El punto de partida del chiste alemán es rebuscado, poco natural, de extravagancia complicada, y pide muchas explicaciones previas, harto laboriosas. Pero ya abierto el camino, entramos en un mundo extraño, burlesco, fantástico, quiméricamente original, de que no teníamos ninguna idea. Es la lógica del absurdo llevada al extremo y sin temor a nada. Detalles de sorprendente verdad, razones de sutil ingenio, afirmaciones científicas expuestas con la mayor seriedad, sirven para hacer probable lo imposible.
Cierto que no se llega a creer una palabra de las narraciones del barón de Münchhausen; pero apenas se han leído dos o tres de sus aventuras, se deja uno llevar del candor o naturalidad de su estilo, que no sería diferente si tuviera que referir el autor una historia verdadera. Las invenciones más extravagantes y monstruosas toman cierto aire de verosimilitud, expuestas con esa tranquilidad ingenua y esa perfecta calma. La íntima conexión de esas mentiras, que se encadenan tan naturalmente unas con otras, acaba por destruir en el lector el sentimiento de la realidad, y la armonía de lo falso se lleva tan adelante, que produce una ilusión relativa, semejante a la que hacen sentir los viajes de Gulliver a Lilliput y a Brobdingnag, o bien la Historia verdadera de Luciano, tipo antiguo de estas fabulosas narraciones, tantas veces imitadas después.
Aquí el lápiz de Gustave Doré aumenta también el prestigio: nadie mejor que este artista, que tiene al parecer ese ojo visionario de que habla Víctor Hugo aludiendo a Alberto Durero, sabe hacer vivir, con vida misteriosa y profunda, las quimeras, los sueños, las pesadillas, las formas impalpables, inundadas de luz y de sombra, las siluetas chuscamente caricaturescas y todos los monstruos fantásticos.
Gustave Doré ha comentado, por decirlo así, LAS AVENTURAS DEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN con dibujos que parecen las láminas de un viaje de circunnavegación por la fidelidad característica de su exótica extravagancia. Creeríase que el pintor de la expedición ha tomado del natural todo lo que describe el facecioso barón alemán, con lo que el texto adquiere un valor de burla fría que lo hace más germánico aún.
THÉOPHILE GAUTIER
CAPÍTULO PRIMERO
Emprendí mi viaje a Rusia en medio del invierno, habiendo hecho el juicioso raciocinio de que los caminos del norte de Alemania, de Polonia, de Curlandia y de Livonia, que, según las descripciones de los viajeros, son más impracticables aún que el camino del templo de la virtud, se mejoran con el frío y la nieve, sin costar nada a la solicitud de los gobiernos. Viajaba a caballo, lo que seguramente es el mejor modo de transporte, siempre que el caballo y el caballero sean buenos: de este modo no se expone uno a tener cuestiones de honor con algún digno maestro de postas alemán, ni está obligado a detenerse en cada venta a voluntad de un postillón sediento. Iba ligeramente vestido, lo que sentía más y más a medida que adelantaba hacia el nordeste.
Figuraos ahora en medio de un tiempo crudo y bajo un duro clima, a un pobre anciano que yacía en la desolada orilla de un camino de Polonia, expuesto a un viento glacial y teniendo apenas con qué cubrir su desnudez.
El aspecto de aquel pobre hombre me afligió profundamente, y aunque hacía un frío para helarme el corazón en el pecho, le arrojé mi capa. Al mismo instante resonó en el cielo una voz, y alabando mi misericordia, me gritó: «Lléveme el diablo, hijo mío, si esta buena acción queda sin recompensa.»
Continué mi viaje hasta que la noche y las tinieblas me sorprendieron. Ninguna señal ni ruido me indicaban la presencia de un pueblo: todo el país estaba sepultado bajo la nieve, y yo no sabía el camino.
Fatigado y sin poder ya más, me decidí a echar pie a tierra, y até mi caballo a una especie de tocón de árbol que sobresalía por encima de la nieve. Me puse por precaución una de mis pistolas bajo el brazo y me acosté sobre la misma nieve. Sin embargo, dormí tan bien, que cuando abrí los ojos era ya de día claro. Pero ¡cuál no fue mi asombro cuando me encontré en medio de un pueblo, en el cementerio! En el primer momento no vi mi caballo, pero al cabo de algunos instantes oí relinchar por encima de mí. Levanté la cabeza y pude convencerme de que el animal estaba suspendido de la veleta del campanario.
Muy pronto me di cuenta del singular acontecimiento: había encontrado el pueblo enteramente cubierto de nieve; durante la noche se había templado súbitamente el tiempo, y mientras yo estaba durmiendo, la nieve se había derretido bajándome lenta y suavemente hasta el suelo: lo que en la oscuridad de la noche había tomado por un tocón de árbol, no era sino la veleta o remate del campanario. Sin embarazarme más, tomé una pistola, apunté a las bridas y volví dichosamente por este medio a tomar posesión de mi caballo, continuando mi camino.
Todo fue bien hasta mi llegada a Rusia, donde no hay la costumbre de ir a caballo en invierno. Como mi principio es conformarme siempre con los usos de los países en que me hallo, tomé un trineo de un solo caballo y me dirigí alegremente a San Petersburgo.
No sé exactamente si fue en Estonia o en Ingria, pero recuerdo aún perfectamente que fue en medio de un espantable bosque donde me vi perseguido por un enorme lobo, a quien hacía más ágil aún el aguijón del hambre. No era posible escaparse de sus garras y muy pronto me alcanzó: déjeme caer maquinalmente al fondo del trineo y dejé a mi caballo que saliera del paso y cuidara de mis intereses como Dios le diera a entender. Sucedió lo que yo me presumía y no me atrevía a esperar. Sin cuidarse de mi débil individuo, saltó el lobo por encima de mí, cayó furioso sobre el caballo, desgarró y devoró en un instante todo el cuarto trasero del pobre animal, que, aguijado por el dolor y el espanto, aún corría más veloz. ¡Me había salvado! Levanté furtivamente la cabeza y vi que el lobo iba ocupando el lugar del caballo a medida que se lo comía: la ocasión era demasiado favorable para malograrla, y no vacilé; tomé el látigo y me puse a zurrar al lobo con todas mis fuerzas. Estos inesperados postres no le causaron poco terror: lanzóse hacia adelante con toda su ligereza y, ved lo más extraño, cayendo al suelo el esqueleto de mi caballo, quedó el lobo uncido a mi trineo.
Por mi parte, yo no daba a la mano punto de reposo, de modo que corriendo con tal y tanto garbo no tardamos mucho en llegar sanos y salvos a San Petersburgo, contra nuestra esperanza respectiva y con gran asombro de los transeúntes.
No quiero, señores, fatigaros con charlatanerías sobre los usos, artes, ciencias y otras particularidades de la brillante capital de Rusia: menos aún os hablaré de las intrigas y alegres aventuras de la sociedad elegante, donde las damas ofrecen a los extranjeros tan generosa hospitalidad; prefiero llamar vuestra atención sobre objetos más grandes y nobles, sobre los caballos y los perros, por ejemplo, que he tenido yo siempre en gran estima; después sobre los zorros, los lobos y los osos, de que Rusia, tan rica ya en toda especie de caza, abunda más que ningún otro país de la tierra; hablaros, en fin, de esas partidas de recreo, de esos ejercicios caballerescos, de esos actos de lucimiento que sientan mejor a un caballero que un mal trozo de latín o de griego, o que esas bolsitas de olor, esos visajes y cabriolas de los bellos ingenios franceses.
Como pasara algún tiempo antes de que pudiera yo entrar en el servicio, tuve, por espacio de dos meses, lugar y libertad completa para gastar tiempo y dinero de la manera más noble. Pasaba muchas noches entretenido en verlas venir, y no pocas en chocar los vasos. El rigor del clima y las costumbres de la nación han dado a la botella una importancia social que no tiene en nuestra sobria Alemania; así es que he encontrado en Rusia personas que pueden pasar por virtuosas consumadas en este género de ejercicio. Pero no eran sino pobres petates [1] al lado de un antiguo general, de grandes mostachos canosos y tez cobriza, que comía con nosotros a mesa redonda. El bueno del hombre había perdido en un combate contra los turcos la tapa de los sesos; de modo que siempre que se presentaba un extraño, tenía que pedir dispensa de su necesidad de conservar el sombrero puesto. Era su costumbre beberse en la comida algunas botellas de aguardiente, y para terminar, aún despachaba un frasco de arak [2] doblando a veces la dosis, según las circunstancias. Con todo eso, era imposible descubrir en él la más ligera señal de embriaguez. Acaso os parezca inverosímil: a mí también me lo pareció por mucho tiempo, hasta que al fin pude dar con la clave del enigma. El general tenía la costumbre de levantarse de vez en cuando el sombrero, y yo había observado muchas veces el movimiento, aunque sin comprender su táctica. ¿Qué extraño podía ser que tuviera caliente la cabeza y necesitara renovar el aire? Pero acabé por ver que, al mismo tiempo que el sombrero, levantaba también una lámina de plata que se adhería a su cráneo, sirviéndole de tapa de los sesos, y que entonces los humos de las bebidas espirituosas que había trasvasado, se escapaban en ligeras nubes.