– De acuerdo. Le daré otra oportunidad.

Desde hace varios días, el Kim espera hacerse con el libro de tapas amarillas que Lévy quiere recuperar. Y ni las evasivas palabras ni el extraño comportamiento del capitán Su Tzu, ni esta nube supuestamente preñada con la fetidez de la traición, conseguirán debilitar su voluntad firmemente anclada en el futuro, ni por supuesto alterar lo más mínimo el rumbo del Nantucket.

El viaje prosigue sin incidentes y una mañana el Kim se despierta en su litera empapado de sudor; el termómetro de su camarote marca cuarenta grados. El buque recala en Saigón para cargar una partida de arroz y té de jazmín y zarpa de nuevo hacia Hong Kong, donde los buenos oficios del capitán Su Tzu consiguen para el Kim el visado que le permite entrar en la China nacionalista. Luego el Nantucket navega por el mar Meridional y pasado el estrecho de Formosa inicia la etapa final que le llevará en la mañana del 27 de julio a echar el ancla en el río Huang-p’u.

Pero antes de ese día, cuando el carguero está bordeando las costas de Taiwán, al Kim se le presenta inesperadamente la ocasión de hacerse con el libro de Lévy. La noche es húmeda y calurosa y amenaza tormenta. Su Tzu y su invitado han terminado una partida de ajedrez y abandonan la cabina para fumarse un cigarrillo acodados a la borda, viendo cómo se aproxima la lluvia y los relámpagos por el noroeste; entonces aparece el segundo oficial y requiere al capitán en la sala de máquinas para un asunto urgente: dos marineros malayos se han enzarzado en una pelea a cuchillo de consecuencias graves. Su Tzu se disculpa y se va, justo en el momento que empieza a caer una tromba de agua y el Kim se refugia de nuevo en la cabina del capitán. La ocasión no puede ser más propicia. Repasa con la vista los lomos de los libros en la estantería. No enciende la luz y recibe solamente la suave claridad de un farol exterior que entra por el ojo de buey. Ve en el estante dos libros de tapas amarillas, y el primero que abre -casi sin querer, ayudado por un brusco balanceo del barco-no es el que busca, no es un libro chino, sino griego y de versos. Y de nuevo la señal que no quiere admitir, la de un cambio de rumbo, un nuevo giro que le propone el destino, salta de las páginas abiertas al azar ante sus ojos, reteniendo su atención. Durante medio minuto, el sordo fragor de máquinas en la entraña del Nantucket repercute en sus nervios y le hace pensar en el capitán Su Tzu, en su extraña gentileza y en sus elocuentes silencios, y, sin saber por qué, en esa pulsión subterránea y monótona del quebrantado carguero presiente la huida ya consumada del tiempo, el eco último de la precaria esperanza que lo ha traído hasta aquí, en medio del viento y las olas enfurecidas, para poner en sus manos un libro abierto en la página 77, más por efecto de un fortuito golpe de mar que por decisión propia.

Y si en este momento hubiéramos estado allí, muchachos, si hubiéramos podido deslizamos furtivamente en la cabina del capitán y permanecer al lado del Kim compartiendo con él las sombras y los relámpagos bajo el fragor de la tormenta, sin duda la curiosidad nos habría empujado a echar una ojeada por encima de su hombro y, durante apenas medio minuto, un instante tan breve que sin embargo ya es eterno en el corazón del tiempo y de los hombres, habríamos descifrado juntos lo que esta noche el azar puso en sus manos:

Dices: «Iré a otras tierras, a otros mares.
Buscaré una ciudad mejor que ésta
en la que mis afanes no se cumplieron nunca,
frío sepulcro de mi sentimiento.
¿Hasta cuándo errará mi alma en este laberinto?
Mire hacia donde mire, sólo veo
la negra ruina de mi vida,
tiempo ya consumido que aquí desperdicié.»
No existen para ti otras tierras, otros mares.
Esta ciudad irá donde tú vayas.
Recorrerás las mismas calles siempre. En el mismo
arrabal te harás viejo. Irás encaneciendo
en idéntica casa.
Nunca abandonarás esta ciudad. Ya para ti no hay otra,
ni barcos ni caminos que te libren de ella.
Porque no sólo aquí perdiste tú la vida:
en todo el mundo la desbarataste.

Lento y escorado, como si remolcara bajo la lluvia jirones de su propia herrumbre y la memoria muerta de otras singladuras, otras latitudes más templadas, el viejo Nantucket navega rumbo a Shanghai.

2

– ¡Si me obligáis a comer todo esto, vomito aquí mismo sobre la cama!

– chilló Susana.

Tanto tiempo postrada y tan mimada por su madre a todas horas, había aprendido a ejercer una suave y caprichosa tiranía que ahora aplicaba contra Forcat y las formidables meriendas que le preparaba, la para ella temible bandeja con el gran vaso de leche, el huevo pasado por agua y las tostadas con mermelada.

– Cómete el huevo por lo menos -dijo Forcat-. Yo le quito la cáscara, mira.

– No quiero más huevos. ¡Estoy harta de huevos pasados por agua!

Era la discusión de siempre y yo me quedé un poco embobado mirando la rara mansedumbre de su frente enmarcada en los negros cabellos, su boca siempre entreabierta y levantisca, el grosor y la perfección del labio superior, y ella me increpó:

– ¡¿Y tú qué miras, niño?!

– ¿Lo prefieres crudo, en un vasito de málaga? -sugirió Forcat-. ¿O quieres que te haga una estupenda tortilla de alcachofas, o de berenjenas?

– ¡Mierda y mierda! ¡No quiero nada!

– Ya sabes lo que dice el médico -insistió él-. Muchos huevos y mucha leche… Musssa lessse y mussso güevo, que dicen los Chacón. Mussassa, come mussso si quiere ponete güeña, rollissa y pressiossa…

A menudo Forcat terminaba por hacerla sonreír, pero no siempre conseguía hacerla comer. Sentado en la cama junto a la bandeja, sus dedos de piel manchada seguían descascarando el huevo mientras pacientemente argumentaba toda clase de razones para convencer a Susana de que debía comer.

La primera vez que reparé en las manos de Forcat con verdadera curiosidad no fue solamente porque me intrigara su piel de distinta coloración, sino porque, de un modo que en cierto sentido no me sorprendió, aunque luego se revelaría equívoco, las tenía posadas efusivamente en las rodillas de la señora Anita. Era un domingo al mediodía, yo había estado haciendo compañía a Susana y ya me iba porque tenía una cita con Finito para subir juntos al parque Güell a buscar eucaliptos para la olla y de paso traer ginesta para adornar la galería. En el corredor, pasando ante la puerta abierta del dormitorio de la señora Anita, vi a los dos junto a la mesilla de noche, Forcat sentado en una silla y ella en el borde de la cama, descalza y con las piernas cruzadas asomando por la bata entreabierta, las manos de él sobre la rodilla encabalgada. Apenas tuve tiempo de fijarme, pero ya en esta primera y fugaz ojeada noté algo en la actitud de ambos que no encajaba con lo que ya me figuraba desde hacía algún tiempo: las manos solícitas de Forcat no parecían exactamente las de un hombre que está acariciando unas piernas bonitas, y tampoco el comportamiento de la señora Anita, arreglándose las uñas con una lima, indiferente por completo al quehacer de las manos, parecía el de una mujer que se deja acariciar. Pero la impresión fue demasiado rápida. Creí que no me habían visto y seguí mi camino, cuando la voz de ella me retuvo:

– Daniel, guapo, ¿ya te vas?

– Sí, señora.


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