– ¿Qué probabilidades tiene Menard Grey de que no lo cuelguen? -preguntó Hester con voz grave. Con toda deliberación había elegido las palabras más crudas. Rathbone no era hombre con el que uno pudiera andarse con eufemismos.

– Haremos todo cuanto esté a nuestro alcance para evitarlo -replicó el abogado, de cuyo rostro desapareció aquella luz que lo iluminaba poco antes-, aunque no estoy seguro ni de lejos de que nos salgamos con la nuestra.

– ¿Qué supondría salirnos con la nuestra, señor Rathbone?

– ¿Qué supondría? Pues supondría que lo enviaran a Australia, donde tendría la oportunidad de iniciar una nueva vida… con el tiempo. De todos modos, hace tres años que han suspendido los traslados, salvo para aquellos casos que comportan sentencias de más de catorce años… -Hizo una pausa.

– ¿Y no salirnos con la nuestra? -preguntó Hester conteniendo el aliento-. ¿La horca?

– No -dijo él, inclinándose ligeramente hacia delante-, más bien pasar el resto de su vida en un sitio como Coldbath Fields, para poner un ejemplo. Lo que es yo, preferiría que me colgasen.

Hester se quedó en silencio: no se podía aducir nada a aquella realidad y hacer un comentario trivial habría sido tan torpe como doloroso. Callandra, sentada en un rincón de la estancia, estaba inmóvil.

– ¿Cómo debemos actuar para obrar de la mejor de las maneras posibles? -preguntó Hester un momento después-, le ruego que me aconseje, señor Rathbone.

– Responda únicamente a lo que le preguntaré, señorita Latterly -replicó el abogado-. No añada nada, aunque crea que pueda ser de utilidad. Ahora pasaremos a hablar de la cuestión y yo le diré qué conviene a nuestro caso y qué puede perjudicarlo en lo que al jurado se refiere. El jurado no ha vivido los hechos, de modo que muchas cosas que para usted son de una claridad meridiana para ellos pueden resultar oscuras. -Su peculiar sentido del humor hizo brillar sus ojos y curvó las comisuras de sus labios en un rictus austero-. Además, el conocimiento de la guerra que pueda tener el jurado tal vez difiera completamente del que tiene usted. Es posible que para ellos los oficiales del ejército, y de manera especial los heridos de guerra, sean unos héroes. Si cometemos la torpeza de querer convencerlos de lo que nosotros pensamos, pueden tomárselo como un intento de destruir sus ilusiones. Como le ocurre a lady Fabia Grey, pensar como piensan quizá sea una necesidad.

Hester se vio asaltada por el recuerdo de la habitación de Fabia Grey en Shelburne Hall; allí había contemplado el rostro de aquella mujer, envejecido repentinamente al contemplar cómo los tesoros de su vida se desvanecían y morían ante ella.

– La privación de algo a menudo engendra odio -dijo Rathbone, como si pensara las mismas cosas que Hester y las viera representadas con igual realismo-. Necesitamos contar con alguien a quien hacer responsable de nuestras desgracias cuando no somos capaces de soportar el dolor más que a través de la ira, ya que por otra parte es bastante más fácil.

Como por instinto, Hester levantó la cabeza y se sorprendió ante la sagacidad que le revelaba la mirada de aquel hombre. Por una parte tranquilizaba y por otra inquietaba. A una persona así no se le podía mentir. ¡Menos mal que no tendría que hacerlo!

– No es preciso que me lo diga, señor Rathbone -dijo con una leve sonrisa-. Ha transcurrido tiempo suficiente desde mi regreso a Inglaterra para saber que muchas personas tienen más necesidad de creer en ilusiones que en los retazos de verdad que yo pueda contarles. Para que lo desagradable sea soportable tiene que ir acompañado de heroísmo. Me refiero al sufrimiento sobrellevado sin queja alguna día tras día, a la dedicación al deber cuando parece que no obedece a ningún propósito, a reír cuando lo que haría uno sería llorar. No son cosas para ser dichas… sólo las sienten los que las han vivido realmente.

El hombre sonrió de pronto y su sonrisa fue un destello de luz.

– Es usted más inteligente de lo que había supuesto en un principio, señorita Latterly. Comienzo a abrigar esperanzas.

Hester notó que se sonrojaba, lo que la enfureció por dentro. Después preguntaría a Callandra qué le había contado acerca de ella para que tuviera formada una mala opinión de su persona. Pero de pronto se le ocurrió que a buen seguro quien tenía la culpa era aquel desgraciado policía, Monk. Sí, él debía de ser el culpable de que Rathbone tuviera tan mala impresión de ella. A pesar de que había acabado cooperando con Monk y de que entre los dos habían existido momentos fugaces de mutuo entendimiento, las más de las veces se habían producido choques y Monk no guardaba en secreto la consideración que ella le merecía: pensaba que era una chica terca, entrometida y francamente antipática. ¡Y ella tampoco es que se hubiese privado en ningún momento de expresar bien a las claras lo que pensaba tanto de la conducta como del carácter del policía!

Rathbone le explicó todo lo que ella quería saber, los temas que el fiscal plantearía y las trampas en las que probablemente intentaría hacerla caer. La previno contra cualquier apariencia de parcialidad emocional, ya que esto le brindaría ocasión de alegar que era parte involucrada y que por tanto su testimonio no era de fiar.

Cuando a las ocho menos cuarto el abogado las acompañó a la puerta, Hester estaba tan cansada que notó que se le habían embarullado las ideas y de pronto cobró conciencia de que seguía doliéndole la espalda y de que le apretaban las botas. El hecho de declarar en favor de Menard Grey ya no era el empeño sencillo e inofensivo al que se había comprometido en principio.

– Este hombre impone un poco, ¿verdad? -dijo Callandra cuando se sentaron en el coche y se dispusieron a ir a cenar.

– Esperemos que imponga también a quien tiene que imponer -replicó Hester retorciendo sus castigados pies-. No me parece un hombre al que se pueda engañar fácilmente.

Lo que acababa de decir era hasta tal punto superficial que se sintió abochornada y apartó la cara a un lado para que Callandra sólo distinguiera de ella el perfil recortado a contraluz.

Callandra soltó una carcajada franca y sonora.

– Amiga mía, no es usted la primera que no atina a expresar la opinión que le merece Oliver Rathbone.

– ¡Ni la perspicacia ni la autoridad son suficientes para salvar a Menard Grey! -exclamó Hester con más aspereza que la que habría querido emplear. Tal vez Callandra entendería que Hester había hablado de aquella manera en parte por los recelos que le inspiraba lo que ocurriría pasado mañana y en parte porque el temor a no triunfar iba creciendo en ella.

Al día siguiente Hester leyó en el periódico la noticia del asesinato de Octavia Haslett en Queen Anne Street, pero como no se consideraba de interés público revelar el nombre del oficial encargado del caso y, por consiguiente, no se mencionaba, no se le ocurrió pensar en Monk como solía hacerlo cada vez que reflexionaba sobre la tragedia de los Grey y de su propia familia.

El doctor Pomeroy estaba de lo más indeciso con respecto a la manera de tomarse la petición de Hester de un permiso para ir al juzgado a declarar. Cediendo a la insistencia de aquella joven, había operado a John Airdrie y parecía que el niño se estaba recuperando bien. Como hubiera tardado un poco más en operarlo ya no… El niño estaba bastante más débil de lo que había supuesto Pomeroy al principio. El médico notaría la ausencia de la enfermera, pero le había dicho tantas veces que no era imprescindible que ahora no se atrevía a quejarse de los inconvenientes que le iba a causar. Verlo metido en aquel dilema divirtió mucho a Hester, pese a que era una satisfacción teñida de amargura.

El juicio de Menard Grey se celebró en el Tribunal Criminal Central de Old Bailey y, puesto que se trataba de un caso sensacionalista, el brutal asesinato de un ex oficial de la guerra de Crimea, todos los asientos destinados al público estaban ocupados, y todos los periódicos que tenían su distribución en un radio de ciento cincuenta kilómetros habían enviado a sus periodistas. La calle estaba a rebosar de vendedores de periódicos que agitaban las últimas ediciones, de cocheros que dejaban a sus ocupantes en la acera, de carromatos atiborrados de toda suerte de mercancías, de vendedores de empanadas y bocadillos que pregonaban sus productos y de carritos de sopa de guisantes caliente. Había también pregoneros ambulantes que desgranaban las incidencias del caso, añadiendo detalles de cosecha propia para mejor ilustrar al que no estaba demasiado enterado… o al que tenía ganas de volverlo a escuchar. En la parte alta de Ludgate Hill, junto a Old Bailey y Newgate, también se agolpaba mucha gente. De no haber tenido que actuar como testigos del caso, a Hester y Callandra les habría resultado imposible ganar la entrada.


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