– Su puta madre -dijo sin acritud, como si recordara algo de pronto.
5
Acosado constantemente por figuraciones y voces cuyo origen y significado yo aprendería a descifrar con el tiempo, el capitán permaneció un instante junto al armario con el espinazo doblado y la pupila alertada, tenso y diabólico, escuchando tal vez el eco del disparo retumbando en la otra orilla del Ebro y viendo a su hijo Oriol caer nuevamente entre las patas del caballo con la mochila y el fusil a la espalda, los prismáticos de campaña balanceándose colgados de su cuello…
Me miró sin verme. Su mujer no le hizo el menor caso, absorta en el zurcido de las medias. Con el pesado capote sobre los hombros, el capitán se irguió trabajosamente en medio de la espesa niebla que subía del río. Las puertas del viejo ropero, por dentro, estaban forradas de estampitas con oraciones y versos piadosos.
– Voy a salir a la calle, Conxa -anunció en un tono tan bajo que parecía renunciar de antemano a ser oído. Y mientras revolvía vendas y algodón usado en un cajón del armario, con la voz aún más inaudible pero sin tristeza añadió -: ¿Dónde crees que lo habrán enterrado?
Su mujer no contestó ni le miró.
– Por lo menos -añadió él-podrían devolvernos sus prismáticos. Eran muy buenos.
– Vols parlar com Deu mana, brètol? -dijo la Betibú.
– Dios ya no manda nada, Conxa. Ahora mandan éstos.
Me miró como si acabara de verme por primera vez y dijo: «¿Y tú quién eres, chico?», y empezó a vendarse la cabeza girando sobre los talones como una peonza, y volvió a verse a sí mismo gesticulando rabioso mientras se ceñía otra venda igual de vertiginosa, larga y sucia, en la frente ensangrentada: se sobresaltó, su cabeza herida debió rozar la lona de la fantasmal tienda de campaña plantada junto al río y se agachó justo a tiempo de ver a Oriol caer abatido de un balazo por enésima vez. Alguien sollozaba siempre a su espalda, tendido en una camilla, quizá su otro hijo de diecisiete años que regresó del Ebro enfermo del tifus. El capitán blasfemó y le ordenó callarse:
– Prou, nen! Calla!
El soldado quería morir en su casa, pero se calló al fin, y el capitán lo miró compasivamente de reojo:
– Así me gusta -dijo-. Muérete como un pajarillo. Aquí o en casa, qué más da, hijo; pero muere como un pajarillo. No seas tonto.
– Qué dius? -gruñó su mujer.
– No hablo contigo -dijo él, y su cabeza febril volvió a chocar contra un cable de la tienda al salir y adentrarse en la niebla-. El mes pasado, dos balas perdidas silbaron sobre el río. Una para Oriol y otra para mi cabeza. La mala puta me llegó al cerebro, pero cuando entró yo no estaba pensando en nada importante. Así que voy a salir a dar una vuelta.
Ella cabeceó con su redonda faz de porcelana enmarcada en rizos negros y brillantes y frunció la boca respingona, más roja que el corazón de la sandía. Tampoco ahora lo miró y es probable que no le oyera, pues era muy sorda, pero sabía que él estaba allí a su lado urdiendo alguna insensatez. Desde siempre lo llamaba no por el nombre, sino por el apellido:
– Blay, ets un cap de cony -dijo en su catalán ostentosamente percutente y vindicativo-. Estás boig.
– Reina, voy a salir -anunció el capitán-. Y creo que a la vuelta, si paso por Las Ánimas, me comeré un cura. -Observó el efecto de sus palabras en la cara de ella y añadió -: Si es verdad que soy un rojo bolchevique sediento de sangre y un masón degenerado, debo comportarme como tal. ¿No crees, bonita?
Doña Conxa siguió increpándole en catalán, la lengua que siempre habían hablado ambos. Más adelante mi madre me contó que un día, años atrás, mientras el capitán discutía con su mujer, naturalmente en catalán, sufrió un ataque cerebral y se quedó repentinamente sin habla, cayendo al suelo; y que al volver en sí mucho rato después, sufría doble visión y además empezó a hablar en castellano sin que él mismo supiera explicar el porqué y al parecer sin poder evitarlo, por más que lo intentara. Y que desde entonces hablaba en esa lengua, aunque doña Conxa, tanto si le oía como si no, le contestaba siempre en catalán.
– Ja n'ets prou de ruc, ja.
– He dicho que voy a salir y salgo -insistió el capitán con una voz que ahora ella podía oír perfectamente-. Estoy más delgado, más zarrapastroso y más feo, nadie me reconocerá. Me he convertido en una alimaña al servicio de Moscú, lo admito, pero vestido de peatón atropellado por un tranvía pasaré inadvertido.
– A mi em parles en català! Cantamañanas! Capsigrany!
El capitán se abrochó la gabardina tranquilamente.
– Hasta luego, gatita. Volveré pronto.
– On vas ara, desgraciat? Ruc, més que ruc!
No sé si el capitán llegó a salir a la calle ese día, porque me anticipé a su intención. Doña Conxa había terminado de zurcir las medias y las volvió del revés en un visto y no visto con sus manos gordezuelas y rapidísimas, las enrolló y me las entregó, y yo escapé corriendo.
6
A mediados de marzo los Chacón trasladaron su tenderete de almanaques descosidos y maltrechas novelas del Oeste a una esquina de la calle de las Camelias, junto a la verja del jardín de Susana Franch, que llevaba año y medio en cama enferma de tuberculosis. Susana tenía quince años y era hija del Kim. La habíamos tratado poco, sabíamos que durante algún tiempo frecuentó Las Ánimas haciendo amistad con las chicas de la Casa de Familia, y cuando nos enteramos que había tenido vómitos de sangre y estaba tísica, no podíamos creerlo: precisamente ella, que parecía una chica tan saludable y tan alegre, y viviendo en aquella bonita torre con jardín, y con el dinero que dicen que su padre había tenido. Pero su madre, según doña Conxa, al quedarse sola con la niña fue de mal en peor y tuvo que vender sus joyas y ponerse a trabajar; ahora hacía turnos de tarde como taquillera del cine Mundial, en la calle Salmerón, y para redondear una magra semanada hacía también encaje de bolillos por encargo de la mujer del capitán. Aun así debía pasar apuros, y más ahora con la niña tuberculosa; se decía que su marido ya no le enviaba dinero desde Francia, y que seguramente ella no ponía reparos en aceptar de los hombres cierto tipo de ayuditas… Estos rumores sobre sus devaneos amorosos indignaban a la Betibú -ella tampoco se libraría nunca de la maledicencia-, que siempre sostuvo que no eran más que infundios de cuatro beatas de la Parroquia.
Susana se pasaba el día en la cama instalada en la galería lateral y semicircular que daba al jardín, y que parecía la estancia más alegre y soleada de la torre; desde la calle se la podía ver recostada entre muchos almohadones y rodeada de efluvios aromáticos que humedecían la atmósfera y emborronaban la vidriera, con su camisón lila o rosa y el pelo negro suelto sobre los hombros, entretenida en pintarse las uñas con esmalte nacarado o rojo cereza y leyendo revistas, a menudo escuchando la radio y recortando anuncios de películas en los periódicos con unas tijeras. En un rincón de la galería humeaba constantemente una olla con agua y eucaliptos sobre una aparatosa estufa de hierro que ardía con carbón, y cuyo retorcido tiro, como un siniestro garabato negro, se encaramaba casi hasta el techo y salía al exterior por un agujero perfectamente redondo practicado en la vidriera.
Reproché a los Chacón que hubiesen escogido aquella esquina de Camelias para espiar a Susana en la cama, y Finito dijo por quién me tomas, chaval, de eso nada, ¿no sabes que la pobre se va a morir pronto? Y que tampoco había elegido el sitio porque él y su hermano esperasen ver llegar algún día a su padre, al Kim, sino por algo menos emocionante pero más urgente: sencillamente por estar cerca del Mercadillo instalado en la misma calle, un poco más allá de la torre de Susana y en la acera opuesta, arrimado al largo muro del campo de fútbol del Europa. Había un colegio cerca y por lo tanto pasaban niños, y además los dos hermanos se turnaban para merodear de vez en cuando entre los puestos de frutas y verduras por si casualmente caía algún trabajito, acarrear cajas o limpiar la zona de desperdicios o llevar algún encargo. Y si no conseguían nada, Finito se tiraba al suelo sacudido por uno de sus formidables ataques epilépticos. Lo hacía de forma tan convincente que siempre, a pesar de conocerme el truco, la visión de sus revolcones y sus temblores y espasmos, con los ojos de ahogado y los espumarajos verdes en la boca, me causaban gran espanto. Había una churrería en la esquina de Cerdeña y casi nunca faltaba un alma caritativa que se compadecía del pobre cabileño y le compraba una bolsa de buñuelos, y alguna de las vendedoras del Mercadillo siempre le daba un par de manzanas o de plátanos.