B. B. lo supo enseguida. Chuck podía ser un niño muy adulto, podía ser un niño atrevido con sentido del humor y ganas de dejar atrás las penurias de su vida, pero no quería que lo dejaran solo. Por encima de todo, necesitaba compañía, y esa era otra razón para estar enfadado con Otto Rose por haberse presentado allí y haberle estropeado la comida.
– Sígueme -le dijo a Rose. Había llegado el momento de dejar claro quién mandaba en el gallinero. Rose se creía muy listo: averiguar dónde había ido a comer y presentarse allí para hacer insinuaciones veladas sobre Chuck… Pero ahora era Rose quien seguía al macho alfa.
Salieron al exterior y la temperatura se elevó instantáneamente en diez grados. La atmósfera era húmeda y pegajosa, y se oía el sonido de los coches que pasaban por la 1-95.
Desiree estaba allí, apoyada contra el Mercedes descapotable de B. B., con los brazos cruzados sobre el pecho. Llevaba unos vaqueros moderada, aunque no obscenamente, ceñidos y el top de un biquini de color lavanda. El tono rosado de la enorme cicatriz que tenía en el costado brillaba bajo la luz de neón del restaurante.
Rose puso una sonrisa sociable.
– Desiree, cielo. ¿Cómo estás, mi amor? -Se inclinó y le apoyó una mano sobre la cicatriz, como hacía siempre, solo para demostrar que no le daba cosa, y le dio un beso en la mejilla-. No te he visto al entrar.
Desiree dejó que la besara, pero apretó los labios en una sonrisita cínica.
– Claro que me has visto, pero has montado todo un espectáculo para demostrarme que no.
Él se llevó la mano al pecho.
– Me duele que me digas esas cosas.
B. B. no pensaba dejar que montaran aquella pantomima.
– Si le has visto entrar, ¿por qué demonios no se lo has impedido?
Ella se encogió de hombros.
– ¿Para qué? Tarde o temprano tenías que salir y habríamos acabado en el mismo sitio.
¿Que para qué? Jesús, tenía que explicárselo todo. Estaba ejerciendo de mentor. Y ella sabía perfectamente que no le gustaba que le molestaran cuando ejercía de mentor. Lo sabía, pero había dejado que Rose entrara porque aún estaba furiosa con él. Ya había pasado un mes y aún estaba furiosa. Aquello le estaba volviendo loco. Desiree era su ayudante y no quería ni imaginarse cómo sería su vida sin ella, pero empezaba a ser un problema.
– Vale -dijo B. B. Aspiró aire con aire autoritario-. Solucionemos esto cuanto antes.
– Desde luego. Tienes a ese jovencito esperando ahí dentro.
– Soy su mentor -dijo B. B.
– Oh, sí, estoy seguro. He visto que le gustan los palitos de pan.
B. B. no pensaba tolerarle ese tipo de comentarios.
– ¿Qué quieres? ¿Cómo sabías que estaba aquí y qué hay tan importante que no puede esperar a mañana?
– Eres más fácil de localizar de lo que crees -dijo Rose-. Y respecto a lo otro, creo que te alegrarás de que haya venido cuando sepas la razón. En primer lugar, acaban de darme un soplo. Hay un periodista en Jacksonville.
– Tienen un periódico -dijo B. B.-. Y, que yo sepa, también tienen cadena de televisión. Es normal que haya periodistas.
Rose dejó escapar su risa isleña.
– Hay un periodista haciendo un reportaje sobre tu equipo de ventas.
– Mierda. ¿De dónde?
– No lo sé. No sé si lo que quiere es observar o si ya tienen a algún infiltrado haciendo la investigación desde dentro. No sé lo que esa persona cree que sabe, pero seguramente se puede sacar mucho más de lo que se imagina.
B. B. se mordió el labio.
– Muy bien, nos ocuparemos. ¿Y en segundo lugar?
– Ya sabes que en la próxima sesión del legislativo se va a presentar un nuevo proyecto de ley para limitar la venta de casa en casa. Acabo de enterarme de que, si me opongo, tendré graves problemas de financiación. Ya sabes que quiero ayudarte, B. B., siempre te he defendido, siempre he valorado mucho nuestra relación. Pero oponerme a ese proyecto me saldría muy caro, y necesito algo para compensar.
– Quiere otro donativo -explicó Desiree. Últimamente lo hacía mucho, explicar lo obvio, como si B. B. no fuera capaz de entender sin su ayuda.
– Por Dios, Otto, ¿no podías esperar?
– He venido a verte por lo del periodista, pero ya que estaba aquí… Bueno, me ha parecido tan buen momento como cualquier otro. Aunque, claro, ya sé que estabas ocupado ejerciendo de mentor. Si prefieres hacer de mentor a ocuparte de tus problemas… es asunto tuyo. Pero, aun así, no sé si te interesa que la comunidad empresarial descubra lo importante que es para ti tu papel de mentor.
Que se cayera muerto si Rose no lo estaba poniendo entre la espada y la pared, tratando de utilizar su naturaleza caritativa en su contra. Uno se esfuerza por ayudar a los desfavorecidos y tiene que andar siempre aguantando a un cínico oportunista detrás de otro. Y el caso era que Rose estaba muy metido en lo de la prevención de la delincuencia y los programas extraescolares para los críos del barrio de Overtown, pero nadie podía decir nada porque él era negro y los críos eran negros, y eso significaba que Rose era un santo. Y por eso tenía que estar allá afuera en aquellos momentos, hablando de estupideces con un legislador mientras Chuck estaba solo en la mesa, cada vez más apagado.
– ¿De cuánto estamos hablando?
– Lo mismo que la última vez, cielo.
Lo mismo que la última vez significaba veinticinco mil dólares. Aquellos pequeños sobornos empezaban a notarse.
– Déjanos hablar un momento, Otto -dijo Desiree. Puso una mano sobre el brazo de B. B. y se alejaron unos metros-. ¿Qué opinas?
– Opino que no quiero darle más dinero.
– Por supuesto, pero si aprueban ese proyecto de ley, vas a tener muchos problemas.
– ¿Me estás diciendo que tendríamos que pagar?
– Seguramente. Pero déjale muy claro que es la última vez. Lo último que queremos es que crea que puede venir a chupar del bote cada vez que necesita dinero. Esto empieza a parecer una sangría.
B. B. asintió.
– Cuando nos lo quitemos de encima, llama al Jugador y avísale de lo del periodista. Y dile que tendrían que hacer un pago pasado el fin de semana. Asegúrate de que nos puede proporcionar el dinero.
– De acuerdo.
Volvieron a donde estaba Rose, que seguía sonriendo como si estuviera a punto de entregar un telegrama cantado.
– Tendré el dinero la semana que viene -dijo B. B.-, pero es la última vez.
– Vamos, amigo. Ya sabes que no puedo garantizarte nada.
– Nosotros tampoco. Me entiendes, ¿verdad?
– Pues claro, B. B.
– Tengo que volver adentro.
– Sí. Si no, a ese chico a lo mejor se le ocurre empezar a hacerse él mismo de mentor.
B. B. entró en el restaurante, pero Desiree siguió apoyada contra el coche limpito, mirando a Otto con los brazos cruzados. Su pelo rubio y sucio, que le llegaba al hombro, se agitaba levemente con el viento y le envolvía el rostro, resaltando aún más su nariz afilada. Desiree sabía que si se mantenía en aquella posición podía parecer más mordaz y furiosa, y en aquellos momentos quería parecer furiosa. Aún no estaba preparada para enfrentarse a B. B. No estaba preparada para decir las cosas que tenía que decir. Aquello tenía que acabarse, eso lo sabía, pero no tenía por qué ser aquella noche.
No era por miedo. La gente que no conocía a B. B. personalmente, que solo conocía su reputación o el volumen y lo ingenioso de sus actividades, le temía. Pero ella lo conocía bien. No, no era miedo. Era su sentido de la responsabilidad… y la pena. En cambio Otto Rose no le daba ninguna pena.
– Oh, vamos, Desiree. No me mires así, bonita. Sabes que son negocios. Si trabajas para un hombre como B. B., lo normal es que haya gente como yo que le trate como se merece.
Ella meneó la cabeza.
– No quieras hacerme hablar mal de B. B., Otto.
– Tienes razón. Uno no es nada si no es capaz de ser leal. Siento haberte hablado así. No volveré a decir nada sobre B. B., pero ¿te importa si te digo algo sobre ti?