Le di los papeles, me cuadré con un taconazo a la manera prusiana, que halagó el General; quedé esperando. El General se apartó de mí, leyó las instrucciones, habló con el Embajador y con Iussupov, me llamaron, me dijeron que yo intervendría más como observador que como actor, y que durante todo el tiempo que se invirtiese en la operación, me acompañaría un agente armado, con instrucciones concretas (matarme, si algo salía mal, supongo).

– Acepto -le respondí con cierta displicencia-, pero advierto nuevamente que si el señor Iussupov se empeña en aplicar a la operación en su conjunto o en cualquiera de sus detalles su portentosa inteligencia, lo más probable será que a mí me maten, pero ninguno de ustedes, incluido el señor Iussupov, lo pasará mejor. Conozco muy bien al señor Iussupov, y sé que pertenece a esa clase de genios cuya comprensión de la realidad es tan superior a la realidad misma, y, sobre todo, tan perfecta, que acostumbran a provocar toda clase de catástrofes. Me estoy refiriendo, como habrán adivinado, a la invasión de Rusia en mil novecientos cuarenta.

El General intentó aplacarme:

– Sin embargo, coronel, comprenderá que, por principio, tenemos que desconfiar de usted.

– Por supuesto, General, pero no hasta un punto tan excesivo que implique necesariamente el fracaso de la operación. Advierto, sin embargo, que no tengo el menor interés en que, ante los cuadros superiores, se me atribuya su paternidad, de manera que si otro quiere firmarla, por mí no hay inconveniente.

– No lo habrá por mi parte si todo saliera bien.

– Si sale mal, señor, con todos los respetos debo decirle que no habrá ocasión de poner ninguna firma al pie, como parece bastante obvio. El riesgo, se lo aseguro, nos abarca a todos. Salvo si deciden que corra por mi cuenta. En este caso, el riesgo será mío, pero, también en ese caso, exigiré que nos pongamos en movimiento inmediatamente. Ya hemos perdido más de un minuto, y cada uno más que se pierda me aproxima a la muerte.

Se miraron. Iussupov dijo, de pronto:

– No es una operación tan gloriosa que pueda interesar a nadie su paternidad. Por otra parte, el Estado, hasta ahora, me ha empleado en casos de más envergadura técnica y, sobre todo, de más alcance histórico.

– ¿Debo entender que propone que el coronel Etvuchenko actúe por su cuenta?

– Me da lo mismo.

Nada de lo que siguió tiene ya interés como para que lo cuente con detalle. Me dejaron solo, pero me vigilaron según mis instrucciones. La noche estaba lluviosa, pero no fría, e incluso el azul del aire era hermoso. No dejé de fijarme en que una mujer arrodillada y sentada sobre sus piernas, tocaba tiernamente una flautita. Podía tener lo mismo doce que veinte años: rubia, delgada, recordaba a algún personaje de cuento céltico, donde los mendigos son siempre ángeles o santos, cuando no la misma Virgen María. Me alejé de ella con melancolía. Dejé el coche junto al único farol de la plazoleta, uno de gas, de los antiguos. Sonaba un acordeón lejano, quizá sólo un disco o una radio. Y, como la lluvia era menuda, daba la sensación de niebla, una niebla que englutiese casas y árboles y los fundiese en un conjunto borroso. No sé por qué recordé a Irina: acaso porque la sensación encaminaba más a la poesía que al miedo. Entré en la casa, deposité el dinero, esperé en el coche, recogí después los cartapacios del Plan Estratégico y los fui trasladando al exterior, vigilado por varias metralletas y por la mirada escrupulosa de Iussupov, a quien probablemente aquello parecía menos fácil y más elemental de lo que era en realidad. Poco tiempo después, aquel montón de papeles estaba en el despacho del Embajador. Ni éste, ni el General, ni Iussupov, ni siquiera el doctor Klein, se atrevían a tocarlo, aunque sí lo rondasen. Pero la situación la había alterado la presencia de un personaje inesperado (para mí una sorpresa). Irina Tchernova acarició con sus delicados guantes los cartapacios ásperos. Se volvió a los presentes.

– ¿Recuerdan lo del caballo de Troya? -dijo, con cierta burla en la voz.

Iussupov le contestó que sí, que por supuesto.

– Pues no estaría de más que los señores del Estado Mayor lo recordasen también. Éste, al menos, es mi consejo.

No se había quitado el impermeable, se había limitado a desabrochárselo. Al ver el Embajador que parecía disponerse a marchar (y sólo por el movimiento de sus dedos en los botones), le preguntó:

– ¿Pero va usted a dejarnos en esta perplejidad? ¿Por qué nos dice eso? ¿Qué es lo que sabe?

– Nada, señor Embajador. Mera deformación profesional. No olvide que soy poeta, y lo que acabo de hacer es una cita poética, aunque sólo en cierto modo.

Sus palabras parecían, efectivamente, liquidar el coloquio, pero, en cambio, había interrumpido a mitad del camino el recorrido de sus dedos por los botones del impermeable. El General recurrió al cigarrillo con que solía cubrir vacíos y rellenar pausas, y después dijo:

– Irina, nada más lejos de mi intención que intervenir en el sistema al que usted pertenece y cuyos canales de comunicación no coinciden, evidentemente, con los míos. No voy a preguntarle lo que sabe, sino sólo si sabe algo.

– ¿Saber? No, General. Pero he reflexionado. Si nuestro Estado Mayor hizo llegar a la NATO un estudio estratégico escrupuloso para enterarles, no sólo de que su sistema de defensa tenía un punto vulnerable, sino de que nosotros le sabíamos, lo natural es que ellos hayan elaborado un estudio semejante y nos lo hayan hecho llegar, ahí lo tenemos delante de nosotros, no para convencernos de que somos invulnerables, sino para hacérnoslo creer. Nos responden adecuadamente, pero el efecto que intentan causarnos con su respuesta es el contrario del que nosotros nos hemos esforzado en causarles a ellos. Lo encuentro, sobre todo, elemental, y me admira que a ninguno de ustedes se le haya ocurrido.

El Secretario se adelantó, en el uso de la palabra, al General, y le cortó el ademán correspondiente:

– Y, díganos usted, Irina: ¿somos nosotros quienes hemos de comunicar esa sospecha al Estado Mayor, o lo hará usted directamente?

La mano de Irina abrochó el último botón.

– Ustedes por su lado, yo por el mío. Procuren redactar el mensaje de tal modo que no vayan a entender precisamente lo contrario, pues las contradicciones les inquietan como a todo el mundo. Aunque, por supuesto, no aspiro a una coincidencia literal, que sería impensable. Tengo, sin embargo, serias razones para esperar que a quien harán caso será a mí, lo cual no dejo de lamentar, pues yo no pertenezco al Servicio para entretenerme en estos juegos y en estos amagos de un Estado Mayor a otro, tengo algo más importante que hacer.

– ¿Algo demasiado secreto? -le preguntó, amable y un poco deslumbrado, el General.

– Buscar a alguien y matarlo, en el caso de que sea alguien y de que sea mortal.

Sentí un escalofrío, mientras Iussupov preguntaba a Irina si se trataba de un traidor a la URSS o más bien de un amante traidor. No recibió de Irina, no ya respuesta: ni siquiera mirada. Ella recogió el paraguas y la cartera, que había dejado encima de una silla, y salió. Todos escuchamos cómo el ruido de sus pasos se alejaba, tranquilo, por el pasillo. Cuando dejó de oírse, empezaron a hablar, y yo aproveché un momento en que Iussupov exponía su punto de vista acerca de los hechos, que era el mismo que antes, aunque modificado en algunos detalles y, sobre todo, en sus conclusiones, para lo cual había comenzado por recordar no sé qué de lo acontecido a un espía egipcio en la corte de los Mitani; lo aproveché pidiendo al General permiso para retirarme, porque la operación, le dije, me había fatigado. Salí de la Embajada sin cautelas. Vi, sin embargo, un coche parado a escasa distancia de la puerta: iba a esquivarlo, pero de su interior me llamó la voz de Irina. Me acerqué.

– Entra -me dijo.

Irina invitaba al coronel Etvuchenko, quizá con el intento de que el soldado victorioso descansase del esfuerzo de la pelea y hasta es posible que del tedio de la gloria, aunque, como ésta no se había manifestado de ninguna de las maneras habituales (¡Una felicitación, al menos, del señor General!), no dejaba de ser admisible la hipótesis de que Irina intentase suplir o corregir con sus manos suaves, con su voz profunda y acogedora como una caverna, aquella deficiencia, lo cual, tratándose del coronel Etvuchenko, no parecía, en principio, desagradable. Dejé a mi personaje que entrase en el coche y yo entré con él, servidumbre inevitable. Irina me dio un beso.


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