Todo lo que os voy contando lo supe por boca del propio Kim en el transcurso de una tarde de lluvia que pasamos juntos bebiendo cerveza en un cafetucho de la rue des Sept Troubadours, en Toulouse, la víspera de su regreso definitivo a Shanghai y del mío a Barcelona. Si algo invento, serán pequeños detalles digamos ambientales y garabatos del recuerdo, ciertos ecos y resonancias que no sabría explicar de dónde provienen o que me pareció escuchar entremedio de lo que él me contaba, pero nada esencial añado ni quito a su narración, a la extraña aventura que en menos de quince días le llevaría a Extremo Oriente.
Sucede que una semana más tarde de entregar a Carmen y a su hijo al Denis, que lloró de felicidad al verles, la detención de Nualart y sus compañeros en Barcelona levanta en la Central toda clase de suspicacias y el Kim viaja a París para entrevistarse con un comunista español que afirma disponer de información confidencial sobre lo ocurrido. Pero tal información proviene de fuentes poco fiables y resulta además descabellada; entre otros disparates, el informe sugiere la posibilidad de una delación mía en la Jefatura Superior de Policía de Barcelona a cambio de una supuesta impunidad. Todo eso contraría enormemente al Kim, que rechaza de plano cualquier sospecha de traición. Ya había salido cabreado del último Congreso de la CNT en Toulouse y ahora lo que está es muy desalentado y muy harto de todo: de los eternos recelos de los comunistas y de su falta de apoyo a causa de su filiación libertaria, de las consignas del Comité de la Confederación anulando sus iniciativas, de la división entre las distintas tendencias de la CNT y de una lucha interminable en la que estaban cayendo los mejores…
Al atardecer pasea por la orilla del Sena preguntándose qué debe hacer con su vida. El Sena es como ese largo y oscuro deseo de felicidad que fluye en silencio a su lado, que siempre lo acompaña y que hoy viene crecido y parece querer anegar su memoria cansada, saturada de violencia y de muerte. Este viaje a París, sin embargo, no va a resultar tan inútil como él piensa, y pronto se verá rebotado del río Sena al río Huang-p’u, poniendo por vez primera en su vida un gran océano de por medio entre sus combativos afanes políticos y el ansia de reemprender algún tipo de vida privada contigo y con tu madre, donde sea y cuanto antes.
Pero vamos por partes. Ocurre que el último día de su estancia en la capital francesa, alojado en casa de un compañero, recibe desde la clínica Vautrin la llamada telefónica de Michel Lévy, un amigo francés que no veía desde poco antes de la liberación de París. Con el apodo de Capitán Croisset, Lévy fue el jefe del Kim en Lyon cuando ambos luchaban en las filas de la Resistencia. En marzo de 1943, en la comisión de un sabotaje contra una patrulla alemana, el Capitán Croisset le salvó la vida y el Kim no lo olvidará nunca. Lévy tenía motivos más que sobrados para odiar a los nazis y los combatió con verdadera saña. Su padre y dos hermanos, detenidos por las SS después de la gran redada de judíos en el Vel d'Hiv, habían muerto en las cámaras de gas de Treblinka y el resto de la familia se salvó huyendo de Francia. Él se unió a la Resistencia y poco antes de la liberación fue detenido por la Gestapo y torturado, le quedaron secuelas físicas y ahora debe someterse a dos delicadas intervenciones quirúrgicas. El Kim decide visitarle antes de regresar a Toulouse.
Una clínica privada en las afueras de París. Le recibe un hombre consumido, postrado en una silla de ruedas, pero animoso y sonriente. Se abrazan, intercambian bromas y recuerdos. ¿Qué haces en París, mon vieux? Ya ves, dice el Kim, sigo en lo mismo, qué remedio, en España aún no hemos acabado con esa chusma… y empiezo a pensar que no lo conseguiremos nunca. He venido a París sin ganas y además finalmente para nada, para recibir otra bronca. Pero ahora me alegro porque así he podido darte un abrazo.
Lévy advierte su profundo desaliento. No creas que a mí me ha ido mejor, le dice para animarle, parece que los nazis consiguieron finalmente romperme el espinazo y aquí me tienes, los médicos no saben qué hacer conmigo. Y le cuenta sus avatares desde que terminó la guerra: después de sufrir la primera operación en la columna vertebral, se trasladó a Extremo Oriente para ocuparse de algunos negocios de la familia relacionados con el comercio marítimo. Lévy pertenece a una familia francesa muy rica, con parentela establecida en Shanghai desde hace muchos años y dueños de diversas empresas y concesiones: la Compañía de Tranvías, una naviera, una fábrica textil y varios restaurantes. Lévy se enamoró de Shanghai desde el primer momento y decidió quedarse, se hizo cargo de la compañía naviera y de la fábrica y hace seis meses se casó con una muchacha china llamada Chen Jing Fang, hija de un traficante de opio de Tianjin. Es feliz en su matrimonio, sus negocios marchan bien, posee una sólida reputación en los medios aduaneros y banqueros de Shanghai… pero ahora todo eso pende de un hilo. Su columna vertebral se ha agravado y además le tienen que extirpar un coágulo en el cerebro, así que ha venido a París a ponerse en manos de un prestigioso neurocirujano. La primera operación implica un riesgo, y, si sale con bien de ella, le espera una segunda aún más peligrosa: en el mejor de los casos, su estancia aquí no será inferior a cuatro meses. Para evitarle a su mujer un sufrimiento inútil, no le permitió acompañarle. Será operado dentro de dos o tres semanas y no teme morir en el quirófano; teme, en cambio, por la vida de Chen Jing Fang.
– Por eso, al saber que estabas en París, no he dudado en llamarte. -Michel Lévy se impulsa en su silla de ruedas acercándose más al Kim con expresión de ansiedad-. Quiero pedirte un favor, amigo. Un gran favor que sólo tú puedes hacerme.
– Cuenta conmigo. ¿De qué se trata?
– ¿Te acuerdas de Kruger, el coronel de la Gestapo que me torturó en Lyon?
– Cómo no voy a acordarme de ese criminal.
– ¿Le viste alguna vez en persona?
– No. En cierta ocasión ametrallamos su coche oficial y el cabrón escapó por los pelos, acurrucado en el asiento trasero. Apenas le vi la gorra.
– Está en Shanghai -dice Lévy suavemente, como si quisiera atenuar el mal efecto que esta noticia pudiera causarle a su antiguo camarada-. Helmut Kruger se hace llamar ahora Omar Meiningen y regenta un club nocturno, el Yellow Sky Club, y algunos burdeles. Me informé: huyó a Sudamérica antes de que terminara la guerra, vivió en Argentina y en Chile traficando con armas y después saltó a Shanghai. Es un hombre muy conocido en los ambientes nocturnos de la ciudad y juraría que está protegido por una organización de ex nazis que trafica con armas y tiene conexiones con el Kuomintang.
Que habían coincidido casualmente en una recepción del consulado inglés, le explica al Kim, dos días antes de su viaje a París y ya clavado en esta silla de ruedas, y que le había reconocido en el acto a pesar del pelo teñido, el bigote y la simpática sonrisa. Y que Kruger también le reconoció a él, aunque simuló tener ojos solamente para Jing Fang.
– Primero pensé en denunciarlo a un judío cazanazis que conozco en Nueva York -dice el paralítico-. Hace menos de un año, cuando aún podía valerme, lo habría liquidado personalmente… En mi estado, decidí esperar y planear algo seguro a mi vuelta, después de operarme. Pero aquí en París me han asaltado repentinamente toda clase de temores. ¿Y si me quedo tieso en el quirófano? Porque verás: esta fiera sanguinaria me reconoció, como te he dicho, y al día siguiente me envió un anónimo con esta amenaza: si no practico la sabia estrategia del olvido, mi mujer y yo lo pagaremos el día menos pensado, ella la primera. ¿Te das cuenta?
– ¿Quieres que acabe con él? -dice el Kim.
– Quiero ante todo protección para mi mujer. Pero desde luego lo mejor es cortar por lo sano.