Fernando aún se apoyaba en uno de los sirvientes, al igual que el resto de sus compañeros que también lo hacían en otros criados del Temple.

Se les veía aseados, con ropa nueva, y el cabello húmedo, recién lavado. Doña María dudó si serían capaces de montar a caballo, pero decidió que no podía tentar más a la suerte y cuanto antes dejaran aquel castillo, más seguros se encontrarían.

– Los caballos están preparados, junto con cuatro mulas con víveres y armas. Aquí están los salvoconductos y las cartas de pago para que puedan embarcar rumbo a la Tierra de Nuestro Señor.

Doña María cogió los salvoconductos y se los guardó. Durante un segundo cruzó su mirada con la del maestre y supo que aquel hombre cumpliría su palabra por más que la odiara.

No se dijeron nada más. Doña María hizo un gesto indicando a los caballeros que se pusieran en marcha. Éstos no habían acertado a decir palabra y aún se preguntaban por lo que estaba sucediendo. Habían pasado de la oscuridad y el silencio a ser liberados, aseados y enviados, como si nada hubiera pasado, a combatir al sarraceno. Y todo ello parecía deberse a esa mujer enjuta, de ojos penetrantes y gesto firme, que tanto se parecía a Fernando.

Dejaron el castillo guiados por dos sirvientes que formaban parte de la comitiva, además de cinco escuderos, que parecían igual de extrañados que ellos mismos por la repentina misión. Pero nadie pregunta al maestre, nadie osa discutir sus órdenes; sencillamente se obedecen.

Se habían alejado un buen trecho del castillo cuando doña María mandó detenerse a la comitiva. Bajó del caballo y pidió a los caballeros templarios que descansaran mientras hablaba con su hijo. Esta vez sí iban a despedirse para siempre.

– Fernando, hijo, te ruego me perdones el sufrimiento que te he causado.

– No sois culpable, madre -acertó a decir el joven-, yo sabía que sería castigado y acepté quebrantar las reglas; vos no me obligasteis.

– ¡Claro que lo hice! Y en mi conciencia tengo cada segundo de tu sufrimiento y el de tus compañeros. Perdóname, no podré morir en paz sin tu perdón.

– Madre, nada he de perdonaros. Aún no sé cómo habéis conseguido sacarnos de esa mazmorra…

– Lo he conseguido y eso basta.

– El maestre es un hombre duro pero justo.

– ¿Justo? ¿Es justo castigar a un hombre sin ver la luz, encerrado entre alimañas, apenas darle media hogaza de pan para mantenerle vivo? ¿De verdad crees que merecías ese infierno? No. Ni tú ni tus compañeros merecíais ese final. Habríais muerto con vergüenza siendo inocentes. El demonio habita en los hombres que son capaces de hacer lo que te han hecho.

– ¡Madre, por Dios! ¡No digáis eso!

– Temo a los hombres que no dudan.

– Vos tampoco lo hacéis.

– ¡Qué sabrás tú, hijo! A veces es demasiado tarde para desandar el camino emprendido.

– ¿Qué haréis, madre?

– Regreso a Montségur. Dentro de poco he de morir.

– ¡Huid! No tenéis que regresar, mi padre os protegerá.

– Buscaría su desgracia si regreso. No, no puedo hacerle eso. No quiero volver, hijo, no quiero hacerlo.

– ¿Cuánto resistirá Montségur?

– Poco, Matèu ha salido en dos ocasiones. La primera regresó con dos hombres como todo refuerzo, ahora estamos esperando su regreso pero no nos hacemos ilusiones. Raimundo no vendrá, nos deja a nuestra suerte; sabe que si vuelve a desafiar al Rey no habrá perdón, prefiere conservar la vida y algunas de sus tierras. Cada vez es más difícil entrar y salir de Montségur, pero aun así Matèu nos ha mandado decir que hay dos señores, Bernat d'Alio y Arnaut de So, dispuestos a pagar a un jefe de ribaldos aragonés de nombre Corbario, para que acuda con algunos de sus hombres. Pero no hemos vuelto a tener noticias.

– Madre, buscad refugio entre los Buenos Cristianos que aún debe de haber en estas tierras, pero no regreséis.

– Hijo, no te preocupes por mí. Yo ya he vivido mi vida, lo único que siento es no haber sabido darte lo que mereces.

– Me habéis salvado la vida.

– Te la debía.

– ¿Sólo por eso?

– Y porque te quiero, Fernando, te quiero con toda mi alma aunque no haya sabido decírtelo. He sido muy dura con cuantos me rodeaban pero sobre todo lamento no haber sabido acercarme a ti, hijo. De eso responderé ante Dios.

Fernando cogió su mano entre las suyas y luego la abrazó. Deseaba que en ese abrazo prolongado su madre sintiera cuánto la quería.

Los caballeros se acercaron con paso torpe hasta donde se hallaban madre e hijo.

– Queremos daros las gracias -dijo Armand de la Tour, el físico templario.

– Yo os las doy a vosotros y os pido perdón por haber puesto en peligro vuestras vidas.

– Habéis sido muy valiente, señora -afirmó Arthur Bonard.

– He cumplido con mi conciencia, quiero morir en paz. Ahora marchaos. Mi hijo os explicará todo. Vuestro maestre me ha jurado que no os perseguirá y nadie sabrá lo que ha pasado. Guardad silencio también vosotros; a todos nos conviene guardar en secreto lo sucedido.

Los caballeros juraron que jamás saldría una palabra de sus bocas, y trataron, en vano, de convencerla de que no regresara a Montségur.

– Cada cual tiene que enfrentarse a su destino. Todos elegimos el nuestro, y yo he elegido hasta la forma de morir. Pero id en paz y que Dios os proteja, caballeros.

Madre e hijo se abrazaron una vez más. Por las mejillas de ambos corrían las lágrimas, pero ninguno intentaba dominarlas.

– Te quiero, Fernando. Vive, vive como el caballero que eres, como el último señor De Aínsa.

Luego, sin volver la vista atrás, doña María se enderezó en el caballo y al galope se dirigió a Montségur.

12

Una brisa suave anunciaba la primavera aquel 16 de marzo de 1244. Julián murmuraba una oración sin poder evitar que le castañetearan los dientes. El polvo del camino indicaba que de un momento a otro verían aparecer el cortejo de los refugiados en Montségur.

Los combates de las últimas semanas habían sido intensos, y tanto el señor del castillo, Raimon de Perelha, como su comandante, Pèire Rotger de Mirapoix, habían llegado a la conclusión de que era inútil resistir por más tiempo. Esta vez el conde Raimundo mantendría su compromiso de vasallaje con el rey Luis; además, la nobleza del país no se sentía capaz de acudir a socorrer a quienes luchaban en Montségur: carecían de un jefe y el condado estaba exhausto.

El primer día de marzo, Pèire Rotger de Mirapoix había salido a negociar con los cruzados. Tanta era la alegría del senescal Hugues des Arcis, que ya fuera por bondad natural o por el deseo de acabar cuanto antes con el asedio que duraba ya nueve meses largos, lo cierto es que el caballero se mostró magnánimo.

Al igual que los otros frailes dominicos, Julián fue testigo de las capitulaciones.

Hugues des Arcis concedió un plazo de quince días para que los sitiados abandonaran el castillo, exigiendo rehenes, entre ellos a Jordan, hijo del propio señor de Montségur, y a Arnaut de Mirapoix, pariente del comandante de la guarnición, además de Raimon Martí, hermano del obispo de los Buenos Cristianos.

También se acordó establecer dos categorías, la de los perfectos y la de todos aquellos que, aun habiéndoles ayudado, no habían profesado la fe de los Buenos Cristianos, de la Gleisa de Dio . Para los Buenos Cristianos la condena era irrevocable: morirían en la hoguera, pero los que abjuraran de su fe podrían salvar la vida. Los dominicos estaban impacientes por comenzar los exhaustivos interrogatorios de los que Julián sería notario. Fray Ferrer, el implacable inquisidor, estaba ansioso por mandar a la hoguera a aquellos desgraciados. Él mismo se encargaría de recopilar las actas de cuanto había sucedido en Montségur.

Doña María, al igual que el resto de los perfectos , consolaba a las buenas gentes que les habían ayudado y compartido con ellos los sufrimientos del asedio. Muchos de los que habían defendido Montségur sin ser Buenos Cristianos decidieron pedir al obispo Bertran Martí el consolament para así correr la misma suerte que los perfectos . Corba, la esposa de Raimon de Perelha, se unió a los perfecto s, al igual que su hija Esclarmonde.

De nada sirvieron los ruegos de su esposo, el señor de Montségur. La dama sintió que haría ese sacrificio como último testimonio del sufrimiento vivido, como un gesto para las generaciones venideras.

Otros cuatro caballeros se unieron a ella, además de un mercader, un escudero, un ballestero, seis soldados…

Bertran Martí preguntó uno por uno a los perfectos si deseaban retractarse, para así librarse de la hoguera. El anciano obispo les aseguraba su comprensión, pero ni uno solo quiso abjurar de su fe.

Los perfectos distribuyeron sus exiguas pertenencias entre sus vecinos y amigos, y aprovecharon para escribir cartas a sus parientes más próximos.

Dos destinatarios tuvieron las misivas de doña María. Una iba dirigida a su esposo, don Juan de Aínsa; otra, a su hija Marian, dama en la corte de Raimundo VII. Por un momento pensó escribir a Julián, pero descartó la tentación temiendo comprometerle. Sabía que el hijo de su esposo cumpliría su palabra y escribiría la crónica de la caída de Montségur.

Cuánto fanatismo, se lamentó la dama. Los Buenos Cristianos no habían hecho ningún mal, salvo vivir en la pobreza y ayudar a sus semejantes. Pagaban con la hoguera no mantenerse dentro de la estricta ortodoxia de la Iglesia, de la que no era tanto lo que les separaba.

A lo lejos veía alzarse los estandartes y las cruces de los hombres del senescal. Doña María no pudo evitar un gesto de repugnancia ante la visión de aquellos maderos en forma de cruz que los seguidores de Roma adoraban.

Rezaba a Jesús, que predicó el mensaje de Dios en la tierra. Sin embargo, no creía que muriera en la cruz para salvar a los hombres. Jesús no es de carne, no puede sufrir ningún mal porque es Hijo de Dios. También percibía como una aberración la liturgia en la que los sacerdotes engañaban al pueblo haciéndoles creer que convertían el vino en sangre de Jesús y el pan en su carne. ¡Qué horror, devorar a Jesús! ¿Se daban cuenta de lo que eso suponía?

San Juan lo dejaba claro en su Evangelio: «Mi reino no es de este mundo» o «no son del mundo como yo tampoco lo soy».

El único sacramento que permitía salvar el alma era el consolament , el bautismo espiritual. Sí, Juan Bautista bautizaba con agua, pero Jesús imponía las manos para así recibir al Espíritu Santo rezando la única oración del agrado de Dios, el Padre Nuestro .


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