Enseguida comprendí por qué me había sugerido el atletismo y, en cierto modo, se lo agradecí. Con un equipo deportivo no llegaría muy lejos, no después de mi desastroso experimento con el softball en quinto curso. En cambio, el atletismo tenía ciertas ventajas. Básicamente se trataba de un deporte solitario que se practicaba cerca de otros. Nadie dependía de que yo no la fastidiara, al menos no como cuando una bola venía en mi dirección durante un partido de béisbol.
– Tampoco es que seas ninguna maravilla corriendo -me dijo-, pero si trabajas durante el verano puede que consigas mejorar lo bastante para ser el peor del equipo.
Nuestra casa en Terrapin Way estaba ante un estanque artificial que habían convertido en su hogar peces sin nombre, ranas de colores llamativos, patos con protuberancias en el pico y, ocasionalmente, algún caimán itinerante. Andy anunció que había señalado la circunferencia de la carretera que lo rodeaba exactamente a media milla.
– Este es el trato -me dijo, dando golpecitos con su uña bien cuidada contra el tenedor-. Tienes que practicar. Hasta que empiece el próximo curso, te daré un dólar por cada kilómetro que corras, y diez dólares cada vez que consigas correr cinco kilómetros seguidos.
Parecía una buena oferta. Jo, seamos sinceros, era una oferta realmente generosa, un raro momento de inspiración paternal, aunque era consciente de que en parte Andy solo quería demostrar que tenía razón. Aun así, seguía siendo un buen trato, por mucho que nunca hubiera sido un buen corredor. En clase de gimnasia, cuando nos ponían a dar vueltas, yo siempre era el primero que se rendía y acababa caminando, con la mano en el costado por el flato, mientras los otros pasaban a mi lado con mirada de desprecio. El dinero podía motivarme, sí, pero era humillante que me ofrecieran dinero para hacer lo que los otros chicos hacían por sí mismos sin ningún problema.
Así que dije que no. No quería salir allá fuera a sudar mientras Andy me veía tratando de correr un kilómetro. No quería pasar resollando delante de la casa y oírle decir «Venga, foca, sigue».
Pero el caso es que quería adelgazar. Quería hacer régimen, y si hasta entonces no lo había hecho era porque habría sido como darle la razón a Andy, como decirle que había hecho bien en llamarme «foca», y «culo gordo» y «bola de sebo» todo ese tiempo.
Y sabía que el atletismo podía ayudarme. Andy solo lo mencionó una vez, así que decidí que podía hacerlo sin comprometerme. Podía hacer régimen a la vez que entrenaba, aunque lo del régimen pasaría como una necesidad para mantenerme en forma, y no como una manera de adelgazar. Y jamás habría aceptado su dinero por hacerlo. Tenía que mantener a Andy al margen de mis esfuerzos por adelgazar.
No estaba dispuesto a entrenar por Terrapin Way. Muchos chicos de la escuela residían en Hibiscus Way, nuestra zona, e incluso había algunos que vivían en las casas que rodeaban el estanque. No quería que me vieran… al menos no hasta que corriera sin dificultad, hasta que pudiera correr cinco kilómetros seguidos. Necesitaba escudarme en el éxito, porque ellos también se divertían llamándome «foca», «bola de sebo» y «pedazo de carne», no «culo gordo», como me decía mi padrastro por su sentido del decoro. En vez de salir directamente a correr, me metí en mi habitación, me puse mis bambas, encendí la radio y empecé a correr allí dentro. Al principio no aguantaba más de diez minutos, luego quince. Al cabo de una semana podía correr durante media hora, y tras una semana así supuse que ya estaba preparado para salir.
Me imaginaba mi regreso triunfal al instituto: delgado y atlético. Y con la ropa nueva que Andy tendría que comprarme, porque la vieja se me habría quedado grande, me vería hasta guapo. Aquellos matones tendrían que buscar otra víctima con quien meterse.
Nunca me lo creí realmente, e hice bien. Ese tipo de transformaciones son la base de las películas hollywoodienses para adolescentes, pero no se producen en la vida real. En el cine, la chica fea se pone ropa nueva, se cambia el peinado, se quita las gafas y -¡tachan!- se convierte en la chica más popular del instituto. En la vida real, cuando los que somos como yo tratamos de subir de nivel, nos aplastan, nos cortan las extremidades y nos meten en una caja. Aquel septiembre volví al instituto en forma, pero siguieron llamándome «culo gordo» hasta que me gradué.
Pero la fantasía era motivación suficiente para mí. Empecé a correr cuando Andy estaba en el trabajo y mi madre salía a hacer algún recado. No quería que lo supieran. Al menos hasta que pudiera correr cinco kilómetros seguidos. Aquello resultó más fácil de lo que yo pensaba y, seis semanas después de haber empezado a correr en solitario en mi cuarto, le dije a Andy que estaba preparado para probar con el atletismo en el próximo curso.
– Bien -dijo él encogiéndose de hombros con expresión incómoda.
Estaba claro que se arrepentía de haberme ofrecido el dinero y ahora quería evitar por todos los medios que lo sacara a colación.
Bueno, el caso es que no me fue nada mal con el atletismo. Entré en el equipo, y respondía bastante bien en competición. No destacaba como velocista, pero era bueno en fondo, y en algunas de las carreras más largas hasta logré llegar tercero y ocasionalmente segundo. Aquello bastaría para ayudarme a entrar en la universidad, y ni siquiera era el más lento del equipo.
Su segunda buena idea llegó algo más de medio año después, durante las vacaciones de invierno de mi segundo curso. Estaba tumbado en mi cama, leyendo, cuando oí que llamaban a la puerta de mi habitación. Ya habían pasado un par de horas desde la cena, y oía el televisor de la salita, donde mi madre se habría quedado dormida en el sofá, con el diseño de manzanas de la naturaleza muerta que llevaba haciendo en encaje de aguja desde hacía nueve meses en el regazo.
Andy no esperó a que contestara. Abrió la puerta y asomó la cabeza.
– ¿Qué está pasando aquí? ¿Algo malo?
Me senté y cerré el libro. Por un momento Andy no dijo nada, se limitó a quedarse apoyado contra el marco de la puerta con una sonrisa feroz. Sus gafas con montura gruesa y rectangular se le habían bajado por el narizón.
– Creo -anunció- que tendrías que pensar en una de las universidades de la Ivy League. Preferiblemente Harvard o Yale, aunque Princeton o Columbia también estarían bien. O incluso Brown o Dartmouth. -Andy había estudiado en la universidad de Florida, y se había sacado la licenciatura en derecho en una facultad local sin reputación nacional. Y sin embargo parecía muy enterado de los entresijos de las universidades de la Ivy League -. Evidentemente, yo no esperaría ninguna ayuda de tu padre.
Mi padre vivía en algún lugar de Jamaica, donde trabajaba de guía turístico en inmersiones y, a juzgar por las conversaciones que oía, fumaba prodigiosas cantidades de marihuana. Me lo imaginaba sentado en una playa, en un círculo de rastafaris con los ojos vidriosos, dando ociosas caladas a un porro del tamaño de un puro. Algunos de mis amigos habían descubierto el reggae, pero yo no soportaba las ansias políticas de Bob Marley, ni la ira de Peter Tosh, acentuada por el cannabis o los brindis de autoalabanza del Yellowman… no cuando mi propio padre se había ido y llevaba una vida de rasta blanco. Además, había dejado de pagar mi pensión como padre y hacía dos años que no sabía nada de él, desde que llamó una cálida noche de abril, borracho, para desearme un feliz decimoquinto cumpleaños. En realidad eran trece, y los tenía desde enero.
– No sé si vale la pena que vaya a un sitio así -dije yo. Estaba confuso, y presentar un contraargumento me pareció la mejor forma de pararle los pies a Andy-. No sé, si es tan caro…
Nunca se me habría ocurrido ir a una universidad de la Liga. Siempre había pensado que estaban reservadas a los chicos guapos, privilegiados y encantadores, y a las ricas herederas con sonrisa espontánea y los mofletes sonrosados de pasar las tardes haciendo esquí.