– ¡Que no os oigan hablar así, señor Belalcázar! Os acusarán de traidor al emperador y de hereje -le advertí.

– No digo sino la verdad. Comprobaréis, señora, que los conquistadores carecen de vergüenza: llegan como mendigos, se comportan como ladrones y se creen señores.

Esos tres meses de travesía fueron largos como tres años, pero me sirvieron para saborear la libertad. No había familia -salvo la tímida Constanza-, ni vecinos ni frailes observándome; no debía rendir cuentas a nadie.

Me despojé de los vestidos negros de viuda y de la cotilla que me aprisionaba las carnes. A su vez, Daniel Belalcázar convenció a Constanza para que se desprendiera del hábito monjil y usara mis sayas.

Los días parecían interminables, y las noches, aún más. La suciedad, la estrechez, la escasa y pésima comida, el mal humor de los hombres, todo contribuía al purgatorio que fue la travesía, pero al menos nos salvamos de las serpientes marinas capaces de tragarse una nave, los monstruos, los tritones, las sirenas que enloquecen a los marineros, las ánimas de los ahogados, los barcos fantasmas y los fuegos fatuos. La tripulación nos advirtió de estos y otros peligros habituales en los mares, pero Belálcazar aseguró que jamás había visto nada de eso.

Un sábado de agosto arribamos a tierra. El agua del océano, antes negra y profunda, se volvió celeste y cristalina. El bote nos condujo a una playa de arenas ondulantes lamida por olas mansas. Los tripulantes se ofrecieron para cargarnos, pero Constanza y yo nos alzamos las sayas y vadeamos el agua; preferimos mostrar las pantorrillas a ir como sacos de harina sobre las espaldas de los hombres. Nunca imaginé que el mar fuese tibio; desde el barco parecía muy frío.

La aldea consistía en unas chozas de cañabrava y techo de palma; la única calle que había era un lodazal, y la iglesia no existía; sólo una cruz de palo sobre un promontorio marcaba la casa de Dios. Los escasos habitantes de aquel villorrio perdido eran una mezcla de marineros de paso, negros y pardos, además de los indios, a los que yo veía por primera vez, unas pobres gentes casi desnudas, miserables. Nos envolvió una naturaleza densa, verde, caliente. La humedad empapaba hasta los pensamientos y el sol se abatía implacable sobre nosotros. La ropa resultaba insoportable, y nos quitamos los cuellos, los puños, las medias y el calzado.

Pronto averigüé que Juan de Málaga no estaba allí. El único que lo recordaba era el padre Gregorio, un infortunado fraile dominico, enfermo de malaria y convertido en anciano antes de tiempo, ya que apenas había cumplido los cuarenta años y parecía tener setenta. Llevaba dos décadas en la selva con la misión de enseñar y propagar la fe de Cristo, y en sus andanzas se había topado un par de veces con mi marido. Me confirmó que, como tantos españoles alucinados, Juan buscaba la mítica ciudad de oro.

– Alto, guapo, amigo de apuestas y del vino. Simpático -dijo.

No podía ser otro.

– El Dorado es una invención de los indios para librarse de los extranjeros, que yendo tras el oro acaban muertos -agregó el fraile.

El padre Gregorio nos cedió a Constanza y a mí su choza, donde pudimos descansar, mientras la marinería se embriagaba con un fuerte licor de palma y arrastraba a las indias, contra su voluntad, a la espesura que cercaba el poblado. A pesar de los tiburones, que habían seguido al barco durante días, Daniel Belalcázar se remojó en ese mar límpido durante horas. Cuando se quitó la camisa, vimos que tenía la espalda cruzada de cicatrices de azotes, pero él no dio explicaciones y nadie se atrevió a pedírselas. En el viaje habíamos comprobado que ese hombre tenía la manía de lavarse, por lo visto conocía otros pueblos que lo hacían. Quiso que Constanza entrara en el mar con él, incluso vestida, pero yo no se lo permití; había prometido a sus padres que la devolvería entera y no mordida por un tiburón.

Cuando el sol se puso, los indios encendieron fogatas de leña verde para combatir a los mosquitos que se volcaron sobre el villorrio. El humo nos cegaba y apenas nos permitía respirar, pero la alternativa era peor, porque tan pronto nos alejábamos del fuego nos caía encima la nube de bichos. Cenamos carne de danta, un animal parecido al cerdo, y una papilla blanda que llaman mandioca; eran sabores extraños, pero después de tres meses de pescado y empanadas la cena nos pareció principesca. También probé por primera vez una espumosa bebida de cacao, un poco amarga a pesar de las especias con que la habían sazonado. Según el padre Gregorio, los aztecas y otros indios americanos usan las semillas de cacao como nosotros usamos las monedas, así son de preciosas para ellos.

La tarde se nos fue oyendo las aventuras del religioso, quien se había internado varias veces en la selva para convertir almas. Admitió que en su juventud también había perseguido el sueño terrible de El Dorado. Había navegado por el río Orinoco, plácido como una laguna a veces, torrentoso e indignado en otros tramos. Nos contó de inmensas cascadas que nacen de las nubes y revientan abajo en un arco iris de espuma, y de verdes túneles en el bosque, eterno crepúsculo de la vegetación apenas tocada por la luz del día. Dijo que crecían flores carnívoras con olor a cadáver y otras delicadas y fragantes pero ponzoñosas; también nos habló de aves con fastuoso plumaje, y de pueblos de monos con rostro humano que espiaban a los intrusos desde el denso follaje.

– Para nosotras, que venimos de Extremadura, sobria y seca, piedra y polvo, ese paraíso es imposible de imaginar -comenté.

– Es un paraíso sólo en apariencia, doña Inés. En ese mundo caliente, pantanoso y voraz, infestado de reptiles e insectos venenosos, todo se corrompe rápidamente, sobre todo el alma. La selva transforma a los hombres en rufianes y asesinos.

– Quienes se internan allí sólo por codicia ya están corrompidos, padre. La selva sólo pone en evidencia lo que los hombres ya son -replicó Daniel Belalcázar, mientras anotaba febrilmente las palabras del fraile en su cuaderno por que su intención era seguir la ruta del Orinoco.

Esa primera noche en tierra firme, el maestro Manuel Martín y algunos marineros fueron a dormir a la nave para cuidar la carga; eso dijeron, pero se me ocurre que en verdad temían las serpientes y sabandijas de la selva. Los demás, hartos del confinamiento de los minúsculos camarotes, preferimos acomodarnos en la aldea. Constanza, extenuada, se durmió al punto en la hamaca que nos habían asignado, protegida por un inmundo mosquitero de tela, pero yo me preparé para pasar varias horas de insomnio. La noche allí era muy negra, estaba poblada de misteriosas presencias, era ruidosa, aromática y temible. Me parecía hallarme rodeada de las criaturas que había mencionado el padre Gregorio: insectos enormes, víboras que mataban de lejos, fieras desconocidas. Sin embargo, más que esos peligros naturales me inquietaba la maldad de los hombres embriagados. No podía cerrar los ojos.

Transcurrieron dos o tres horas largas y, cuando por fin empezaba a dormitar, escuché algo o a alguien que rondaba la choza. Mi primera sospecha fue que se trataba de un animal, pero enseguida recordé que Sebastián Romero se había quedado en tierra y deduje que, lejos de la autoridad del maestro Manuel Martín, el hombre podía ser de cuidado. No me equivoqué. Si hubiese estado dormida, tal vez Romero habría conseguido su propósito, pero, para su desgracia, yo lo aguardaba con una daga morisca, pequeña y afilada como una aguja, que había comprado en Cádiz. La única luz en el interior de la choza provenía del reflejo de las brasas que morían en la fogata donde habían asado la danta. Un hueco sin puerta nos separaba del exterior, y mis ojos se habían acostumbrado a la penumbra. Romero entró a gatas, husmeando, como un perro, y se acercó a la hamaca donde yo debía estar tendida con Constanza. Alcanzó a estirar la mano para separar el mosquitero, pero se le heló el gesto al sentir la punta de mi daga en el cuello, detrás de la oreja.


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