David Zurdo, Ángel Gutiérrez

616. Todo es infierno

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Este libro está dedicado a la memoria de José Antonio Gutiérrez Tapia, que vivió con integridad y murió por amor.

También queremos dedicarlo a Javier Sierra, por ser como es y por ser quien es. La puerta del salón de la gloria es muy estrecha, pero hay que ser grande para poder atravesarla.

Y, por último, a todas las personas que, de un modo altruista, trabajan día a día para mejorar el mundo, como las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl.

Tenemos mucho que agradecer, y no es un simple tópico, a las personas que han contribuido, en mayor o menor medida, a hacer esta historia lo que es.

A nuestros «lectores favoritos», que siempre leen lo que escribimos con espíritu constructivo y crítico: en especial Jorge Traver, y también Francisco Íñigo, José María Íñigo, José Luis y Mercedes Zurdo, Belén Gutiérrez y Pedro Baráibar, Óscar Navarro, Fernando Acevedo y Carlos Rojo, así como Alberto Marcos, Emilia Lope y Elisa Fenoy.

A escritores y expertos en distintas áreas, cuyas obras o ayuda directa nos han facilitado ser precisos y evitar errores: Nacho Ares, Ken Arnold, José María González, José Carlos Rivas, Joseph C. Shore, Clara Tahoces, José Luis Valbuena, Alvaro Vázquez y Lilian K. Ginneom.

A nuestras respectivas familias, por habernos soportado, cosa a menudo nada fácil.

Por supuesto, a nuestra agente literaria, Ute Kórner, y sus socios Sandra Rodericks y Günter Rodewald, por su apoyo, su aliento y por creer en nosotros desde el primer momento. También a Raquel Gisbert y Deborah Blackman, de Random House, por su ojo crítico y exacto.

Y, por último, a todos los que han creído sin ver.

Nota previa

Los casos misteriosos e inexplicados -o acaso inexplicables-, presentes en este libro, tienen una base real.

Los pasajes de la Biblia que se citan, así como las interpretaciones bíblicas y de otros textos referentes al Demonio, existen; al igual que son exactos los fragmentos de textos apócrifos, condenados por la Iglesia.

El número 616 es el atribuido originalmente en el Apocalipsis de san Juan a la Bestia, es decir, Lucifer encarnado. Esta cifra fue sustituida más tarde por los primeros cristianos, que introdujeron el número 666. Éste corresponde al temible emperador romano Nerón, cruento perseguidor de los cristianos.

Según la Biblia, Lucifer fue el más puro y perfecto de los ángeles antes de tornar su bondad en maldad por su deseo de ser igual a Dios.

Para los teólogos, por qué Dios permite la influencia del Demonio en el mundo, es un gran misterio. Creen que ello debe formar parte de un plan superior que el ser humano no alcanza a comprender.

De los múltiples enigmas evangélicos, el mayor de ellos continúa siendo la frase pronunciada por Jesús antes de expirar en la cruz: «¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?!», recogida en los Evangelios de Mateo y Marcos.

La Compañía de Jesús es la orden religiosa cristiana más progresista y con mayor número de miembros en el mundo. Desde que el español Ignacio de Loyola fundara esta orden, los jesuítas se han entregado al estudio científico y a la investigación de los sucesos paranormales y lo esotérico en busca de la VERDAD.

La inquietante conclusión a la que se llega en este libro, bajo la luz de los hechos y la incuestionable firmeza de la lógica, podría ser la VERDAD.

Primera parte

Quien con monstruos lucha, cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a una grieta profunda, ella también mira dentro de ti.

FRIEDRICH NIETZSCHE.

Preludio.

Un secreto que ni la misma muerte podía borrar

New London, Estados Unidos.

Llovía a cántaros sobre la pequeña ciudad de New London, en el estado de Connecticut. Los únicos que se movían por las calles, en medio de la desapacible noche, eran algunos automóviles con sus luces desvaídas por el aguacero. La mujer había corrido rasgando la cortina de agua, e intentando protegerse con su gruesa gabardina y su gorro, hasta la puerta de la iglesia católica polaca de San Pedro y San Pablo. Tosía mucho, con una tos que sonaba irónicamente seca. Detenida bajo el arco que protegía la entrada, se sacudió como un perro empapado y llamó al timbre. El sonido pareció perderse en la soledad de la oscura noche. La mujer insistió repetidas veces, hasta que por fin una voz sonó desde dentro, retumbando en los muros interiores como un eco de otro mundo.

– ¡Ya va! ¡Ya va! Va usted a quemar el timbre…

Un sacerdote en pijama y bata abrió la pesada hoja de madera de la puerta. Era de mediana edad, con el pelo cano y desaliñado y el rostro ancho. Tenía una altura considerable, a pesar de cierto encorvamiento de espalda con el que había nacido. Al menos levantaba veinte centímetros sobre la mujer que lo había despertado a esas horas tan intempestivas.

– ¿Qué es lo que quiere? -dijo el sacerdote, sin reconocer a quien fuera tantas veces a su iglesia.

– Confesión, padre. Necesito confesarme. Ahora mismo.

– ¿Seguro que no puede esperar hasta mañana? No creo que esté usted en peligro de muerte, como para pedir que la confiesen a estas horas.

La mujer esbozó una amarga sonrisa y replicó en tono angustiado:

– Le juro por Dios que lo necesito. Ahora.

– Ande, ande, pase. Está usted calada -dijo el cura, haciéndose a un lado para dejarla entrar-. Y no use el nombre de Dios en vano.

Aquella mujer, una médico psiquiatra llamada Audrey Barrett, no había usado el nombre de Dios en vano. No aquella noche. En el momento en que atravesaba el umbral de la iglesia, un trueno rasgó el enfurecido cielo. Y la lluvia pareció intensificarse aún más. Millones de seres dormían a esas horas, plácidamente, sin sospechar siquiera el horror inimaginable encerrado en el secreto que la doctora Barrett ya nunca llegaría, a comprender.

No sabía cómo explicar al párroco lo que le había sucedido; cuál era el secreto que llevaba en su alma. Algo que, para ella, había comenzado tan sólo unas semanas atrás.

Un secreto que ni la misma muerte podía borrar…

Capítulo 1

Boston, Estados Unidos.

Fuego. Las llamas sobresalen por encima de los edificios a diez manzanas de distancia. El camión toma una curva a toda velocidad. Se oye el chirriar de los neumáticos por encima del aullido de la sirena. Una mujer y su hijo pequeño ven alejarse al camión de bomberos que ha estado a punto de atropellados. El chico nuevo se ha abierto la cabeza contra el marco de la ventana, por el fuerte bandazo. Tenía que haberse quedado en la escuadra. Aquello le viene grande a un novato. Le cae un reguero de sangre por la cara, y los otros ven en eso un mal augurio. Es un incendio de los malos. Nadie lo comenta, pero todos lo saben. Se les nota en la cara y en el miedo con el que observan las llamas cada vez más próximas. Ojalá nadie muera hoy, dicen esas miradas.

– ¡Preparaos! -grita el jefe del equipo.

El camión se detiene frente a las puertas del convento. Sienten un azote de calor cuando saltan a la calle. Son los primeros en llegar. Y tienen delante de los ojos el Infierno. Se oye un fragor siniestro. Las llamas iluminan la noche, pero hacen también más profundas las sombras que no alcanzan.

– ¡Dios mío! -susurra el novato.

Se ha puesto un parche en la cabeza que ha conseguido reducir la hemorragia, pero aún tiene la cara manchada de sangre.


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