Hester se sentó en la cama y, con muchos miramientos, tratando de no causarle dolor en el hombro, acogió al niño en sus brazos. Estaba muy delgado, pesaba muy poco, no era difícil sostener su cuerpo. El niño arrimó su cabeza a la de Hester y ésta le acarició los cabellos. Su misión no era aquélla, Hester era enfermera diplomada y había adquirido experiencia en el campo de batalla, donde había curado horribles heridas, había auxiliado en la cirugía de urgencia y cuidado a enfermos de cólera o tifus y aquejados de gangrena. A su regreso de la guerra, abrigaba la esperanza de contribuir a la reforma de los hospitales ingleses, muy atrasados y enquistados en la tradición, finalidad para la que trabajaban igualmente muchas otras enfermeras que habían estado en Crimea, pero si ya le había costado mucho más de lo que creía encontrar un puesto de enfermera, no quería ni pensar en la posibilidad de ejercer alguna influencia.
Ni que decir tiene que Florence Nightingale era una heroína nacional. La prensa popular se deshacía en elogios sobre su persona y el pueblo la idolatraba. Tal vez fuera la única persona que había salido cubierta de gloria de aquella lamentable campaña. Se contaban muchas historias acerca de la Carga de la Brigada Ligera, empresa arrojada, insensata y pésimamente dirigida que había precipitado a los soldados contra los cañones rusos, y apenas había familias militares que no hubieran perdido a un hijo o a un amigo en la carnicería que tuvo como consecuencia. Hester, desde las alturas que rodeaban el escenario, había sido testigo de aquel acto inútil. Todavía veía a lord Raglan cabalgando muy erguido, como si estuviera en un parque inglés y, en efecto, según después había declarado, sus pensamientos en aquel momento estaban en la esposa que había dejado en su tierra. Sí, a buen seguro que sus pensamientos estaban en cualquier sitio menos en aquel donde se encontraba realmente, ya que de otro modo no habría dado nunca aquella orden suicida, prescindiendo de las palabras con que la hubiera formulado, que tanta polvareda tendría que levantar más tarde. Lord Raglan había dicho una cosa… y el teniente Nolan había transmitido otra a los lores Lucan y Cardigan. Nolan había muerto en la refriega, despedazado por la metralla de una bomba rusa cuando se lanzaba delante de Cardigan agitando la espada y dando voces. Tal vez su intención era decir a Cardigan que iba a cargar contra los hombres armados, no contra la posición abandonada que la orden pretendía que se atacase. Pero eso ya nadie podía saberlo.
El resultado fue que hubo centenares de muertos y lisiados, la flor y nata de la caballería quedó convertida, en Balaclava, en un montón de cadáveres mutilados. Desde el punto de vista de la valentía y del supremo sacrificio frente al deber la carga había sido un hito de la historia, pero desde el punto de vista militar había sido totalmente inútil.
Y había habido también la gloria de la línea roja en el Alma, la Brigada Pesada que avanzaba a pie y que con sus uniformes escarlata formó una línea fluctuante que se convirtió en una barrera para el enemigo, claramente visible incluso a la considerable distancia en la que se encontraban las mujeres. Así que caía un hombre, otro ocupaba su puesto, lo que hacía que la línea no cediese nunca. Fue un heroísmo que se recordará mientras se cuenten historias de guerra y de valentía pero ¿quién recuerda ahora a los lisiados y a los muertos, salvo aquellos que resultaron afectados por esas desgracias o las personas que los amaron?
Se acercó más al pequeño. El niño ya no lloraba y en el espíritu de Hester había un lugar muy profundo e innominado lleno ahora de una gran sensación de consuelo. Aquella incompetencia flagrante y ciega de la campaña bélica la había soliviantado sobremanera, y además las condiciones del hospital de Shkodër eran tan deplorables que Hester llegó a pensar que, si salía con vida de todo aquello, si conseguía conservar la cordura y todavía le quedaba un resto de buen humor, lo que pudiera encontrar en Inglaterra, fuera lo que fuese, siempre sería para ella motivo de consuelo y de ánimo. Allí por lo menos no habría carretas cargadas de heridos, allí no harían estragos las fiebres epidémicas, ni les traerían hombres con miembros congelados que era preciso amputar, ni cadáveres de hombres que habían muerto de frío en las montañas de Sebastopol. Habría la suciedad normal, piojos y otros parásitos, pese a lo cual no se podía comparar con los ejércitos de ratas que subían por las paredes y se desplomaban en el suelo como fruta madura, ni con el ruido sordo de los cuerpos al soltarlos en la cama o en el suelo, un ruido que aún ahora turbaba sus sueños. Encontraría los residuos normales que era preciso limpiar, no los suelos de hospital cubiertos de excrementos y sangre de centenares de hombres demasiado enfermos para moverse, y aunque también habría ratas, no se contarían por millares.
Aquel horror, sin embargo, la había hecho fuerte, al igual que a tantas otras mujeres. Lo que ahora atormentaba su espíritu era la altanería y el engreimiento que se ceñía a las normas y a los papeleos y aquella resistencia a cambiar. Las autoridades consideraban que cualquier iniciativa era a la vez arrogante y peligrosa y, en el caso de darse en una mujer, algo totalmente fuera de lugar y un rasgo contra natura.
Ya podía saludar la reina a Florence Nightingale que no por ello el establecimiento médico acogería con los brazos abiertos a las mujeres animadas con ideas reformistas, lo que Hester había acabado por descubrir tras numerosos enfrentamientos tan violentos como lamentables.
Era una situación tanto más deplorable cuanto la cirugía acababa de dar gigantescos pasos adelante. Hacía diez años exactamente que se había utilizado con éxito el éter por vez primera para anestesiar a un paciente durante una operación. Era un descubrimiento maravilloso. Ahora se hacían muchísimas cosas que hasta hacía muy poco habrían sido imposibles. Era evidente que un buen cirujano era capaz de amputar un miembro, seccionar la carne, las arterias, el músculo y el hueso, cauterizar el muñón y coser la herida, en caso necesario, en el término de cuarenta o cincuenta segundos. En efecto, se sabía que Robert Liston, uno de los más rápidos, había aserrado un hueso del muslo y amputado una pierna, dos dedos de su ayudante y la cola de la chaqueta de un mirón en un espacio de veintinueve segundos.
Sin embargo, la secuela que dejaban estas operaciones en el paciente era aterradora, aparte de que quedaban completamente descartadas las internas, porque no había nadie, aunque hubiera dispuesto de todas las correas y cuerdas del mundo, capaz de inmovilizar a una persona de manera tan absoluta que permitiera introducir en su cuerpo el bisturí de forma precisa. Jamás se había conferido a la cirugía ninguna categoría ni dignidad especial. De hecho, se equiparaba a los cirujanos con los barberos y no se les valoraba por sus conocimientos, sino por la fuerza de sus manos y por su rapidez de movimientos.
Ahora, gracias a la anestesia, podían abordarse todo tipo de operaciones más complicadas, como la eliminación de órganos infectados en pacientes enfermos más que en pacientes heridos, congelados o gangrenados, como en el caso de aquel niño que Hester tenía ahora en brazos, a punto de dormirse finalmente, con el rostro arrebolado y el cuerpo acurrucado pero dispuesto ya a dormir tendido en la cama.
Lo tenía en brazos y lo acunaba suavemente cuando de pronto entró el doctor Pomeroy. Iba vestido para operar, con un pantalón oscuro, viejo y manchado de sangre, la camisa con el cuello roto y su chaleco y chaqueta viejas habituales, también muy sucios. Habría sido una tontería estropear la ropa buena para operar, todos los cirujanos hacían lo mismo.
– Buenos días, doctor Pomeroy -se apresuró a saludarle Hester. Aspiraba a que le prestase atención porque quería hacer presión en el cirujano para que operase al niño dentro de uno o dos días o, mejor aún, aquella misma tarde. Hester sabía que las posibilidades que tenía de curarse eran muy escasas, ya que el cuarenta por ciento de los pacientes que habían pasado por una operación quirúrgica morían de infección posoperatoria, pero siempre estaría mejor que ahora, ya que sus dolores iban haciéndose más agudos y, en consecuencia, su estado más crítico. Hester quería hacer bien las cosas, lo que en este caso era difícil porque, aunque estaba al corriente de la competencia del médico como cirujano, le tenía muy poca consideración como persona.