No habría podido sentirse peor. Pensó que no perdería nada reflexionando acerca del porqué de su presencia en aquella sala. Dejó que sus ojos fueran al encuentro de los de Menard Grey, que estaba en el banquillo de los acusados. Menard estaba pálido, tenía la piel descolorida, su rostro estaba blanco, cansado y asustado. Le bastó verlo para recuperar todo el valor que le hacía falta. ¿Qué eran, comparado con aquello, los breves e infantiles momentos de soledad que ella había sentido?

Le presentaron la Biblia y, con voz firme y decidida, juró en su nombre que diría la verdad.

Rathbone se le acercó dos pasos y le habló con voz tranquila.

– Señorita Latterly, tengo entendido que usted fue una de las jóvenes que, movidas por la mejor de las intenciones, respondieron a la llamada de la señorita Florence Nightingale y abandonaron su casa y su familia para embarcarse a Crimea y atender a nuestros soldados durante el conflicto.

El juez, un hombre entrado en años y con un rostro ancho pero que revelaba una delicada sensibilidad, inclinó el cuerpo hacia delante.

– Estoy plenamente seguro de que la señorita Latterly es una joven admirable, señor Rathbone, pero ¿tiene esto algo que ver con este caso? Ni el acusado estuvo en Crimea ni el delito ocurrió en dicho país.

– La señorita Latterly conoció a la víctima en el hospital de Shkodër, señor. Las raíces del delito están allí y en los campos de batalla de Balaclava y Sebastopol.

– ¿De veras? Yo creía, a juzgar por los datos, que las raíces estaban en el cuarto de los niños de Shelburne Hall. En fin… continúe, se lo ruego. -Volvió a recostarse en el sillón y miró a Rathbone con aire avieso.

– Señorita Latterly, adelante -la urgió Rathbone con viveza.

Con gran cautela, midiendo cada una de las palabras con las que empezaba una frase y después cobrando confianza a medida que se iba adueñando de ella la emoción del recuerdo, habló de los tiempos en que había prestado sus servicios en el hospital, donde había tratado a algunos hombres dentro de los límites que permitían sus heridas. Mientras hablaba se dio cuenta de que de pronto había cesado el ruido de voces entre el público y de que había asomado el interés en muchos rostros. Incluso Menard Grey había levantado la cabeza y la miraba fijamente.

Rathbone abandonó su puesto detrás de la mesa y comenzó a pasearse de un lado a otro, pero sin mover los brazos y desplazándose pausadamente a fin de no distraer a Hester, sólo yendo de aquí para allá con la finalidad de que el jurado no se involucrase excesivamente en la historia y acabase por olvidar que lo que allí se ventilaba era un crimen ocurrido en Londres y que en aquel juicio estaba en juego la vida de un hombre.

Rathbone informó de que la señorita Latterly había recibido en Crimea una emotiva carta de su hermano donde le daba cuenta de la muerte de sus padres y que entonces ella había regresado a su casa para encontrarse con la vergüenza y la desesperación, por no hablar también de grandes restricciones económicas. Rathbone expuso los detalles, pero no dejó ni por un momento que Hester se repitiera o que su relato pecara de quejumbroso. Hester iba siguiendo el camino que él le marcaba, advirtiendo cada vez con mayor claridad que él elaboraba un cuadro en el que poco a poco iba cobrando forma la tragedia inevitable. En los rostros de los que componían el jurado ya había aparecido un sentimiento de piedad y Hester sabía muy bien que cuando se encajase la última pieza del rompecabezas y se supiera la verdad todos se sentirían indignados. No se atrevía a mirar a Fabia Grey, sentada en primera fila, todavía vestida de negro, ni tampoco a su hijo Lovel ni a la esposa de éste, Rosamond, sentada junto a su suegra. Cada vez que sus ojos se posaban inadvertidamente en ellos, Hester los desviaba con presteza y los fijaba en Rathbone o en un rostro anónimo cualquiera.

En respuesta a preguntas precisas de Rathbone, Hester habló de su visita a Callandra en Shelburne Hall, de la ocasión en que había conocido a Monk y de lo que había ocurrido a continuación. Hester cometió algunos deslices que le fueron corregidos, pero ni una sola vez se excedió más allá de dar una simple respuesta a lo que se le preguntaba.

Cuando Rathbone llegó a la trágica y terrible conclusión del relato, en los rostros del jurado asomó la sorpresa y la indignación y, por vez primera, todos los ojos se dirigieron hacia Menard Grey, ya que hasta aquel momento no habían entendido lo que había hecho ni por qué lo había hecho. Tal vez hubo incluso quien pensó que, de haber estado en su sitio, si la fortuna se hubiera mostrado tan cruel con él, habría hecho lo mismo.

Y cuando, por fin, Rathbone se retiró, no sin antes dar las gracias a Hester con una súbita y deslumbrante sonrisa, ésta notó que le dolía todo el cuerpo debido a la tensión a que había sometido sus músculos agarrotados y sintió unos pinchazos en las palmas de las manos donde, sin advertirlo, había tenido clavadas las uñas.

El fiscal se levantó y sonrió fríamente.

– Quédese donde está, señorita Latterly. Supongo que no le importará que pongamos a prueba esta historia suya tan extremadamente conmovedora.

Era una observación retórica, ya que el fiscal no tenía la más mínima intención de dejar que prevaleciese el testimonio de la testigo. Hester notó que, al mirarlo a la cara, todo su cuerpo se cubría de sudor. El fiscal se había dado cuenta de que llevaba las de perder, lo que suponía para él no sólo una desagradable sorpresa sino un dolor casi físico.

– Señorita Latterly, debe usted admitir que usted era, mejor dicho es, una mujer que ha dejado atrás su primera juventud, que carece de un bagaje relevante y que se encuentra en circunstancias económicas precarias… y que fue precisamente estando en estas condiciones que aceptó una invitación a Shelburne Hall, la casa solariega de la familia Grey.

– Acepté una invitación para visitar a lady Callandra Daviot -corrigió Hester.

– En Shelburne Hall -remachó él con viveza-. ¿No es verdad?

– Sí.

– Gracias. ¿Pasó algunos ratos con el acusado, Menard Grey, en el curso de esta visita?

Hester tomó aliento y ya iba a responder:

– Sí, pero no sola.

Pero justo a tiempo sorprendió la mirada de Rathbone y, tras expulsar el aire, se limitó a sonreír al fiscal como si la insinuación no fuera con ella.

– Como es natural, es imposible vivir con una familia y no departir algún rato con todos sus miembros. -Había sentido la fuerte tentación de decir que a lo mejor él no estaba familiarizado con este tipo de cosas, pero tuvo la prudencia de no decirlo. Seguro que habría provocado una carcajada fácil del público y que probablemente le habría costado muy cara. Aquél era un enemigo al que no podía ceder terreno.

– Parece que actualmente trabaja usted en un dispensario de Londres, ¿es así?

– Sí.

– ¿Fue un trabajo que le proporcionó la misma lady Callandra Daviot?

– Lo que ella me proporcionó fue una recomendación, pero creo que el trabajo lo conseguí por méritos propios.

– Bueno, en todo caso lo obtuvo gracias a su influencia. No, por favor, no mire al señor Rathbone en busca de orientación. Limítese a contestar, señorita Latterly.

– No me hace falta la orientación del señor Rathbone -dijo tragando saliva-. No puedo contestarle si obtuve el puesto con o sin ayuda de lady Callandra. Ignoro el contacto que ella pudo tener con la dirección del dispensario. Me aconsejó que presentase una solicitud en dicho dispensario y, cuando lo hice, quedaron satisfechos con mis referencias, que son bastantes, y me dieron el puesto. Las enfermeras de la señorita Nightingale no suelen tener dificultades para encontrar una plaza cuando desean trabajar.

– En efecto, señorita Latterly -comentó el hombre con una discreta sonrisa-, pero no muchas lo desean, como en su caso… ¿verdad? En realidad, la misma señorita Nightingale procede de una excelente familia, que podría cubrir sobradamente su subsistencia durante el resto de su vida.


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