– Yo no. Verás, ese tipo solo había considerado dos posibles respuestas: o me peleaba con él o me acobardaba. Yo lo único que he hecho ha sido plantearlo desde un punto de vista diferente y de pronto la amenaza de la violencia ha desaparecido. No tiene ningún mérito.
Hacía que sonara tan fácil…
– Vale. ¿Y si hubiera decidido derribarte del taburete y golpearte la cabeza con el taco?
Melford se dio unas palmaditas en el bolsillo.
– Le habría matado.
Dejé que sus palabras quedaran un momento en el aire, sin saber muy bien si me complacían o me horrorizaban.
– Pero ¿por qué no matarlos directamente?
– Estoy dispuesto a defenderme y a luchar por lo que es correcto, pero no actúo indiscriminadamente. Solo quería salir de la situación sin que te hicieran daño, y he intentado lograrlo de la forma menos perjudicial.
Me lo quedé mirando, no solo lleno de alivio y gratitud, sino con una especie de admiración. Entonces me di cuenta de que, del mismo modo que me gustaba que Bobby me elogiara cuando vendía enciclopedias, me gustaba la atención que Melford me dedicaba. Me gustaba gustarle a Melford, que quisiera pasar su tiempo conmigo. Melford era alguien… Loco, violento e incomprensible, pero era alguien, y, por lo que había visto, ocasionalmente también podía mostrarse heroico.
– ¿Qué vas a hacer con lo del talonario? -pregunté.
– Esperaremos.
– ¿A qué?
– Bueno, ¿sabes dónde está esa caravana? ¿A qué jurisdicción corresponde?
Yo meneé la cabeza.
– A Meadowbrook Grove, una pequeña localidad notablemente desagradable que consiste en un gran parque de caravanas y una pequeña granja donde hay una nave de cerdos. El policía que has visto delante de la caravana es el jefe de la policía del pueblo. Y también el alcalde… Un desgraciado que se llama Jim Doe. Y no le gusta mucho la policía del condado. Lo más probable es que no llame a los verdaderos policías hasta la mañana. Porque si no tendría que pasarse la noche en vela. Así que vamos a esperar. Esperaremos hasta que sea muy tarde, y entonces entraremos en la caravana, pasando por debajo del cordón policial, y cogeremos el talonario. -Miró la fuente de aros de cebolla-. ¿Puedo coger uno?
No sabía cuándo cerraban los bares por allí, si es que lo hacían, pero ya eran las dos y cuarto y aquel no parecía tener intención de cerrar. Melford me tocó el brazo y dijo que teníamos que irnos. Le seguí obedientemente.
En el coche, Melford puso otra cinta, una música triste y tintineante que, a mi pesar, me gustaba. A lo mejor eran las cuatro cervezas.
– ¿Qué es?
– Los Smiths -dijo Melford-. El álbum se llama Meat is Murder. *
Reí.
– ¿He dicho algo gracioso?
– No, pero me parece un poco fuerte. No sé, una cosa es que quieras ser vegetariano. Pero comer carne no es asesinar. La carne es carne.
Melford meneó la cabeza.
– ¿Por qué? ¿Por qué es aceptable exponer a sufrimientos a criaturas que tienen sentimientos, necesidades y deseos para que nosotros podamos tener una comida que no necesitamos? Podemos obtener todos los nutrientes de las verduras, la fruta, las legumbres y los frutos secos. Esta sociedad ha decidido tácitamente que los animales no son realmente seres vivos, sino productos de una fábrica que no merecen mayor consideración que las piezas de un coche. Así que los Smiths tienen razón, Lemuel. Comer carne es asesinar.
Seguramente no habría dicho lo que dije sin la cerveza.
– Vale, muy bien. Comer carne es asesinar. Pero ¿sabes otra cosa que también es asesinar? Espera. Déjame pensar. Ah, sí, ya me acuerdo: asesinar. Asesinar es asesinar. Eso es. Matar a dos personas que solo se metían en sus asuntos. Entrar en su casa y dispararles en la cabeza. Me parece que eso también es asesinar. ¿Tienen un disco para eso los Smiths?
Melford meneó la cabeza como si fuera un crío incapaz de asimilar una idea muy simple.
– Ya te lo he dicho. Se lo merecían.
– Pero aún no estoy preparado para saber por qué.
– Exacto.
– Y soy una mala persona porque como carne.
– No, eres una persona normal, porque la tortura y el sacrificio doloroso de los animales se han convertido en la norma en nuestra cultura. No se te puede juzgar por comer carne. Al menos ahora. Por otro lado, si escuchas lo que te digo, si te paras a pensarlo aunque sea un poco y luego sigues comiendo carne, entonces sí, serás una mala persona.
– Tortura, ¡y qué más! -dije yo-. Que yo sepa no meten a las vacas en ninguna celda oscura y las despiertan en mitad de la noche para someterlas a ejecuciones ficticias. Los animales se mueven, mugen, comen hierba y cuando llega el momento, los matan. Sus vidas son más cortas, eso sí, pero ni se mueren de hambre, ni tienen que preocuparse por los predadores y las enfermedades. Es un intercambio justo.
– Claro, suena muy bonito. El señor granjero que sale de vez en cuando y les da unas palmaditas en el lomo o toca un rato el banjo mientras mordisquea una brizna de heno. Despierta, amigo. Esa granja idílica ya no existe, si es que alguna vez ha existido. Las pequeñas granjas están siendo absorbidas por las grandes empresas. Ahora se construyen lo que se llama granjas-factoría, edificios oscuros en los que se amontona el mayor número posible de animales y se les atiborra de medicamentos para que puedan sobrevivir en esas condiciones antinaturales. Les dan hormonas de crecimiento para que se pongan bien gordos, aunque ellos no quieran. Les dan antibióticos para que no se pongan enfermos, aunque se pasan la vida amontonados unos encima de otros. Y entonces llegas tú, amigo mío, y te pones a comer tan tranquilo tu bistec de solomillo y, ¿sabes qué?, lo que comes son antibióticos y hormona de crecimiento bovina. Come mucha carne de ternera y sabe Dios lo que te pasará. Si una mujer embarazada come carne de ternera o de cerdo o de pollo, ¿qué le pasa a su bebé? Además de ser una crueldad, todo esto es potencialmente una catástrofe para la salud pública.
– Claro, pero si hay tanto peligro, ¿cómo es que al consumidor no le preocupa?
– El consumidor. -Dejó escapar un suspiro despectivo-. Recuerda: ideología. Si al consumidor le dicen que la carne es segura, buena y sana, el consumidor se lo cree.
– Y entonces, ¿tú de qué vives? ¿De huevos y queso?
Él rió.
– No, no, nada de eso. Soy vegetariano estricto. No como ningún producto animal. Ninguno.
– Oh, vamos. ¿Tampoco toleras la explotación del fruto de un pollo?
– Si me demostraras que esos pollos no sufren, comería sus huevos -me dijo-. Pero no tienes ni idea. A esos animales los meten tan apretados en las jaulas, que ni siquiera se pueden dar la vuelta. El pico y las patas se les infectan, y sufren. Seguramente sufren muchas más agresiones que los cerdos y las vacas, porque son aves, y nos importa todavía menos lo que les pase. Estamos hablando de animales que no pasan ni un momento de su vida sin sentir dolor, miedo o incomodidad. Y eso las hembras. A los machos que nacen en granjas de gallinas ponedoras los tiran directamente en unos sacos y luego los trituran vivos para darlos de comer a las hembras. ¿Quieres que te cuente cómo es la vida de una vaca lechera?
– No, no especialmente. Quiero que me cuentes cómo vives. ¿Tú qué comes?
– En mi casa tengo una cocina bien abastecida, y como bien. Pero la verdad es que si vas a ser un vegetariano estricto, que lo, serás, no podrás variar mucho si no estás dispuesto a ser creativo. Sin embargo, podrás mirarte al espejo y sabrás que estás haciendo lo correcto. Además, tendrás el bono añadido de sentirte más justo que los demás. Y es un tema de conversación estupendo en las fiestas. -Me miró con un gesto de connivencia-. A las mujeres les encantan los vegetarianos, Lemuel. Les pareces más profundo. Cuando empieces la universidad, ponte a hablar de lo que puedes y no puedes comer y, créeme, las mujeres hablarán y hablarán del tema y se morirán por tu alma sensible.