La noticia corrió rauda por el campamento: los gascones se habían adueñado del Roc de la Tour, a menos de cien metros del castillo; desde su altura, casi podían ver los rostros de los refugiados de Montségur.

Los ocupantes, orgullosos de su hazaña, incluso algunos más que sorprendidos por lo que habían sido capaces de hacer, comentaban entre risas que si la noche no hubiera ocultado los peligros de la escalada no se habrían jugado la vida de aquella manera.

El senescal llamó a sus nobles a consejo y envió respuesta a la corte real para anunciar la nueva. Por primera vez desde que comenzara el asedio no dudó en absoluto que pronto, muy pronto, caería Montségur.

Hugues des Arcis reconocía que muchos de sus hombres estaban hartos de estar allí. Eran del país y, aunque debían a la Corona la prestación del servicio militar, apenas deseaban que aquel baluarte en donde se refugiaban los Buenos Cristianos fuera expugnado. De manera que muchos de ellos aguardaban impacientes a que pasara su tiempo de servicio al rey Luis para abandonar aquel ejército que no sentían como suyo.

Muchos tenían familiares en Montségur, algunos incluso se comunicaban con ellos. No querían traicionar al rey, pero tampoco traicionarse a sí mismos.

El golpe que les habían infligido podía ser mortal. Raimon de Perelha y Pèire Rotger de Mirapoix no se engañaban: o el conde Raimundo mandaba refuerzos o Montségur no resistiría.

Durante los días siguientes asistieron impotentes a la instalación de maquinaria de guerra, un trabuquete y pretarias, con la que podían castigar la barbacana del castillo.

El obispo de Albi, Durand de Belcaire, se encargó de supervisar y se dedicó a arengar a sus hombres a la victoria. Mientras tanto, Fernando no hacía más que retrasar cuanto podía la partida de sus compañeros templarios, a la espera de recibir noticias de su madre, que no se produjeron hasta pasadas casi dos semanas.

Dormía con el sueño agitado cuando una mano le apretó el hombro. Saltó del lecho sobresaltado, con un arma dispuesto a rebanar el cuello de su agresor…

– No os asustéis, Fernando, soy yo.

– Julián! ¿Qué hacéis aquí? Pueden veros…

– Lo sé, pero no tenemos tiempo, seguidme.

Fernando salió de la tienda temiendo que se hubieran despertado sus compañeros de armas.

– ¿Qué sucede? ¿Cómo os habéis arriesgado a venir aquí y en plena noche?

– El cabrero me ha traído un mensaje de doña María.

– ¿Y Teresa…?

– Escuchad, dentro de dos noches abandonarán la fortaleza algunos perfectos . Al parecer tratarán de poner a buen recaudo cuanto de valor tienen. Con ellos irá vuestra hermana. Doña María quiere que seáis vos y sólo vos quien acuda a recogerla y sirváis de escolta a los perfectos . Si no aceptáis, vuestra hermana se quedará en Montségur; vuestra madre asegura que no tiene otra manera de hacerla salir con garantías.

– ¡Me dio su palabra! -protestó Fernando.

– Y la va a cumplir a su manera.

– Es un chantaje.

– Es su manera de obligaros a proteger a esos perfectos y a lo que quiera que lleven con ellos.

– No sé si podré hacerlo.

– Lo haréis, no hay otra alternativa.

Esa noche era Julián quien mostraba más entereza que su hermano.

– Pero ¿no os dais cuenta de que no puedo desaparecer? Mis compañeros me preguntarían adónde voy… no puedo engañarles. -No, no debéis engañarnos.

Fernando y Julián se volvieron asustados ante la voz que les había sorprendido.

Arthur Bonard les observaba con gesto adusto. Los hermanos enrojecieron.

– Y bien, Fernando, ¿nos diréis a nosotros, vuestros compañeros, cuál es el misterio?

De entre las sombras surgieron el resto de los caballeros. Fernando pudo leer en los ojos de Armand de la Tour, el físico, un atisbo de comprensión.

Hizo un gesto y entraron en la tienda que compartían, seguidos por Julián. Después de tomar asiento, Fernando les explicó la situación: su madre, dijo, era una perfecta y temía que su pequeña hermana también lo fuera, aunque no estaba seguro puesto que tenía catorce años.

No les ocultó que había visto a su madre y tampoco que le había rogado que salvara a Teresa dejándola marchar.

– Mi madre ha enviado recado de que debo ser yo quien recoja a mi hermana. También me exige que escolte a unos perfecto s que abandonarán Montségur con las pertenencias más preciadas de la comunidad. Será dentro de dos noches, pero Julián aún no sabe dónde será la cita.

– ¿Y vos, hermano Julián, estáis en tratos con los herejes?

El fraile tembló ante la pregunta del templario. Arthur Bonard le infundía profundo respeto, pero también temor. Sabía de sus hazañas en Tierra Santa, pero sobre todo de su fe y ascetismo, que le llevaba a rechazar cualquier honor. No, no sabría mentir a ese hombre, ni siquiera para salvar la vida.

– Acompaño al senescal desde que sitió Montségur a la espera del juicio de los herejes -acertó a decir Julián.

– Lo sé; pertenecéis a la Orden de Domingo de Guzmán, vuestra es la responsabilidad de encontrar herejes entre el trigo -adujo Bonard.

– Doña María supo que estaba aquí y me mandó llamar. Quería noticias de su casa, de don Juan, su esposo, y de sus hijos, de Fernando y Marta. También me ordenó una misión.

– ¿Os ordenó? -preguntó Bonard-. ¿Cómo es posible que doña María os pueda ordenar algo a vos, un dominico?

– No la conocéis, ella es… no se le puede negar nada. La obedezco desde que tengo uso de razón y todo cuanto soy a ella se lo debo. Le pertenezco.

– Pero ¡qué decís! -El caballero Bonard parecía escandalizado.

– No, no me malinterpretéis. A doña María le profeso un gran respeto, sólo que ella gobierna las vidas de cuantos tiene cerca y yo soy uno de ellos.

– ¿Sabéis que os pueden quemar en la hoguera por tratar con herejes? -preguntó Bonard.

– Lo sé, y si vos me denunciáis no habrá piedad para conmigo. Para la Iglesia sería un golpe que uno de los suyos, un dominico, miembro de la Inquisición, tenga tratos con los herejes y además se preste a ayudarles. Fray Ferrer encendería mi pira él mismo.

El caballero Armand de la Tour dio un paso al frente y, clavando sus ojos en los de su compañero Bonard, sentenció:

– Según parece no vamos a tener más remedio que protegeros, para protegernos nosotros mismos. Ninguno querrá tener sobre su conciencia vuestra muerte en la hoguera, ni tampoco la de nuestro hermano Fernando. A la Iglesia no le conviene que un notario de la Inquisición tenga tratos con los herejes, ni al Temple tampoco que uno de los suyos tenga una madre perfecta .

– ¿Proteger? -preguntó desconcertado Arthur Bonard.

– Sí, proteger. No vamos a denunciarles, y además, ¿no hemos hablado del dolor que nos produce esta lucha fratricida entre cristianos? El Temple procura mantenerse alejado de este conflicto, así lo decidieron nuestros superiores, y hasta ahora hemos esquivado vernos envueltos en esta cruzada contra los que se llaman los Buenos Cristianos. No, yo no permitiré que envíen a la hoguera a nuestro compañero Fernando de Aínsa. Tampoco me parece un delito ayudar a salvar la vida de una niña inocente. ¿Qué sabrá ella de teología? Soy monje, soy soldado, pero también soy físico y aborrezco que se destruyan vidas. No os creo capaz, Bonard, de entregar a nuestro hermano.

El ingeniero bajó la mirada y cerró los ojos buscando en su interior una respuesta a los problemas a los que se enfrentaban.

– No podemos ayudar a escapar a esos herejes -acertó a decir.

– Sí, sí podemos -insistió Armand de la Tour.

– Eso es traición -afirmó Bonard.

– No lo es. Nosotros acudiremos a salvar a una niña y la escoltaremos, a ella y a sus acompañantes, hasta un lugar seguro. Nada más.

– Me dieron la responsabilidad de dirigir nuestro grupo, y eso no lo haremos -recordó Bonard mirando no sólo a Armand sino también a los otros tres caballeros que les acompañaban.

Uno de ellos, un joven de la edad de Fernando, pidió permiso para hablar.

– Señor, yo quisiera ayudar a Fernando de Aínsa. No veo nada malo en salvar a su hermana, ni creo que sea traición. ¿Se puede traicionar al rey por ayudar a una niña a escapar de la hoguera? Yo no podría mirar a Fernando sabiendo que he condenado a su hermana.

– Sin embargo, no vais a acudir a salvar a su madre… -dijo Bonard.

El joven no se amedrentó y respondió de inmediato:

– No, no creo que debamos hacerlo. Doña María sabe lo que hace. A vos os preocupa la traición… y yo no creo que esto lo sea.

– ¡A mí me preocupa mezclar al Temple en la fuga de unos perfectos de Montségur! ¡Eso es un delito! Todos lo sabéis como yo.

– Peor sería denunciar a Fernando y que cayera en manos de la Inquisición. Sabéis que muchos de nuestros enemigos verían en ello una oportunidad para intentar destruirnos -reiteró Armand de la Tour.

– Tenemos otra alternativa: partir de inmediato.

Las palabras del caballero Bonard parecían no admitir réplica. Pero ni Fernando ni Julián estaban dispuestos a claudicar.

– Señor, en vuestras manos está mi vida. No os pido que me ayudéis; sé que cuando esto termine sufriré un castigo ejemplar que merezco, pero, o me denunciáis y así me detenéis, o sabed que ayudaré a mi hermana a escapar y escoltaré a esos perfectos a lugar seguro. Es la última voluntad de mi madre antes de morir y la cumpliré.

9

Bertran Martí, el anciano obispo de los herejes, había mandado reunir todo el oro, plata, piedras preciosas y cuantos objetos de valor se podían transportar. Hacía tiempo que en Montségur guardaban todas las ofrendas que los nobles entregaban a la causa de los Buenos Cristianos. Con aquel oro levantaban casas para acoger a los huérfanos, curar a los enfermos, socorrer a las viudas…

El anciano obispo quería ponerlo a salvo, en manos seguras, para continuar con la obra de los Buenos Cristianos.

Dos de sus diáconos, Matèu y Pèire Bonet, serían los encargados de escapar de Montségur y de la hoguera, a la que más pronto que tarde todos se sabían condenados. Junto a los diáconos iría la pequeña Teresa de Aínsa. Su madre, doña María, había ordenado que la salvaran.

Doña María le había contado a Bertran Martí la conversación con su hijo y el compromiso de salvar a Teresa. La dama sabía que para que el obispo aceptara arriesgar la misión, ella debería contribuir al éxito de la misma, de ahí su idea de que Fernando ayudara a escapar a los dos perfectos junto a su hija. Ese trueque era su única opción si quería cumplir su promesa a Fernando. Sabía que su hijo no entendería su exigencia, pero no tenía alternativa.


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