Miré disimuladamente mi reloj. Casi eran las siete y media. Estaba convencido de que para las diez aquella gente se habría metido en la financiación de una enciclopedia de mil doscientos dólares.
Obviamente, la resistencia vino por parte de Cabrón, un apodo elegido con muy buen criterio. Les hablé de los libros de regalo -el manual de primeros auxilios, la guía de campo de la fauna salvaje de la zona, el compendio de juegos educativos para niños-, pero no me dio tiempo a llegar a la presentación del volumen de muestra de la Enciclopedia Champion porque no pude seguir aguantándole más salidas a Cabrón. El hombre me interrumpió, se burló de los libros, imitó mi voz, le hizo cosquillas a su mujer, trató de hacerme cosquillas a mí, y se levantó para prepararse un sándwich.
– Bueno -dije levantando el libro de historia de Estados Unidos para niños-. Aquí tienen un libro muy educativo para sus hijos que mejoraría su comprensión de la historia de América, ¿no les parece?
Sí -contestó Karen.
En algún momento, la apatía de aquella mujer había sido reemplazada por el ansia del consumidor. El escepticismo de su cara se había evaporado y sus labios se entreabrían, no para poner objeciones, sino movidos por el deseo de comprar.
– ¿Crees que alguna vez dejarán que una mujer sea presidente? -preguntó Cabrón-. Apuesto a que sería una monada, con las tetas grandes, muy grandes, sí señor. Más que las de Karen, seguro.
– Y supongo que entienden que tener una mejor comprensión de la historia americana sería muy útil para sus hijos, ¿no es así?
– Sí -dijo Karen, aplastando un cigarrillo que había apurado hasta el filtro en el cenicero improvisado: la base de una lata de Pepsi cuyos bordes dentados evitó con destreza-. En el cole les ponen toda clase de exámenes preguntando esas cosas, y ese libro les ayudaría a sacar mejores notas.
Karen había visto que me gustaba oír ejemplos concretos y estaba haciendo un gran esfuerzo por buscarlos.
– Pero y las chicas, ¿les ayudará a ligar más? -apuntó Cabrón-. A lo mejor si hubiera sabido más cosas sobre Ben Franklin y Betsy Ross habría podido tirarme a más chicas en la escuela.
Yo había tratado de resistirme desde que empecé con mi rollo, pero no podía fingir más. Era evidente que no lograría cerrar aquella venta sin el consentimiento de Cabrón, y no podría hacerlo si antes no lo neutralizaba. Tenía que hacer algo, así que eché mano de una táctica de la que Bobby me había hablado. Cuando me la explicó me había parecido brillante, y había estado esperando una ocasión para ponerla en práctica.
Dejé escapar un suspiro.
– ¿Sabe? -dije-. Está claro que este material no es para usted. Le pedí que me lo dijera si el producto no le interesaba. Pero no ha sido usted sincero conmigo, Cabrón. No pasa nada. Estos libros no gustan a todos los padres, los hay que se preocupan más por la educación que otros, es normal. Aunque preferiría que no me hubiera retenido aquí tanto rato, haciéndonos perder el tiempo a los tres.
Y entonces empecé a recoger mis cosas con rapidez, para que no pareciera que esperaba que me detuviera, con la determinación férrea de un abogado que acaba de perder un juicio y lo único que quiere es salir del tribunal.
– Espere -dijo Karen-.A mí sí me interesa.
– Qué coño -terció Cabrón-. Deja que se largue.
– Cabrón, discúlpate -le ordenó la mujer-. Yo quiero esos libros.
– ¿Y para qué cojones los quieres? ¿Para «las niñas»? -preguntó con tono burlón.
– Se los mandaremos. -Su voz sonaba muy débil, patética. Y entonces algo cambió, y habló con voz dura-: Discúlpate o te juro por Dios que se lo diré.
Yo no sabía de quién estaban hablando, pero seguro que no era de mí. Empezaba a intuir que me había entrometido en algo y que lo mejor era minimizar los daños y retirarme enseguida. Con una calma estoica, guardé el último libro en mi bolsa y me puse en pie.
– ¡Cabrón, hazlo!
El hombre dejó escapar un suspiro.
– Lo siento, Lem. ¿Vale? No es que no me interese. Es que me pongo nervioso si estoy sentado tanto rato. No te ofendas, amigo. Enséñanos lo otro.
– Por favor, quédate -dijo Karen con una vocecita menuda, como una niña que suplica que le enseñen. Por favor, señor, ¿me puede enseñar un poquito más?
Yo asentí, como un sabio que sopesa sus opciones. No me habría importado marcharme, y sin embargo en aquel momento vi claramente que tenía la victoria ante mí. El truco estaba en no sonreír. Me habían pedido que me quedara. Ya puestos, valía la pena que fueran preparando el talonario y así todos ahorraríamos tiempo.
A las diez menos cuarto ya había sacado todo el material y lo tenía extendido sobre la mesa, junto a la base de la lata de Pepsi llena de colillas manchadas de lápiz de labios. Estaba todo: los libros y los folletos, la hoja con los precios, el programa con las mensualidades y, por supuesto, la solicitud de crédito, la importantísima solicitud de crédito. Karen había sacado el talonario para hacer el pago inicial de ciento veinticinco dólares. Con el mismo puntillismo que mi madre antes de empezar con los tranquilizantes, rellenó la parte del recibo antes de rellenar el cheque, y lo hizo con una lentitud tortuosa. Yo quería ese cheque. Quería que aquello quedara zanjado. Hasta que no me dieran el cheque, siempre cabía la posibilidad de que se echaran atrás.
No había querido mencionar el cheque para no poner en peligro la venta. Primero había hecho que Karen anhelara esos libros. Y había neutralizado a Cabrón, que en aquellos momentos estaba sentado sin decir nada, con una respiración extrañamente resollante, como si el hecho de respirar le dejara sin aire. Me miraba con los ojos muy abiertos y llorosos, buscando mi aprobación. Y yo les daba mi aprobación a paletadas.
Karen colocó un dedo con la uña pintada de rosa en el talonario, arrancó el cheque por la línea perforada y luego me lo tendió. Podía haberlo dejado sobre la mesa, pero quería que lo cogiera de su mano. Había visto aquello otras veces, siempre pasaba al final de la venta. Aquel oficio me había permitido desprenderme de mi piel de estudiante, de mi piel de perdedor, y me había convertido en otra persona, una persona que algunas mujeres hasta encontraban sexy… porque tenía poder. El vendedor de libros tiene poder, al igual que lo tiene el profesor o el candidato político o el personaje principal de una serie de televisión. El poder que da estar bajo los focos. Yo era joven y tenía energía y entusiasmo; había entrado en su casa y le había dado un motivo para la esperanza. No es que quisiera exactamente acostarse conmigo, ni que yo no quisiera. Eso lo veía con absoluta claridad.
Acababa de poner mis dedos sobre el cheque cuando oí que la puerta de la calle se abría. No me volví, en parte porque quería ese cheque y en parte porque había aprendido a no mirar a las visitas ni escuchar las llamadas telefónicas. No estaba en mi casa, así que no era asunto mío.
No me desvié de mi objetivo, el cheque. Al menos no hasta que vi que Karen abría los ojos como platos, se ponía blanca y su boca se abría formando un cómico O de sorpresa. En ese mismo momento, Cabrón se cayó al suelo con silla y todo, derribado por un puño invisible que le dejó un bonito agujero en la frente, oscuro y sanguinolento.
Esta vez sí lo oí. Un paf escueto, y Karen cayó también, pero sin la silla, solo ella. El segundo disparo no fue tan limpio como el primero. Era como si alguien le hubiera golpeado entre los ojos con la parte ganchuda de un martillo. La sangre empezó a formar un charco alrededor de su pelo sobre el suelo de linóleo. Había un olor muy fuerte y desagradable. Pólvora. Yo nunca había olido la pólvora, pero sabía que eso era lo que estaba oliendo. Y junto con aquel olor tan fuerte, sentí una certeza terrible. Se habían efectuado dos disparos, habían disparado a dos personas en la cabeza. Dos personas habían sido asesinadas.