PRIMERA PARTE

1

Languedoc, mediados del siglo XIII

Soy espía y tengo miedo. Tengo miedo de Dios, porque en su nombre he hecho cosas terribles.

Pero no, no le echaré la culpa a Él de mis miserias porque no es suya, sino mía y de mi señora. En realidad la culpa es de ella y sólo de ella porque siempre se ha comportado como un ser omnipotente ante cuantos hemos estado a su lado. Jamás osamos contradecirla, ni siquiera su esposo, mi buen señor.

Voy a morir, lo siento en las entrañas. Sé que ha llegado mi llora, por más que el físico me asegure que aún viviré largo tiempo porque el mal que me aqueja no es mortal. Pero él sólo estudia el color del iris de mis ojos y el de mi lengua, y me hace sangrar para sacarme los malos humores del cuerpo aunque no me alivia el dolor permanente que tengo en la boca del estómago.

El mal que me consume lo tengo en el alma porque no sé quién soy ni qué Dios es el verdadero. Y por más que sirvo a los dos, a los dos acabo traicionando.

Escribo para aliviar mi mente, sólo por eso, aun a sabiendas de que si estas páginas cayeran en manos de mis enemigos o incluso en las de mis amigos, habría firmado mi sentencia de muerte.

Hace frío y, acaso porque tengo el alma helada, por más que me envuelvo en mi manto, no logro templar mis huesos.

Esta mañana, fray Pèire, al traerme un caldo caliente, intentó animarme con el anuncio de la Navidad. Dice que fray Ferrer me visitará más tarde, pero le he pedido que me disculpe ante el inquisidor. Los ojos de fray Ferrer me producen vértigo y su voz pausada, terror. En mis pesadillas me envía al Infierno, y aun allí siento frío.

Pero estoy desvariando, ¿a quién le importa que tenga frío?

Los hermanos no desconfían al verme escribir. Es mi oficio. Soy notario de la Inquisición.

Mis otros hermanos tampoco sospechan. Saben que mi señora me ha pedido que escriba una crónica de cuanto sucede en este rincón del mundo. Quiere que algún día los hombres conozcan la iniquidad de quienes dicen representar a Dios.

Cuando alzo la mirada hacia el cielo aparece Montségur entre la niebla, y su imagen borrosa me llena de zozobra.

Imagino el ir y venir de mi señora dando órdenes a unos y a otros. Porque por más que doña María se haya convertido en perfecta está en su carácter mandar. No quiero pensar en qué complicaciones nos habría metido de ser hombre.

De cuando en cuando se filtra a través de la gruesa tela de mi tienda la voz rotunda del senescal. Hugues des Arcis no parece estar de buen humor está mañana, pero ¿quién lo está? Hace frío y la nieve cubre el valle y las montañas. Los hombres están cansados, llevamos aquí desde el pasado mes de mayo y temen que el señor Pèire Rotger de Mirapoix aguante muchos meses más el asedio. El señor de Mirapoix cuenta con la complicidad de los habitantes del lugar que, ante las barbas del senescal, son capaces de ir y venir a la fortaleza llevando provisiones y noticias de parientes y amigos.

Ayer recibí una misiva de mi señora doña María instándome a reunirnos esta noche. Quizá mi desasosiego se deba a tener que atender esta última orden.

Uno de los campesinos de la zona, que surte de queso de sus cabras al senescal, logró colarse en mi tienda para entregarme la carta de doña María. Sus instrucciones son precisas: cuando caiga la noche debo abandonar el campamento y caminar hasta la entrada del valle. Allí alguien me llevará por los pasos secretos que sé que conducen a Montségur. Si Hugues des Arcis supiera de su existencia me pagaría bien por la información o acaso me mandaría ajusticiar por no haberla desvelado hace tiempo.

La tarde se me hace eterna. Oigo pasos, ¿quién será?

– ¿Estáis bien, Julián? Fray Pèire me ha alarmado diciendo que sufrís fiebre.

El fraile se levantó de un salto y abrazó al hombre alto y robusto que acababa de entrar en la tienda sin pedir permiso. Era su hermano. Por un instante se encontró mejor, como cuando era niño y se sentía protegido por la figura imponente de Fernando, capaz de derribar de un manotazo a cualquiera que se le acercara. Pero sobre todo era su mirada serena y llena de confianza lo que desarmaba a sus adversarios y hacía que sus amigos se sintieran seguros.

– Fernando, ¿vos aquí? ¡Qué alegría! ¿Cuándo habéis llegado?

– Apenas hace una hora que llegamos al campamento.

– ¿Llegasteis?

– Sí, con otros cinco caballeros. El obispo de Albi, Durand de Belcaire, le ha pedido ayuda al gran maestre. Nuestro hermano Arthur Bonard es un hábil ingeniero, lo mismo que el obispo.

– Hace días que llegaron los refuerzos que el obispo ha enviado a nuestro señor Hugues des Arcis. Pero no sabía que también pediría ayuda al Temple. Es un hombre de Dios al que le gusta la guerra, puesto que es capaz de imaginar todo tipo de máquinas y artefactos para destruir al enemigo.

– Supongo que tendrá otras virtudes… -respondió con una sonrisa Fernando.

– ¡Oh, sí! Arenga a los soldados casi mejor que el señor Des Arcis.

– Bueno, no está nada mal para ser un obispo -bromeó Fernando.

– Decidme, ¿los templarios queréis acabar con los bons homes ? He oído rumores de que no os gusta perseguir cristianos. Fernando tardó en responder. Luego suspiró y le dijo en voz baja:

– No hagáis caso de los rumores.

– Ésa no es una respuesta. ¿No confiáis en mí?

– ¡Claro que sí! ¡Sois mi hermano! Bien, os daré una respuesta: los cristianos tenemos adversarios poderosos, demasiados para perder energías combatiendo entre nosotros. ¿Qué daño hacen los bons homes ? Viven como verdaderos cristianos, dando testimonio de pobreza.

– ¡Pero reniegan de la Cruz! No ven a Nuestro Señor en ella.

– Aborrecen la Cruz como símbolo, como lugar donde fue crucificado. Pero yo no soy teólogo, soy un simple soldado.

– Y también monje.

– Cumplo con Dios como me manda la Santa Madre Iglesia, aunque eso no signifique que no pueda pensar. No me gusta perseguir cristianos.

– Ni a vos ni a los de vuestra Orden -recalcó Julián.

– Y a vos, ¿os gusta ver a mujeres y a niños abrasados en las hogueras?

La pregunta de Fernando le provocó náuseas.

– ¡Que Dios les tenga en su seno! -exclamó Julián mientras se santiguaba.

– La Iglesia asegura que están en el Infierno -aseveró Fernando en tono burlón-. No nos aflijamos y tomemos las cosas como son. Ni a vos ni a mí nos gustan las muertes de inocentes.

En cuanto al Temple… somos hijos obedientes de la Iglesia, nos han reclamado y aquí estamos. Otra cosa es lo que hagamos.

– ¡Dios sea loado! Así que estáis pero como si no…

– Algo así.

– Tened cuidado, Fernando; entre nosotros está fray Ferrer, que ve la herejía hasta en el silencio.

– ¿Fray Ferrer? He de confesaros que las noticias queme han llegado de él son inquietantes. ¿Por qué está aquí?

– Dirige nuestra Orden y ha jurado hacer justicia mandando a la hoguera a los asesinos de nuestros hermanos.

– ¿Os referís a los dominicos asesinados en Avinhonet?

– Así es. Llegaron a esa ciudad en busca de herejes. Les acompañaban ocho escribanos que fueron víctimas de un complot. Raimundo de Alfaro, el administrador del conde de Tolosa en Avinhonet, permitió su asesinato.

– Pero eso no está probado -protestó Fernando.

– ¿Lo dudáis, señor? -oyeron a sus espaldas.

Julián y Fernando se volvieron, sorprendidos. Fray Ferrer acababa de entrar en la tienda y había escuchado las últimas palabras.

Fernando no se inmutó pese a la mirada cargada de reproche con que le examinaba el inquisidor.

– ¿Vos sois…?

– Fray Ferrer -respondió el dominico-, y os preguntaba si dudáis de la complicidad de Alfaro en el asesinato de mis dos hermanos.

– No hay pruebas de que así sea.

– ¿Pruebas? -bramó fray Ferrer-. Sabed que Alfaro alojó a mis hermanos en la torre del homenaje del castillo, donde nadie pudiera prestarles socorro, lejos de cualquier mirada. Sabed también que fueron asesinados en plena noche por un destacamento de herejes salido de aquí, de Montségur, este nido de iniquidad que Dios destruirá. La Iglesia no perdonará esta afrenta. Esos que se llaman Buenos Cristianos son un hatajo de asesinos.

Julián le miraba aterrado, incapaz de moverse. Fernando sopesó al dominico y decidió que sería un error entrar en conflicto con él.

– Ignoro los detalles de lo sucedido. Si vos decís que fue así, sea.

Fray Ferrer clavó los ojos en Julián, que parecía a punto de desmayarse.

– Fray Pèire me ha insistido en que no viniera a veros porque necesitáis descansar, pero faltaría a la piedad y a la caridad si no me preocupara por vos. Veo que estáis acompañado, ya os visitaré en otro momento.

Fray Ferrer salió con la misma rapidez con que les había sorprendido.

– Vamos, no os asustéis, os he visto palidecer -rió Fernando-. Es vuestro hermano en Dios.

– Vos… vos no le conocéis -murmuró Julián.

– No quisiera estar en el lugar de los herejes. Me temo que si de algo carece este fray Ferrer es de compasión.

– Supongo que sabéis que vuestra madre continúa en Montségur, acompañada de la más joven de vuestras hermanas.

Fernando asintió con gesto serio y preocupado. Evocar a su madre, doña María, le producía un dolor repentino en el pecho. Nunca la había sentido cercana, a pesar de quererla incluso más que a su padre. Enérgica e inquieta, no había prodigado demasiadas caricias entre sus hijos, por más que a todos quisiera y protegiera buscándoles un porvenir.

– Yo… bueno… la he visto en algunas ocasiones -confesó Julián.

– No me extraña, el castillo nunca ha estado incomunicado. Sabernos que algunos de sus hombres suben y bajan por pasos secretos que sólo ellos conocen. No hace mucho mi madre me envió una carta.

– ¿Os escribió? -preguntó Julián, asustado-. ¡Sólo la señora podía atreverse a hacer algo así!

– No os preocupéis. Mi madre es inteligente y no nos puso en peligro. Recibí la misiva a través de un paje de la casa de mi hermana Marian. Ya sabéis que su esposo, don Bertran d'Amis, sirve al conde Raimundo, de manera que Marian recibe noticias frecuentes de mi madre. Ahora que estoy aquí procuraré verla, no sé cómo… quizá vos podáis ayudarme.

– ¡Ni lo intentéis! Mi señor Hugues des Arcis os mataría, y el obispo os excomulgaría.

– Sabré encontrar el modo, mi buen Julián. Intentaré convencerla para que abandone Montségur o al menos se lo permita a mi hermana Teresa, que apenas ha dejado la infancia. Tarde o temprano el castillo será conquistado y… bueno, vos lo sabéis como yo: no habrá piedad para los cátaros. Intentaré convencerla, se lo debo a mi padre, a nuestro padre.


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