– ¿Qué piensa de mí, señor?
– Lo mismo que de mí, más o menos. No veo razón alguna para excluirle de la sospecha general. Sonreí.
– ¡Cómo me tranquilizan esas palabras, señor! Que nadie sospechase de mí, que yo fuera el único libre de sospechas, sería lo mismo que acusarme.
El general segundo jefe me miró con cierta curiosidad y con cierta arruga de incomprensión encima de los ojos: posiblemente a su pragmático caletre de cultivador de maíces híbridos, mi respuesta resultase algo abstracta. La arruga sólo duró unos instantes.
– Tengo la obligación de decirle, Monsieur De Blacas, que debe usted, sin pérdida de tiempo, poner en funcionamiento la integridad de su sistema, aunque de momento haya de operar en el vacío, pero no puedo menos de confesarle mi convicción de que, a partir de este momento, el enemigo estará mejor informado que nosotros mismos.
– Mi general -le dije con afectada severidad-, eso equivale, más o menos, a considerarme la única persona capaz de suministrar al enemigo esa información.
Se asustó, me miró asustado.
– ¿Es eso lo que se infiere de mis palabras, coronel?
– Sí, mi general, ni más ni menos.
– Le ruego que me excuse. Lo que yo quería decir…
Tranquilicé su escrúpulo creciente con una carcajada.
– Lo sé, mi general. Que tenemos razones para no fiarnos ni de nosotros mismos.
Se le cayó la preocupación del rostro, al mismo tiempo que la pipa de la boca. Al inclinarse para recogerla, pude observar que llevaba descosida la costura de los fondillos del pantalón, de lo cual deduje (o inferí) la miopía de su mujer.
– Eso es lo que quería decir. Pero usted no desconfiará de mí, ¿verdad?
– Me lo impide la ley, señor.
– Y, ¿si la ley no lo impidiera?
– En ese caso, señor, me lo impediría la confianza ilimitada que tengo en usted.
– ¡Ah, De Blacas, De Blacas, qué susto me había dado!
Y, después de abrazarme, me invitó a tomar una cerveza en el bar, pero yo habría preferido una copa de vino.
3
El Consejo de Guerra secreto acordó retrasar la información a los Estados componentes de la NATO hasta que al resultado de las investigaciones pudiera acompañar la mera noticia con el complemento de que se había recuperado la seguridad, o, por lo menos, la conciencia de estar seguros. Yo, previamente, había tomado la precaución de enterar, por medios bastante tortuosos, a los primeros ministros, de manera que aún no había concluido el Consejo, y ya todos los teléfonos repiqueteaban y todos los embajadores anunciaban su llegada inmediata, obedecientes a órdenes urgentes. El Segundo General en Jefe, en funciones de Mando Supremo a causa de la dimisión que el Mando Supremo acababa de presentar, no sólo estaba perplejo, sino que había enmudecido, y ocultaba tras el humo de la pipa su absoluta incomprensión de lo que sucedía, bastante más complejo que los problemas del cultivo de los maíces híbridos en que con toda seguridad había estado pensando durante la sesión. Quizás el General en Jefe no hubiese adelantado en el razonamiento muchas pulgadas más que su inmediato subordinado, pero, al menos, se había atrevido a decirlo, y lo que recurriera en su conversación, casi monólogo, como un leit-motiv, era la pregunta de qué se proponía quien fuese, y de si también habría sido informada la Prensa acerca de la situación y de su alcance, porque, en tal caso, o se verían obligados a aplicar medidas excepcionales a la libertad de expresión, o a hacer frente a un escándalo no sabía si inimaginable o incalculable. Porque lo menos que se preguntarían los periodistas era si los medios de investigación de que disponen los organismos de defensa estaban al servicio de los países implicados o del enemigo, quien, además, se habría beneficiado de ellos sin esfuerzo alguno; sobre todo, sin esfuerzo económico y sin arriesgar la vida de un solo agente. Habría sido muy difícil hacer comprender a los periodistas y a algunos parlamentarios, sobre todo de las extremas derechas, que los gabinetes de estudio, al igual que los jugadores de ajedrez, si quieren ser de verdad eficaces, tienen que mantener en vigilante ejercicio dos cerebros contrapuestos y a veces contradictorios: no en vano ha dicho alguien que la Historia es la obra de un esquizofrénico, y los Estados Mayores, tienen al menos teóricamente, la obligación de comprenderla. ¡Ah, si aquellos portadores del pensamiento y de la voluntad populares llegasen a saber que nuestro sistema de defensa, durante cierto tiempo inevitable, sería el mismo que habían elaborado los Estados Mayores enemigos…! Pero estas sutilezas no las comprenderán jamás ni la Prensa ni los Parlamentarios. Con objeto de evitar una catástrofe mental aproximadamente colectiva, simbólicamente al menos, suspendí mi juego durante algunos días, empleados en dirigir la investigación más exquisita y también más inútil: docenas de especialistas en el contraespionaje, lo más fino del personal a mis órdenes, desfilaron por mi despacho a confesarme su fracaso. Todos dijeron «Nada», menos el que dijo «Lo de siempre». A éste le ordené que volviera al día siguiente, y lo llevé conmigo a dar un paseo en automóvil, en el mío, donde con toda seguridad nadie había instalado micrófonos ni otra clase de delatores.
– ¿Qué quiso decir ayer con «lo de siempre»? -le pregunté.
– Pues eso exactamente, señor: lo de siempre. Nos hallamos ante una operación llevada a cabo por ese agente fantasma que ya tiene en su haber diez o doce jugadas semejantes. La situación, en su conjunto, presenta todos los rasgos que caracterizan su estilo, o, más exactamente, carece de cualquier rasgo que muestre algún carácter, que es lo que revela el modo de actuar de ese misterioso…
Le interrumpí:
– No use esa palabra, se lo ruego. El misterio no existe: sólo el secreto bien guardado.
– Llámelo como quiera. De momento, no aparece ni una sola pista, nadie sabe nada, flotamos ridículamente en el absurdo. Pero estoy persuadido de que antes de una semana, en alguna parte del mundo, se encontrará un indicio después de otro, y otro más: indicios que, ya lo verá usted, no nos conducirán a parte alguna. Lo mismo que en las otras ocasiones.
– Pues esta vez -le dije con firmeza-, la situación exige seguir adelante, pero no en vano. Muchas cosas se han arriesgado en otras ocasiones, pero nunca nuestra existencia como pueblo, que es de lo que se trata ahora. Me miró sorprendido.
– ¿Tan grave es lo que pasa?
Le respondí con un gesto.
A aquellas alturas del enredo, el Embajador de los soviets había recibido ya, a modo de muestras incitantes, las copias de unos fragmentos del Plan, y su lectura había provocado el viaje a París de varias personalidades secretas, de cuya llegada mis agentes me tenían informado: personajes oscuros y poderosos, que bien podían ser tenidos por fascinantes o por siniestros, con despachos en lugares ignotos quizá del Kremlin: aquéllos cuyos nombres los profesionales pronunciaban con terror; de manera que, en aquel momento, los servicios de inteligencia de ambos bandos habían entrado en función, los unos para hacerse, como fuera, con el documento que a los otros les había sido escamoteado; los otros, para hallar un responsable del que lo ignoraban todo, hasta la misma existencia. Porque yo se lo había dicho a algún general preocupado, aunque también pudo ser a algún político frívolo:
– ¿Y no estaremos intentando llenar un vacío imaginario con el nombre de una persona que no existe?
– ¿Qué quiere usted decir? -me preguntó, de manera completamente maquinal, aunque con la mayor seguridad.
– Pues que ese agente perfecto e inhallable, al que atribuimos la paternidad de diez o doce operaciones más o menos geniales, no pase de invención nuestra, de ardid para engañarnos a nosotros mismos.
– Pero los hechos tienen siempre un autor -me replicó.
– Eso creemos, señor; pero acaso convenga aplicar a la situación otra clase de lógica.