arrojó sobre la cama y luego se deslizó entre las sábanas con las piernas abiertas. Encendió la radio y la volvió a apagar, me miró fijo y empezó a comportarse como cuando quería divertirse a mi costa y distraerme del dibujo que ella despreciaba, el destinado al capitán: me sacó la lengua, simuló una tos de perro y se golpeó el pecho con la mano, se destapó y pataleó, manoteó el aire como limpiándolo de miasmas y se tapó la nariz con los dedos como si no pudiera soportar el olor del gas y el infecto humo negro que, según las estrambóticas y macabras predicciones del capitán Blay, terminarían por secar sus pulmones. Esta vez, sin embargo, la broma era el reflejo nervioso de algo que la afectaba más íntimamente. Y cuando me propuso con mal disimulada impaciencia una partida de parchís, dejé lápices y dibujo para complacerla. Nada volvió a oírse en el comedor.
Al atardecer, cuando me disponía a regresar a casa, Forcat entró en la galería calzando unas extrañas sandalias de suela de madera y embutido en un largo batín negro estampado con flores y adornado con una grafía china. Ocultaba algo a la espalda y sonreía a Susana. Se recostó un momento en la mesa camilla, donde yo recogía mis papeles, y me llegó la fragancia vegetal de sus manos, ahora más intensa: col estrujada, o tal vez alcachofa.
– Mira, este quimono de seda me lo regaló tu padre -dijo, y se acercó a la cama lentamente-. Y ahora, la sorpresa. Me dio esto para ti.
Era una postal de la ciudad de Shanghai y un abanico de seda verde. Lo que se veía en la postal, según le explicó enseguida, era el río Huang-p'u y sus muelles atrafagados y pintorescos junto al Bund, el paseo más famoso del Lejano Oriente, con sus orgullosos rascacielos y el antiguo edificio de la Aduana. El reverso de la postal, que iba sin franqueo porque el Kim se la entregó en mano, dijo Forcat, estaba totalmente ocupado por una caligrafía diminuta y compulsiva que Susana reconoció en el acto como la de su padre, y que decía:
Mi querida Susana, recibirás esta postal por medio de un mensajero muy estimado por mí y de absoluta confianza. Trátale como si fuera yo mismo y ofrécele hospitalidad y afecto, ha estado siempre a mi lado ayudándome en todo (¡cocina muy bien!) y ahora tiene problemas (se lo explico a mamá en la carta). Trae un abanico de seda auténticamente chino de color verde, tu color favorito, y muchos besos y memoria de mí, de este trotamundos que no te olvida. Que seas buena y come mucho, obedece en todo a mamá y al médico, y sobre todo cúrate pronto. Tu padre que te quiere, Kim.
Susana se quedó mirando el vacío, pensativa, luego le dio la vuelta a la postal para contemplar de nuevo el bullicioso río Huang-p'u.
– Pero no lo entiendo -dijo-. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué se ha ido tan lejos…?
– Es una larga historia. Yo diría… -Forcat se interrumpió y, antes de proseguir, ocultó las manos en las amplias mangas del quimono y se sentó en el borde de la cama sin apartar los ojos de Susana-. Yo diría que ha ido a buscar algo que olvidó precisamente aquí… Pero dejemos eso ahora. Vamos a tener mucho tiempo para contarnos cosas.
2
Todos los días, hacia la una de la tarde y con los pies reventados, yo no pensaba en otra cosa que en volver a depositar al capitán en su casa, comer rápidamente y escapar corriendo a la torre de Susana. Un día le sugerí al capitán que me acompañara para saludar a Nandu Forcat.
– Y un huevo -me dijo.
– Pero ¿el señor Forcat no era amigo suyo, capitán?
– Era, eso es -contestó el viejo lunático, y se paró en lo alto de la calle Villafranca consultando su lista de firmantes-. Qué pocos, puñeta. Hay que conseguir más.
– Entonces -yo seguía con mi idea-, ¿no piensa ir a verle?
– Para qué -gruñó con su voz ronca-. Ahora estamos en otra guerra.
Después de un enrevesado preámbulo acerca de las distintas formas de amistad y de rabia que cada guerra genera, el capitán empezó a contarme que Forcat, quince años atrás, cuando trabajaba en el bar La Tranquilidad del Paralelo, un nido de anarquistas proudhonianos y de soñadores de utopías, mientras servía carajillos y barrechas a los clientes, intentaba venderles libros de Bakunin y folletos sobre la revolución que él mismo imprimía.
– Era un somiatruites -dijo el capitán-. Un alma cándida que predicaba el paraíso. Por cierto que sus carajillos tampoco eran de este mundo, eran generosos, les echaba una buena ración de anís… Pero basta de charla, tenemos mucho trabajo y poco tiempo. -Lanzó una mirada escrutadora a lo largo de las aceras angostas y las puertas cerradas y añadió-: ¿Tú crees que en esta calle firmará nadie? Juraría que por aquí ya ha pasado el gas.
Empecinado y loco, pero no tonto ni ciego, el capitán tardó poco en darse cuenta del escaso entusiasmo que su batalla contra la chimenea y el gas despertaba en el vecindario, el pitorreo que provocaba y lo mucho que le iba a costar conseguir la primera docena de firmas. Eso trajo como consecuencia que dejara de meterme prisas con el dibujo de Susana postrada y sufriente, lo cual para mí fue un alivio porque yo tampoco tenía la menor prisa, al contrario; me gustaba tener que ir cada día a la torre y deseaba que esta situación se prolongara por lo menos hasta el otoño, cuando empezaría a trabajar.
Muchas tardes no llegaba siquiera a coger el lápiz, prefería jugar con Susana a las damas o al siete y medio, y sobre todo, si nos visitaban los Chacón, al parchís. Susana a veces se cansaba y entonces solía recriminarme que ni siquiera hubiese empezado su dibujo, el otro, el que deseaba enviar a su padre con una dedicatoria; pero también ella dejó de meterme prisas cuando Forcat adquirió la costumbre de aparecer por la galería hacia las cinco de la tarde con su largo quimono de seda negra, sus cabellos brillantes y planchados y sus sonoras sandalias de madera, pulcro y descansado después de una prolongada siesta, y, sentándose en la cama de la enferma, evocaba pausadamente y con detalle algunas vivencias con su padre: cómo se conocieron y cultivaron su amistad en una Barcelona pobre, ilusionada y solidaria con el mundo, una ciudad que ambos habían amado y perdido juntos; cómo después de perderla tuvieron que huir los dos a Francia, y cuántos afanes y peligros y desventuras, cuántas penalidades y también cuántas alegrías compartidas…