Antes de disponerse a salir pisando las tablas, Forcat miró el fondo de la zanja que se abría ante él, vio seguramente el amasijo de tubos y cables eléctricos retorcidos y roídos por la humedad, vio las hojas muertas y la mandarina podrida, y luego abarcó con una lenta mirada circular la plaza macilenta y tranquila que se abría ante él, sin fijarse ni un segundo en los tres hombres sentados en el banco; sus ojos escudados en las gafas negras se demoraron solamente en un punto del vacío, en no sabíamos qué, en la derrota de su vida tal vez, en algo que más tenía que ver con su sombrío corazón que con lo que podía verse ahora en torno al quiosco y la parada de tranvías bajo un cielo plomizo, esa luz sobresaltada del atardecer y la gente transitando como sombras furtivas, los niños con sus gruesas bufandas y sus rodillas moradas de frío correteando de la churrería a la fuente y dos o tres palomas que picoteaban en el charco.

Por más que no dejamos de observarle en su inmovilidad un poco envarada, por mucho que nos fijamos en sus manos largas y oscuras y en su boca tensa, no pudimos captar ninguna señal que estableciera una alianza entre muerte y escenario, ningún gesto que delatara fugazmente su conciencia cercada y condenada. Parecía, eso sí, un poco al acecho y en tensión, pero era más bien un efecto de sus hombros alzados y felinos. Dispuesto por fin a traspasar el umbral de nadie sabía qué, le dio un par de caladas al cigarrillo pero luego, inesperadamente, lo arrojó a la zanja, dio media vuelta y le vimos desaparecer al fondo del zaguán.

Dos días después, los obreros echaron paladas de tierra a la zanja y la cubrieron con las mismas gastadas baldosas, cargaron las herramientas y las vallas en una furgoneta y se fueron para siempre. Entonces advertimos algo que se nos había pasado por alto: durante todo el tiempo que la acera permaneció desventrada, mostrando las tuberías herrumbrosas y los cables despellejados, ningún olor especialmente tóxico se percibió en el entorno, como no fuera el suave tufillo a mierda de gato que exhalaba la tierra removida. Pero una vez cubierta la zanja y sus podridas entrañas, el olor a gas volvió a emponzoñar el aire frente al portal número 8, y no sólo allí; la fétida atmósfera parecía expandirse cada día más y más, y llegó un momento, acaso porque se te había pegado a las ropas y a la piel, que podías detectar el jodido olor en calles distantes de la plaza e incluso más lejos, en barriadas remotas.

3

También Forcat, después de permanecer unos días junto a su madre enferma, se iría de casa y del barrio y no volveríamos a verle hasta la primavera siguiente y en circunstancias aún más extrañas. Su partida fue tan discreta e inesperada como su llegada. Se comentó que nada le retenía aquí, salvo enterrar a su anciana madre cuando llegara el momento.

Poco tiempo después alguien dijo haberle visto fregando vasos detrás del mostrador de una taberna de la Barceloneta, propiedad de su otra hermana casada, pero eso parecía improbable porque llegaban otra vez cartas suyas desde Francia, según reveló el cartero en el bar, lo que suponía que había regresado nuevamente a Toulouse.

Más o menos por estas fechas, a primeros de año, los hermanos Chacón dejaron de frecuentar la plaza y ocasionalmente se les veía tirados en la acera frente al Colegio del Divino Maestro, en una esquina de la calle Escorial, exponiendo su mercancía de tebeos y novelas de segunda mano. Tres meses después, un sábado, los vi parados en el umbral de una tienda de legumbres cocidas de la calle Providencia. Barricas llenas de olorosas aceitunas invadían la acera y los Chacón las miraban y olfateaban con las manos en los bolsillos. Más sucios y desastrados que antes y más espigados, eran todo ojos y roña y parecían hallarse en tensión ante la presa. En la tienda, media docena de mujeres hacía cola para adquirir garbanzos y lentejas cocidas. Me acerqué a los Chacón por la espalda con ánimo de sorprenderles, pero al poner la mano en el hombro de Finito, éste se volvió hacia mí muy despacio con los ojos en blanco y, repentinamente sacudido por unos temblores muy fuertes, lanzó un grito y se desplomó sobre la acera, donde empezó a patalear y a soltar espumarajos verdes por la boca. Su hermano Juan se abalanzó a sujetarle la cabeza pidiendo ayuda y llorando. Se pararon algunos transeúntes, las mujeres salieron de la tienda y un corro de vecinos rodeó a los dos hermanos, pero nadie sabía qué hacer. De la garganta de Finito salían unos estertores espantosos que yo sólo había oído en el cine, su boca no paraba de segregar aquella espuma verde y asquerosa y las mujeres le compadecían y se lamentaban del abandono que sufren algunos niños, del hambre y la miseria de esos pobres charnegos que viven en barracas… Me quedé un rato paralizado por el estupor y el miedo, luego me invadió una gran tristeza al ver a mi amigo retorciéndose como si estuviera poseído por el demonio, y también me lancé al suelo para sujetarle y llamarle para que saliera de aquel pozo negro: «¡Serafín, Finito, qué te pasa!», y estaba abrazando sus piernas enloquecidas cuando, siempre sin dejar de aullar y babear, me guiñó el ojo, el muy cabrito…

Me incorporé y esperé a ver en qué paraba aquel truculento guirigay de gritos y aspavientos, aunque ya me lo figuraba. Asistido por Juan, que le apretaba la cabeza con ambas manos como para impedir que reventara, Finito se fue calmando y se arrastró de culo sobre la acera consiguiendo con grande y aparente esfuerzo recostar la espalda en la pared. Una de las vecinas, mientras le limpiaba la baba con un pañuelo, comentó que estos ataques de nervios se debían a la debilidad, al estómago vacío. «No comemos hace cinco días, señora», dijo Juan. Una abuela que vivía enfrente salió de casa con un bote de leche condensada y se lo dio a los famélicos cabileños. Cuando Finito se incorporaba trabajosamente, la vendedora de legumbres cocidas salió de la tienda con un cucurucho lleno de garbanzos humeantes, lo menos había dos kilos, se lo dio a Juan y dijo hala, iros a casa a comer. Juan solicitó mi ayuda y entre los dos sujetamos a Finito y nos largamos de allí en medio de los comentarios lastimeros de las vecinas.

Nada más doblar la esquina, Finito se enderezó sonriendo y me dio un coscorrón: «Eres un panoli», dijo. En este momento le odiaba y secretamente le envidiaba; en los tres meses que llevábamos sin vernos, él había aprendido artimañas para matar el hambre traficando con tebeos usados y fabricando espumarajos verdes con la boca, y en cambio yo no había aprendido nada salvo a jugar al billar. Sentados en un banco de la plaza del Norte, los Chacón dieron buena cuenta de los garbanzos calentitos, que yo rechacé, y con la punta de un cortaplumas hicieron dos agujeros en el bote de leche. Y mientras chupaban del bote, me explicaron el truco: antes de dejarse caer al suelo, Finito masticaba una pastilla verde de acuarela y se metía en la boca un puñado de sidral. El resto era la jeta que le echaba al asunto y sus dotes incipientes de embaucador. Me sentí idiota y engañado, rabioso por haberme dejado conmover por semejante patraña ideada por dos charnegos analfabetos y piojosos, y al verles allí riéndose de mí con la boca llena de garbanzos y de leche condensada, me largué sin decirles ni adiós, ignoraba entonces que otras mascaradas y patrañas, no tan inofensivas y mucho menos alimenticias, me aguardaban a la vuelta de la primavera y no lejos de allí, en la calle de las Camelias y en compañía del capitán Blay.


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