– Ha muerto durante la noche -replicó Faverell, sombrío-. A juzgar por la rigidez del cuerpo, yo diría que la muerte debió de ocurrir hará unas siete horas. -Se sacó el reloj del bolsillo-. Ahora son las nueve y diez, lo que quiere decir que, como máximo, debe de haber muerto a las tres de la madrugada. Una sola herida profunda, muy profunda, y de corte irregular. La pobre ha debido de perder la conciencia casi inmediatamente y seguramente ha muerto dos o tres minutos después.
– ¿Es usted el médico de la familia? -preguntó Monk.
– No, pero vivo en la esquina de Harley Street y el policía sabía mi dirección.
Monk se acercó un poco más a la cama y Faverell se hizo a un lado para dejarle sitio. El inspector se inclinó sobre el cadáver para examinarlo. La cara de la mujer tenía una expresión de ligera sorpresa, como si la realidad de la muerte la hubiera cogido desprevenida; pese a la palidez, todavía se apreciaban en ella signos de belleza. Los huesos de la frente y de los pómulos eran anchos, grandes las cuencas de los ojos, delicadamente delimitadas por las cejas, gruesos los labios. Sí, ese rostro evidenciaba una profunda emoción, una suave feminidad, y pertenecía a una mujer que seguramente a él le habría gustado. Por espacio de un momento la curva de aquellos labios le trajo el recuerdo de otra persona, aunque le habría sido imposible decir de quién.
La mirada de Monk descendió al cuerpo y, bajo la tela rasgada del camisón, descubrió arañazos y manchas de sangre en la garganta y en los hombros. La seda también estaba rasgada desde el dobladillo hasta la ingle aunque, movido quizá por un impulso de decencia, alguien había doblado la tela por encima del cuerpo. Monk le miró las manos y se las levantó suavemente, pero vio que tenía las uñas impolutas y sin el más mínimo rastro de piel ni de sangre. Si se había peleado con su atacante, no lo había marcado. Observó el cuerpo con más detenimiento para ver de descubrir magulladuras. Pese a haber muerto pocos momentos después de sufrir el ataque, el cadáver habría debido presentar algún moretón en la piel. Lo primero que Monk le examinó fueron los brazos, ya que en ellos suele haber siempre alguna marca en caso de lucha, pero no vio nada. Como tampoco encontró señal alguna en las piernas ni en el cuerpo.
– La han movido de sitio -dijo, transcurridos unos momentos, al observar el rastro de las manchas hasta el borde del camisón y tan sólo huellas de sangre en las sábanas debajo del cuerpo donde habría debido haber un charco abundante-. ¿La ha movido usted?
– No -respondió Faverell, corroborando la respuesta con un movimiento de la cabeza-. Lo único que he hecho ha sido descorrer las cortinas. -Echó un vistazo al suelo cubierto con una alfombra de rosas rojas-. ¡Allí! -exclamó indicando el sitio con el dedo-. Eso podría ser sangre, y en aquella butaca hay un desgarrón. Supongo que, la pobre, se ha defendido.
Monk miró a su alrededor. Había varios objetos de tocador que parecían estar fuera de sitio, si bien habría sido difícil saber cuál era su disposición original. Descubrió, sin embargo, un platito de cristal tallado hecho añicos y pétalos secos de rosa esparcidos sobre la alfombra debajo del mismo. No había reparado en ellos hasta aquel momento debido al dibujo floral de la alfombra.
Evan se acercó a la ventana.
– El pestillo no está corrido -dijo, moviendo el batiente para comprobarlo.
– He cerrado yo -intervino el médico-. Cuando he llegado estaba abierta y en la habitación hacía mucho frío. Ya lo he tenido en cuenta para el rigor, no hace falta que me lo pregunte. La camarera me ha dicho que ha encontrado abierta la ventana por la mañana cuando ha entrado con la bandeja del desayuno para la señora Haslett, y me ha dicho que normalmente no dormía con la ventana así. También se lo he preguntado.
– Gracias -dijo Monk secamente.
Evan levantó la ventana para abrirla completamente y miró al exterior.
– Mire, señor Monk, aquí hay una especie de enredadera y está rota en varios sitios, como si alguien se hubiera afianzado en ella. Hay tallos machacados y hojas desprendidas. -Se asomó un poco más-. En la pared hay una buena cornisa hasta el bajante de la tubería. Un hombre un poco ágil no tendría mucha dificultad en encaramarse por él.
Monk se le acercó para asomarse también.
– ¿Por qué no se ha metido en la habitación de al lado? -pensó en voz alta-. Está más cerca de la tubería, es más fácil acceder a ella y habría tenido menos posibilidades de que le descubrieran.
– Quizá sea la habitación de un hombre -apuntó Evan-. No suele haber joyas… o pocas. Unos pocos cepillos con dorso de plata y algunos gemelos no se pueden comparar con el joyero de una mujer.
A Monk le contrarió no haberlo pensado. Volvió a meter la cabeza dentro y se dirigió al médico.
– ¿Alguna cosa más?
– Nada más, señor Monk. -Parecía impresionado e incómodo-. Le haré un informe escrito, si quiere, pero ahora tengo pacientes vivos que me necesitan. Tengo que irme. Buenos días.
– Buenos días. -Monk lo acompañó hasta la puerta que daba al rellano-. Evan, vaya a ver a la camarera que la ha encontrado y envíeme a la doncella de la señora para que examine la habitación y vea si falta alguna cosa, especialmente joyas. Después probaremos con los prestamistas y los peristas. Yo voy a hablar con alguna persona de la familia que duerma en este piso. La habitación de al lado resultó ser la de Cyprian Moidore, hermano mayor de la víctima. Monk habló con él en la sala de día. Era una habitación muy recargada de muebles, pero muy confortable en cuanto a temperatura; seguramente las sirvientas de la planta baja habían limpiado las cenizas de las chimeneas, barrido y sacudido las alfombras y encendido las chimeneas antes de las ocho menos cuarto, mientras las criadas del piso superior procedían a despertar a la familia.
Cyprian Moidore se parecía a su padre en cuanto a constitución y gesto: la misma nariz corta y fuerte, la misma boca ancha con una movilidad extraordinaria que en un hombre más débil se convertiría en relajamiento; pero sus ojos eran más dulces y su cabello todavía se conservaba oscuro.
Estaba profundamente afectado.
– Buenos días, señor -dijo Monk entrando en la habitación y cerrando la puerta.
Cyprian no respondió.
– ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Ocupa usted la habitación situada al lado de la habitación de la señora Haslett?
– Sí -dijo Cyprian mirándolo directamente a los ojos, una mirada sin agresividad ninguna, sólo afectada por el golpe.
– ¿A qué hora se acuesta, señor Moidore?
– Alrededor de las once o poco más tarde -dijo con gesto de disgusto-. No oí absolutamente nada, si es lo que va a preguntarme.
– ¿Pasó usted toda la noche en su cuarto? -Monk procuró formular la pregunta de manera que no resultase ofensiva, pero era imposible.
Cyprian sonrió levemente.
– Anoche sí. Mi esposa duerme en la habitación contigua a la mía, la primera que se encuentra al subir la escalera. -Se metió las manos en los bolsillos-. La habitación de mi hijo es la de enfrente y la de mis hijas la que sigue a continuación. De todos modos, creía que había quedado claro que quien entró en el cuarto de Octavia lo hizo por la ventana.
– Es lo más probable, señor -admitió Monk-, pero es posible que intentaran entrar en otras habitaciones, como también es posible que entraran por otro sitio y salieran por la ventana. Lo único que sabemos es que la enredadera está rota. ¿La señora Haslett era de sueño ligero?
– No… -respondió sin ningún titubeo, pero seguidamente la duda asomó a su rostro. Se sacó las manos de los bolsillos-. Bueno, eso creo. ¿Qué más da ahora? ¿No le parece que todo este interrogatorio es una pérdida de tiempo? -Se acercó un paso al fuego-. Está claro que alguien ha entrado en su cuarto, que ella lo ha descubierto y que, en lugar de huir corriendo, el miserable la ha apuñalado vilmente. -Su rostro se ensombreció-. ¡Valdría más que saliera a buscarlo por ahí en lugar de dedicarse a hacer preguntas impertinentes! Además, a lo mejor estaba despierta. Las personas a veces se despiertan durante la noche.