– ¿Y quién controla la ideología? ¿Los masones?
Melford me miró haciendo una mueca.
– Me encantan las teorías sobre conspiraciones. Los masones, los illuminati, los jesuitas, los judíos, el grupo Bildelberg y mis favoritos: el Council on Foreign Relations. Geniales. Pero esas teorías se equivocan en una cosa: para ellos todo es resultado de una conspiración. Y, si hay conspiración, eso significa que hay conspiradores.
– ¿Y no es así?
– No. La maquinaria de la ideología cultural funciona con el piloto automático, Lemuel. Es una fuerza autónoma… como una piedra que cae rodando pendiente abajo. Se dirige hacia algún sitio, cada vez más deprisa, y es prácticamente imparable, pero no hay ninguna inteligencia que la mueva. Avanza respondiendo a las leyes de la física, no a una voluntad.
– ¿Y qué hay de los ricos que maquinan en habitaciones llenas de humo para hacernos comer más comida rápida y beber más refrescos?
– Ellos no mueven la piedra. La piedra los aplasta igual que nos aplasta a los demás.
Educadamente, me tomé un momento para considerar aquella idea y luego hablé.
– Todo esto no me está ayudando con la pregunta sobre la cárcel.
– En realidad es muy sencillo. La ideología hace que nos parezca inevitable mandar a un criminal a la cárcel. No es una opción entre varias, sino la única. Y ahora volvamos a nuestro hipotético ladrón de casas. ¿Qué se supone que le pasará en la cárcel?
Yo meneé la cabeza y sonreí ante lo absurdo de todo aquello, de aquel juego aristotélico con el asesino. Sí, era absurdo, pero el caso es que estaba disfrutando. Durante los pocos segundos que pude olvidarme de quién era Melford Kean, de lo que le había visto hacer aquella tarde, disfruté hablando con él. Melford se comportaba como si fuera importante, como si supiera cosas, y, aunque todo aquel asunto de las cárceles no tuviera ni pies ni cabeza, seguro que llevaba a algo interesante.
– Creo que la idea es que piense en los crímenes que ha cometido y se sienta mal para que cuando salga no vuelva a hacerlo.
– Vale. Castigo. Vete a tu habitación por haber dicho palabrotas. La próxima vez que se te ocurra decir una palabrota, no lo harás porque sabes lo que te pasará. Castigo, sí, pero castigo como rehabilitación. Coge a un criminal y conviértelo en un ciudadano productivo. Pero cuando atrapas a un ladrón y lo metes en la cárcel, ¿qué crees que le pasa? ¿Qué aprende?
– Bueno, en realidad no se rehabilita. Vaya, todo el mundo lo sabe, si mandas a un ladrón de casas a la cárcel, saldrá convertido en un atracador armado, o en asesino, o en violador.
Melford asintió.
– De acuerdo. Entonces los criminales van a la cárcel y aprenden a ser mejores criminales. ¿Es así?
– Sí.
– ¿Crees que el presidente Reagan lo sabe?
– Seguramente.
– Y los senadores, los representantes, los gobernadores, ¿lo saben?
– Supongo, ¿cómo no van a saberlo?
– ¿Los guardias? ¿Los vigilantes? ¿Los policías?
– Probablemente ellos lo sepan mejor que nadie.
– Muy bien, ¿estás listo para la gran pregunta? Todo el mundo sabe que las cárceles no ayudan a rehabilitar al delincuente. Si, en realidad, sabemos que hacen lo contrario, que convierten a delincuentes menores en criminales, ¿por qué las tenemos? ¿Por qué mandamos a los marginados sociales a academias de criminales? Esa es la pregunta. Cuando seas capaz de contestarme a eso, yo te diré por qué he hecho lo que he hecho.
– ¿Qué es esto? ¿Un acertijo o algo así?
– No, Lemuel. No es ningún acertijo. Es una prueba. Quiero saber qué ves. Si ni siquiera eres capaz de intentar ver más allá de la gasa, no tiene sentido que te diga lo que hay del otro lado, porque, diga lo que diga, no lo entenderás.
Melford giró a la izquierda por Highland Street, donde Cabrón y Karen tenían su hogar hasta el momento de su asesinato. Avanzó hasta la mitad de la manzana. ¿No pensaría parar enfrente de la caravana? No, seguramente no. Estaría reconociendo los alrededores previamente.
Lo cual resultó muy apropiado, porque cuando pasamos había un poli delante de la caravana. Casi no lo vimos, porque no había ninguna luz ni en el coche ni en el porche. Ni faros, ni sirenas azules y rojas anunciando el desastre. En la oscuridad, un policía con uniforme marrón y sombrero ancho hablaba con una mujer, con una mano en su hombro. La mujer lloraba.
9
– Vamos -dijo Melford en cuanto dejamos atrás al policía, que no subió de un salto a su coche para salir a perseguirnos. Ni siquiera reparó en nosotros-. ¿Qué esperabas? Tarde o temprano tenían que encontrarlos No es ninguna sorpresa.
– Esperaba que pudiéramos recuperar el talonario -dije yo con voz chillona, casi histérica.
– Vale. El talonario. Bueno, no creo que extendieran el cheque a tu nombre, ¿no? ¿Estaba a nombre de una empresa?
– Educational Advantage Media. La empresa para la que trabajo.
– Jesús bendito. Qué desvergüenza tiene esa gente. Bueno, ¿y cómo van a saber que eras tú el que estaba facilitando esas ventajas educativas?
– Yo era el único que trabajaba en esta zona. Además, mis huellas están por todas partes. Si toman las huellas de todos, acabarán por dar conmigo. Mierda -añadí. Me di una palmada en la rodilla.
– Eso no demuestra nada. Tú fuiste, trataste de venderles unos libros, y no resultó. No tienes ningún móvil. Si te sientas quietecito todo irá bien. -Melford apoyó la mano suavemente en mi hombro.
Estupendo. Ahora el asesino me iba a sobar un poco.
– No me parece muy buena solución. Sentarme quietecito y esperar a que me absuelvan.
A Dios gracias, la mano volvió al volante.
– No llegarás más allá del Gran Jurado.
– Uau, eso me tranquiliza. Supongo que ahora me animarás diciendo que como mucho me caerán unos años. Hace unos minutos hablabas de lo injusto que sería que me arrestaran.
– Vale, vale. -Y levantó la mano como si yo fuera una esposa quisquillosa-. Ya pensaré algo.
Melford aparcó y, por primera vez desde que vi el coche del policía delante de la caravana de Karen y Cabrón, escudriñé lo que me rodeaba. Estábamos en el exterior de un bar o algo parecido: una chabola ruinosa, con pintura blanca que se estaba desconchando, y un par de docenas de vehículos aparcados delante, en su mayoría camionetas. El aparcamiento era un tramo desnudo de tierra compactada por el peso de los neumáticos y los borrachos.
No fue exactamente que la música se detuviera cuando nosotros entramos, pero más o menos. Los hombres levantaron la vista de sus cervezas. Levantaron la vista de la mesa de billar. Los que había en la barra estiraron el cuello para mirar. No vi a ninguna mujer. Ni una.
En parte necesitaba creer que Melford sabía lo que hacía, pero lo de aquel bar no me pareció buena idea. La música fanfarrona de David Allan Coe sonaba desde la máquina de discos y ahogó el rugido de la sangre que resonaba en mis oídos. La imagen del policía me había asustado tanto que un dolor frío se extendió por todo mi cuerpo, como si alguien me hubiera clavado un carámbano en el corazón.
Aquel antro era una sala alargada, con suelo y paredes de hormigón, un reloj antiguo de pared, un poste luminoso de Budweiser y un póster gigante de cerveza con chicas rollizas. No había sillas, solo unas mesas de picnic y bancos, y en el rincón más apartado había una gran máquina de discos de las antiguas, de esas que tenían la parte de arriba redondeada. Más cerca de la barra, sorprendentemente adornada, había cuatro mesas de billar bien cuidadas, y todas estaban ocupadas. Lo que para mí equivalía a decir que en ellas había ocho rednecks con armas potenciales.
Melford se dirigió hacia la barra, nos sentamos y él llamó con un ademán al camarero, un hombre recio, con cola de caballo, que aparentaba cincuenta duros años de vida; estaba ojeroso, y en las manos tenía numerosas quemaduras que indicaban que había dejado que alguien le quemara con un cigarrillo toda la noche. Melford pidió dos Rolling Rocks; el camarero los dejó delante de nosotros con gesto escéptico. Yo miré los tatuajes azules desvaídos que le recorrían el antebrazo. Él miró mi corbata turquesa. Ojalá me la hubiera quitado. A nuestra espalda, las bolas de billar chocaban con sonido amenazador.